Y nada más. No había ni rastro de la estación de servicio.
—¡¿Pero qué…?!
Un escalofrío le recorrió desde la base de la columna hasta la nuca. Como cuando de niño veía a escondidas una película de miedo de las que sus padres no le dejaban ver. Igual de intenso. Igual de… absurdo.
—Es el estrés —dijo, y se lo repitió a sí mismo para convencerse—: Tiene que ser el estrés.
Aquello carecía de sentido. Volvió a montarse en el coche y salió a la carretera, tratando de no pensar más en ello. Un par de kilómetros después vio la luz de una estación de servicio. De la estación de servicio de Teddy Samuelson. Pero ¿cómo podía estar allí? Jack se desvió hacia ella, repitiendo lo que había hecho minutos antes, y detuvo el automóvil junto al surtidor. La gasolinera parecía igual de desolada que la vez anterior, cuando desapareció. Jack cerró un momento los ojos. Tomó una amplia bocanada de aire y lo exhaló lentamente, mientras sentía las palpitaciones de su corazón en las sienes y el cuello.
—¿Eres tú, Jack?
La repentina voz del dueño y su vigoroso manotazo en el techo del coche hicieron que Jack abriera los ojos y diera un bote en el asiento. La estación de servicio seguía allí.
—¡Joder, Teddy! Me has dado un buen susto —dijo Jack, sobresaltado y aliviado al mismo tiempo.
—Deberías tomarte un café bien cargado.
—No me estaba durmiendo. Sólo trataba de… relajarme.
—¿Relajarte? ¿Por qué motivo?
—Eh… Se me ha cruzado un perro en la carretera y casi me salgo.
La expresión de Teddy reflejó temor. En las últimas semanas se habían producido varios ataques de perros salvajes. La policía consiguió abatir a uno, un rottweiler famélico al que algún capullo había abandonado. Pero se sospechaba que había más. Los compraban cuando no eran más que unos cachorros y luego se convertían en una carga de la que era mejor deshacerse cuanto antes y discretamente.
—Iré a por mi escopeta —dijo Teddy, y volvió corriendo a la tienda.
Regresó al cabo de un instante, con una escopeta de caza entre sus manos. Su pantalón de peto y su gorra mugrienta acababan de darle el típico aspecto de asesino de película para adolescentes.
—Nunca se sabe. Hay que estar preparado —dijo, mientras apoyaba el arma en el lateral del surtidor—. A una prima mía le arrancó media cara un perro cuando era pequeña.
Teddy emitió una breve risilla que Jack no pudo ni quiso interpretar.
—Llénalo, por favor.
Jack abrió el depósito. Teddy introdujo la manguera y tiró de la palanca para que el surtidor se activara. Allí no había más que una clase de gasolina, de modo que no tuvo que preguntarle de cuál quería. Estuvo todo el tiempo mirando los dígitos, como un pájaro delante de un espejo, hasta que se detuvieron. Redondeó la cantidad y se volvió hacia Jack.
—Son treinta y tres dólares. Estaba seco, ¿eh?
Colgó la manguera y se limpió las manos con un trapo tan sucio como su gorra, que llevaba en un bolsillo trasero de los pantalones. Alargó el brazo con la palma extendida para recoger el dinero de Jack. Le dio treinta y cinco dólares.
—Quédate con el cambio.
—Y tú ten cuidado con esos perros. ¡Maldita sea!
Jack enroscó el tapón del depósito y regresó al interior del coche. Estuvo a punto de volver a cerrar los ojos, pero no lo hizo. Teddy seguía delante de él, como si esperara que lo hiciera, con cara de hurón. Arrancó el motor y encendió las luces, levantó una mano para despedirse y regresó a la carretera.
Lo que más deseaba era llegar a casa. Aquello que le había ocurrido podía significar algo que temía desde hacía más de un año: que lo que le hizo abandonar su trabajo como reportero de guerra volviera a repetirse.
A
penas había amanecido, aunque ya hacía calor. Los postes de teléfono iban pasando frente a la ventanilla con una cadencia regular, conforme el automóvil avanzaba por aquella carretera perdida de la mano de Dios. Al fondo, los campos se empequeñecían hasta la línea del horizonte. El hombre que viajaba en el asiento trasero tenía desde hacía rato la mirada perdida en ellos. El espacio entre cada dos postes era como el fotograma de una película: un pedazo enmarcado de paisaje en un mundo desdibujado y vacío.
Pero nada estaba más vacío que la mente del pasajero, un hombre de treinta y tantos, con ensortijado pelo rubio oscuro, mandíbula afilada
y
ojos azules
y
profundos. Sólo recordaba haberse despertado en una cama de hospital. Los médicos le dijeron que sus heridas habían sido muy graves y que tenía suerte de seguir con vida. Era normal que, en una situación tan traumática, padeciera una pérdida de memoria —una pérdida absoluta—, aunque probablemente la iría recobrando con el tiempo. Claro que, eso no podía asegurarse con certeza…
El conductor lo miró a través del espejo retrovisor. Lo hacía cada par de minutos. Y siempre recibía el reflejo de un rostro neutro.
Cara de nada.
Una triste
cara de nada.
—Ya falta poco —dijo al rostro inexpresivo.
—¿Qué…?
El hombre desvió la vista del horizonte y la dirigió al conductor. Había oído lo que le había dicho, pero tardó unos segundos en procesarlo.
—Gracias —contestó antes de que se lo repitiera.
Ni siquiera cuando habló su expresión se hizo más viva. Sus ojos regresaron de inmediato al paisaje, A un bosque lejano en el que se perdieron sin el menor esfuerzo.
La carretera describía una amplia curva, bordeando los campos hacia un valle y adentrándose en el nacimiento de ese bosque. La abandonaron unos quince kilómetros después por un camino apenas visible. Ningún cartel decía adónde llevaba. Al fin del mundo, probablemente, oculto en lo más hondo de aquella floresta, densa como una selva. Atravesaron un puente que salvaba el cauce de un río y, un poco más adelante, el conductor aminoró para tomar un camino de grava. El piso había quedado desnivelado por las últimas lluvias y el coche fue balanceándose y dando pequeños saltos. No muy lejos, se detuvo frente a una verja metálica.
Pasaron varios minutos sin que nada ocurriera. Y entonces empezó a oírse un zumbido. Muy leve, al principio. El pasajero no lo notó hasta que se hizo más intenso. Al inicio se asemejaba al ruido de fondo de una radio mal sintonizada. Pero ya no. Ahora parecía algo… vivo.
—¿Qué es eso? —le preguntó al conductor.
Si éste le había oído, no se molestó en contestarle. Ni el pasajero en volver a preguntar. Estaba demasiado cansado. Apoyó la frente en el cristal y cerró los ojos para relajarse un poco. Necesitaba dormir, pero no quería hacerlo. Llevaba demasiadas noches despertándose envuelto en sudor después de haber tenido una y otra vez la misma pesadilla.
Abrió de nuevo los ojos justo a tiempo de ver una sombra que engullía al coche. Ahogó un grito y se lanzó hacia atrás.
Miles de insectos —millones de ellos— pasaron por encima con un zumbido ensordecedor. Algunos se estrellaron contra la carrocería y el cristal en el que había apoyado su cabeza. Ruidos sordos y breves. Pequeñas detonaciones de pequeños cuerpos destrozándose, mientras el grueso del enjambre desaparecía por el lado contrario del vehículo entre los troncos putrefactos.
—No se preocupe —habló el conductor sin que le preguntara—. Es normal por aquí en esta época del año.
Al poco, un guardián se acercó por fin para abrir la verja. Muy oportuno. ¿Qué habría ocurrido si llega a hacerlo un minuto antes? El conductor le saludó con un movimiento de cabeza y el coche continuó hacia el interior. Era un espacio rodeado por una tapia, con un cuidado jardín al fondo del cual empezaba a distinguirse un gran edificio cubierto en parte por las copas de los árboles. Alargado, antiguo, de ladrillo rojo, con techos puntiagudos y una docena de chimeneas, se asemejaba a un extraño castillo. De hecho, lo que más destacaba en él era una torre que sobresalía por encima del tejado. Era circular y estaba coronada por una especie de sombrero de bruja, vetusto y torcido.
El sol lucía sobre el jardín. Parecía más brillante de lo normal después de haber atravesado la oscuridad del bosque. El automóvil llegó hasta la entrada principal y se detuvo. Su conductor apagó el motor, descendió y fue hasta la parte de atrás para sacar el equipaje del pasajero. Casi al mismo tiempo, un hombre vestido con pantalones y camisa blancos, de pelo intensamente negro, descendía por la escalera de la entrada principal. Era un enfermero, y aquello una clínica de reposo. Se quedó quieto junto a la puerta trasera del coche, esperando a que el nuevo paciente la abriera. Al poco se le unió el conductor con las maletas. Ambos cruzaron una mirada extraña. Quizá compasiva. O puede que todo lo contrario.
El pasajero abrió la puerta y sacó uno de sus pies. Lo colocó en el suelo como si fuera de arenas movedizas. Salió muy despacio, con desgana. Su rostro ya no era neutro. Ahora mostraba una honda expresión de tristeza.
—Bienvenido, señor Winger —dijo el hombre de blanco—. Mi nombre es Doug Kerber, enfermero jefe de la clínica.
Jack echó una lenta mirada al edificio y al entorno. Se inclinó para coger sus maletas, pero Kerber se le adelantó y tomó la mayor de ellas.
—Un momento… —dijo el enfermero jefe, agachándose de nuevo para recoger algo del suelo—. Creo que se le ha caído esta moneda.
Se la mostró a Jack en la mano, con la palma extendida. Él la miró y negó con la cabeza.
—No, no creo que sea mía.
—Pues yo diría que sí… Me ha parecido verla caer de uno de sus bolsillos. Tiene que ser suya. En cualquier caso, si le parece bien, se la daremos al conductor.
Kerber la lanzó al aire. El aludido la cazó al vuelo y se la guardó.
—Bueno —dijo éste, y sonrió al enfermero jefe—, yo me marcho ya. Tengo que recoger a otro paciente. Nunca dejan de llegar.
Tras un gesto de aprobación de Kerber, el hombre montó en el coche y, mientras Jack y el enfermero jefe empezaban a subir por la escalinata, arrancó levantando gravilla con las ruedas.
—Le llevaré a su habitación —dijo Kerber, ya en el umbral de acceso.
El pasillo interior parecía más largo de lo que cabía esperar. Atravesaba todo el edificio desde la puerta principal hasta la trasera, que daba a un jardín mayor que el de la entrada. Seguido de Jack, Kerber caminó por el pasillo hasta más allá de la mitad, donde giró a la derecha y subió dos tramos de anchas escaleras. La clínica era sobria pero agradable, sin llegar a ser acogedora. Arriba, Jack se cruzó con un hombre de mediana edad, bastante entrado en carnes aunque con aspecto ágil. Sus facciones eran duras y estaban contraídas en una expresión de desconfianza. Miró a Jack durante un segundo antes de desviar de nuevo la vista. Él también se quedó mirándolo, sin dejar de avanzar por un nuevo pasillo jalonado de estrechas puertas blancas.
—Su habitación —dijo el enfermero jefe antes de abrir una de ellas, que se hallaba casi al fondo.
La estancia era amplia y luminosa. La única ventana, de tres cristales, daba al jardín trasero, con vistas a un lago del que no se distinguía la orilla opuesta. Jack fue hacia ella y miró abajo.
—¿Qué le parece? —le preguntó Kerber, mientras dejaba la maleta sobre el aparador de la entrada.
Jack no contestó. Seguía contemplando el paisaje a través de la ventana, con el mismo gesto neutro de antes.
El día era esplendoroso. Algunos pacientes paseaban bajo el sol del final de la tarde. El jardín poseía un césped impecable, salpicado de árboles frutales, caminos encuadrados en setos y bancos de piedra. En una encrucijada había una fuente de mármol, cerca del comienzo del bosque que llegaba hasta la orilla del lago.
L
a casa de Jack se hallaba cerca de la carretera, en una modesta urbanización cuadriculada que parecía un oasis en medio del desierto. No es que fuera gran cosa, pero aun así destacaba en el paisaje desolado, con sus dos pisos, su fachada impolutamente blanca, su techo de pizarra gris y el pequeño jardín de recio
y
grueso césped cinodón, resistente a la dureza del clima. Con el tiempo y falta de cuidados, pensó Jack, no sería muy distinta a la de los pobres ancianos muertos aquella noche.
La luz del porche estaba encendida. Aún quedaban restos de la fiesta de cumpleaños del niño: guirnaldas, confeti, cintas de colores y algún globo prisionero en una esquina. Jack dejó su coche delante del garaje, en la rampa, sin molestarse en guardarlo dentro. Hacía un par de semanas que se había estropeado el sistema automático de apertura y aún no lo habían arreglado. No tenía ganas de bajarse, abrir a mano y luego volver a cerrar. Cogió su carpeta del asiento del acompañante, una gran bolsa del asiento trasero y salió afuera. Antes, en la gasolinera, ya había notado que empezaba a hacer frío y se había levantado una fuerte brisa. Miró hacia el jardín de sus vecinos. Ellos —un matrimonio que poseía una tienda de alimentación en el cercano centro comercial— tenían un poste alto con una veleta. La rueda giraba como una versión en miniatura de los molinos de agua del Viejo Oeste.
Amy había oído el ruido del motor y salió al porche. Se quedó delante de la puerta, con una fina chaqueta y los brazos cruzados por el frío. Jack fue hasta ella y la besó. Con su mano libre, le acarició un hombro y le frotó el brazo.
—Está llegando el invierno —dijo.
Ella asintió y sonrió con la boca y los ojos. Tenía unos ojos verdes tan hermosos y expresivos… Fue lo primero que a Jack le llamó la atención de ella cuando la conoció. Eso y sus pechos llenos y turgentes, aunque nunca se lo hubiera dicho ni pensara hacerlo.
—Dennis se ha despertado. Te está esperando para que le des su regalo —dijo Amy mientras entraba en la casa.
Tras ella, Jack la besó en el pelo.
—Creo que le gustará.
—Hace un mes que sólo habla de eso. Como para que ahora no le guste…
La voz del niño se oyó desde el piso superior. Jack dejó su carpeta sobre el aparador de la entrada y corrió hacia las escaleras. La puerta de la habitación del niño estaba ligeramente abierta. A Dennis le gustaba dormir así, con la luz del pasillo encendida, para que penetrara en la oscuridad del cuarto. Aunque, poco a poco, Amy se la iba cerrando para que se acostumbrara.
—Feliz cumpleaños, hijo —dijo Jack en el umbral.
Dio la luz de la habitación y el niño cerró los ojos, que enseguida abrió con los párpados entornados.