Jack siguió con su trabajo durante unas semanas, con temor a las posibles represalias del padre. Se tranquilizó un poco al ver que las cosas parecían asentarse. Hasta que, unos días antes de regresar a Estados Unidos, se enteró, asqueado, de que Kyle Atterton había salido libre «por falta de pruebas». Resultaba obvio que el dinero de su padre había comprado a la débil justicia nigeriana. Pero ¿qué podía hacer él sino olvidarse de todo y seguir con su vida?
Fue entonces cuando intentaron asesinarle. Una bomba explotó al paso de su coche, con los distintivos de prensa internacional, por un barrio populoso y supuestamente seguro. En el atentado murieron varias personas que caminaban por la calle y uno de los mejores amigos de Jack, su cámara durante años de misiones, que lo acompañaba en el automóvil y cuyo cuerpo hizo de pantalla salvándole a él.
Eso fue lo que le trastornó. Tuvo que dejar el trabajo y, de regreso en casa, empezó a visitar al doctor Jurgenson. Al principio éste le trató como a un paciente aquejado de estrés postraumático. El caso parecía claro. Pero, cuando comenzaron las «desapariciones», el hábil psiquiatra se dio cuenta de que las cosas eran más complejas de lo que había supuesto.
Jack le hablaba durante las sesiones de objetos de su vida que, de pronto, ya no estaban ahí. Que desaparecían sin dejar rastro, ni siquiera en el recuerdo de Amy o de sus conocidos. Inicialmente, el médico creyó que podía tratarse
de jotts,
un nuevo concepto que provenía de la ciencia fronteriza, ésa que sólo aparece en medios cercanos a lo paranormal o lo misterioso. Pero él le daba cierto valor por su propia experiencia con sus pacientes. Los
jotts
eran objetos que desaparecían y volvían a aparecer en el lugar más insospechado o donde va se habían buscado.
Había de varios tipos. El más común era ese objeto que se trata de localizar en el sitio donde se cree que está sin éxito, para luego encontrarlo allí mismo. Un libro, un encendedor, un juego de llaves… Los casos más extraños consistían en encontrar algo en un lugar inverosímil, sin que fuera posible haberlo dejado allí por error ni que hubiera acabado llegando a ese lugar por un proceso lógico: el libro que se encuentra en el fondo de un armario donde nunca se han guardado libros, el reloj que está oculto en el interior de una vieja maleta que no se utiliza desde hace años, la alianza de bodas que reaparece, después de abandonar la búsqueda, en el interior de una tubería protegida con rejilla…
Pero esa teoría adolecía de un fallo. De
los jotts
quedaba el recuerdo. No se esfumaba como los propios objetos: se conservaba su rastro en la memoria. En el caso de Jack, más bien se trataba de «falsos recuerdos», otro asunto tratado por la psiquiatría y la psicología. Había personas a las que se podía inducir un recuerdo vivido de algo que nunca existió y otras en quienes se podía borrar un recuerdo real. El experimento más famoso se llevó a cabo en una universidad americana, donde se consiguió que varios participantes creyeran recordar haberse hecho una foto con Bugs Bunny en Disneylandia cuando eran niños. Era evidentemente un recuerdo imposible, porque el simpático de Bugs pertenecía a la compañía Warner, no a la Disney.
Estas técnicas de manipulación mental se habían empleado, al decir de los
conspiranoicos,
en asuntos mucho menos ingenuos, como la inserción de recuerdos criminales en personas inocentes. El culpable perfecto de un delito era el ciudadano honrado que, sin saber cómo, recordaba de pronto haberlo cometido. Si a eso se sumaba el borrado de su memoria real en un cierto período de tiempo, se podía disponer de sujetos que, incapaces de soportar los remordimientos, confesaban una falsa culpa, al tiempo que el verdadero culpable quedaba impune.
La mente es un misterio tan profundo que nada podía darse por sentado. El mismo doctor Jurgenson había comprobado, en el curso de sus investigaciones, cómo se podía inducir a alguien —mediante hipnosis y otras técnicas— a convertirse en un robot programado para actuar contra su voluntad. Es un mito que, bajo estado hipnótico, una persona no puede actuar contraviniendo sus valores. Sólo hay que tomar un atajo. Es cierto que una persona equilibrada y normal nunca mataría a sangre fría, por ejemplo, a su madre. Pero basta con hacerla creer previamente que su madre es la encarnación del demonio. Entonces ya no estaría asesinando a un ser querido, sino a éste; algo que no iría en contra de su moral o sus valores.
Un psiquiatra es un médico y un científico. No siempre tiene respuestas, pero hay ocasiones en que nadie las tiene. A medida que el doctor Jurgenson fue profundizando en la psique de Jack, se dio cuenta de que toda su ciencia no bastaba para entender los mecanismos del mal que le aquejaba. Sin embargo, su tratamiento pareció ayudarle. Y eso le hizo convencerse a sí mismo de que estaba tomando la senda adecuada. Los episodios de desapariciones fueron remitiendo. El dolor y la angustia también. A veces es mejor dejar que todo fluya sin tratar de comprender.
Pero ahora se hacía patente que las apreciaciones del médico habían sido demasiado optimistas. Los nuevos episodios de Jack lo confirmaban. Por eso se puso en contacto con Amy, para comprobar si las desapariciones eran esta vez más lógicas, de objetos que ella conociera. Tuvo que guardar para él el desasosiego de que no lo fueran. De nada servía alarmar a la esposa de Jack, que bastante había sufrido ya en el pasado.
Lo único que importaba ahora era lograr que el propio Jack accediera a tratarse de nuevo. A ingresar en una clínica mental, si llegaba el caso. Aunque eso no sirviera para curarle.
A
quel calor sofocante no era normal. A Jack le hizo darse cuenta de que tampoco recordaba en qué época del año se encontraban. Pero, sin duda, tenía que ser verano. El punto más tórrido del verano más tórrido imaginable. El relativo frescor que había sentido a su llegada a la clínica, junto al lago, fue por lo visto una excepción. Un calor como ése difícilmente podría estar sólo de paso. Y lo peor era que no había modo de huir de él. El aire acondicionado de toda la clínica se había estropeado. Algo relacionado con un compresor, según le había explicado el enfermero jefe, Doug Kerber, cuando Jack le preguntó. También le dijo que no iba a ir nadie a repararlo al menos hasta el lunes. Era viernes, así que les esperaban, como mínimo, tres días de infierno.
Si la clínica parecía una sauna, su comedor principal era el receptáculo donde ardían las piedras de carbón. Jack sintió una bofetada abrasadora nada más entrar. Ya tenía la camisa empapada y orlas oscuras bajo los brazos. Pero surgieron al instante nuevas gotas de sudor en su frente, que se deslizaron hasta sus ojos. Se preguntó a qué temperatura debían de estar en las cocinas que abastecían al comedor.
Ese comedor era el único lugar donde se reunían a diario todos los pacientes de la clínica. En el resto de espacios comunes los grupos eran más pequeños, formados por personas afines o que habían trabado amistad durante el tiempo de su internamiento. Allí, por el contrario, la única distancia que separaba a unos de otros era la del asiento que ocupaban, más cerca o más lejos del resto de pacientes en una de las largas mesas de madera lacada.
El olor a comida flotaba en el aire estancado, pegándose a la piel y las ropas con un rastro grasiento. A Jack se le quitó la poca hambre que tenía. Notaba la garganta como si su interior estuviera forrado de corcho. Decidió que todo su almuerzo iba a consistir en una simple botella de agua helada.
Atravesó el comedor en dirección a la cocina. Estaba casi lleno, pero las conversaciones de los pacientes eran poco más que un murmullo; un restregar de patas de cigarra al calor vespertino. A su pesar, Jack había estado dándole vueltas a lo que Maxwell le contó. En especial, lo que dijo sobre que todos en la clínica tenían su propia pesadilla recurrente. Seguía pensando que no podía ser más que un delirio de una mente enferma. Aunque, con él, había acertado. Y había similitudes inquietantes entre su pesadilla y la de Maxwell.
Quizá fuera su olvidado instinto de reportero de sucesos, que empezaba a manifestarse. ¿No le habían dicho que ésa era su profesión antes del accidente y de la amnesia? Fueran o no delirios de aquel tipo, no le costaba nada intentar contrastarlo. Al fin y al cabo, no tenía otra cosa mejor que hacer en todo el día. El único problema era que aún no conocía a nadie, aparte del propio Maxwell. Se había planteado abordar al doctor Engels, aunque prefirió no hacerlo. Primero, porque lo más normal es que se negara a responderle. Lo que cada paciente hablaba con él debía ser confidencial. La otra razón que le llevó a no interrogarle directamente era no parecer también él un loco, como su tortuoso nuevo «amigo».
Jack lanzó un vistazo rápido al comedor para ver si Maxwell estaba allí. No quería cruzarse con él, si podía evitarlo. Fue entonces cuando advirtió aquella mancha negra sobre las aguas del lago. Las ventanas del comedor daban a él. Estaban todas abiertas de par en par, pero hasta ese instante no había entrado el menor soplo de aire. Jack no se dio cuenta del cambio hasta percibir una repentina frescura en su rostro sudoroso. Como hipnotizado, se acercó a la ventana más próxima y se asomó a ella, con las manos colgando hacia fuera.
La corriente de aire cobraba intensidad poco a poco. Jack no encontró en un primer momento ninguna razón de alarma en ese hecho. El viento fresco debía de ser un regalo de los dioses. Pero aquella enorme mancha oscura… Entrecerró los ojos para tratar de enfocarla, aunque no pareciera haber nada especial en ella. Tenía que ser una tormenta y, esa mancha, los oscuros nubarrones que la formaban. Nada especial.
Pero no eran sólo oscuros, sino total y absolutamente negros. Quizá fue eso lo que empezó a inquietarle. Dada su amnesia no podía asegurarlo, aunque hubiera sido capaz de jurar que nunca en su vida había visto unos nubarrones como ésos. Tan negros. Incluso bajo un sol casi blanco, que seguía brillando sin misericordia.
Jack volvió de nuevo la vista hacia el interior de la sala. Nadie parecía extrañado con la tormenta que se acercaba
(muy deprisa
). A los demás pacientes se les veía más animados, imaginó que por el repentino y bienvenido frescor. ¿Estaría volviéndose paranoico? O algo peor… No resultaba imposible que su accidente le hubiera provocado algún otro daño en el cerebro, aparte de dejarle sin recuerdos. Quizá estuviera sufriendo una alucinación. Pero había una forma de averiguarlo…
—Perdone —le dijo a una señora sentada junto a la ventana—. ¿Ve usted esas nubes negras sobre el lago?
Incluso a él mismo le pareció ridícula la pregunta en cuanto salió de sus labios. No estaba volviéndose loco: sólo necesitaba dormir y descansar. Avergonzado, estuvo a punto de volverse para ir por su botella de agua helada y marcharse a su cuarto a dormir una larga siesta. Le detuvo el gesto de aprensión que vio en la mujer a la que había preguntado.
La tormenta estaba ahora mucho más cerca. Casi al borde del lago, a la altura de la fuente. Y era negra, sí. Como el alma del mayor pecador del mundo. Aunque la cruzaban unos… objetos que Jack no era capaz de distinguir. El viento le golpeaba ahora el rostro. Los cristales de las ventanas temblaban, amenazando con cerrarse de golpe.
—¡Apártense de las ventanas! —gritó.
No siguió su propio consejo. Se quedó con la mirada fija en aquella especie de tornado, que engulló un grupo de árboles y luego se desvió hacia la clínica como si tuviera voluntad propia. El brillo de todo desaparecía a su paso. La negrura del tornado lo devoraba.
Un murmullo creció a espaldas de Jack, a medida que más pacientes se daban cuenta de que ocurría algo fuera de lo común. No se imaginó que nadie pudiera estar fuera, en el jardín, hasta distinguir a dos figuras que corrían en busca de refugio. El tornado les pisaba los talones. Una era un hombre al que no conocía. La otra, la hermosa joven que se lo había quedado mirando la tarde anterior.
—Julia —susurró Jack.
Salió corriendo de la clínica. El viento furioso le inundó de aire los pulmones nada más abandonar la protección del edificio. De pronto le costaba respirar. El mundo a su alrededor era una lluvia de toda clase de restos arrancados por el viento. Se le metían en los ojos, los oídos, la nariz, la boca. Se detuvo y extendió los brazos como lo haría un ciego, aunque el sol siguiera luciendo. Por un segundo perdió de vista a Julia y al hombre. Luego reanudó su carrera en dirección a ella, al verla de nuevo.
No puedo salvar a los dos,
pensó sin darse cuenta.
Un terrible alarido lo confirmó. El hombre que huía pasó, en un segundo, de estar en el suelo a ser zarandeado por los aires como un muñeco de trapo. Al suyo se unieron los gritos de los pacientes del comedor. Jack pudo distinguir sus rostros blancos y aterrados con total nitidez. Medio sofocado, se obligó a correr aún más deprisa. Julia estaba a unos cien metros de él. Su cabello se agitaba sobre la cabeza como si quisiera huir.
Jack no había planeado qué hacer. Fue ella la que gritó:
—¡Hacia allí!
Su voz apenas pudo oírse por encima del estruendo. Pero Jack vio que señalaba la caseta del jardinero. Los cubrió una sombra y, sin poder evitarlo, se volvieron hacia el tornado. Sus ropas se sacudían como poseídas. Un frío gélido los envolvió.
No iban a conseguirlo.
Una pared negra se alzaba frente a ellos, tapando ya del todo el sol. Jack notó que le apretaban la mano. Era Julia. Eso le despertó de su letargo. Empezaron a correr hacia la caseta a toda velocidad.
—No llegaremos, no llegaremos —susurraba ella sin parar de correr.
Los oídos les zumbaban. El viento les hacía llorar. Tenían las bocas llenas de hierbajos y tierra. Pero, de pronto, todo empezó a calmarse. Las partículas y materiales en suspensión se desplomaron, repentinamente inertes, sobre el césped. Las ráfagas de viento se suavizaron y su estruendo se redujo.
Aun así, Jack y Julia no se detuvieron hasta alcanzar la caseta. Sólo allí osaron volverse de nuevo hacia el viento negro. El tornado se alejaba ahora de ellos, de regreso al lago de donde había surgido. También ellos se desplomaron en el suelo, jadeando por el esfuerzo y el miedo.
—Soy Julia —dijo ella, casi sin aliento.
—Lo sé —fue la respuesta de Jack.
Ambos seguían mirando en la dirección por la que se había ido el tornado. Julia con alivio. Jack con un nudo en la garganta. Al fin había podido distinguir los extraños objetos que se agitaban en sus corrientes oscuras. O eso pensaba. Lo que creía haber visto era imposible. Tenía que estar equivocado.