—¡Papi! —exclamó, y alargó los brazos hacia la bolsa que Jack le estaba dejando a sus pies sobre la cama.
De su interior extrajo un paquete alargado, envuelto en papel multicolor. Con cuidado, como si fuera importante no romper el envoltorio, fue despegando los pedazos de cinta adhesiva hasta liberar el contenido. Pero luego lo sacó por un lado, empujando por el otro y arrugándolo todo. Jack sonrió. La genuina cara de ilusión de su hijo lo compensaba por un día más de sordidez.
—¡Oooh! ¡Es el Nitro Truck!
Como si no lo supiera, pensó Jack. Los niños son increíbles.
—¿Te gusta, Dennis?
—¡Síii! ¡Gracias, papi!
—¿Qué tal tu fiesta? —dijo Jack mientras el niño desparramaba por la cama el contenido de la caja—. ¿Han venido todos tus amiguitos?
—Me lo he pasado muy bien. Ha venido Louise.
—¿Y los demás?
—Sí, todos.
—Louise es muy guapa, ¿verdad? ¿Es tu novia?
—No.
La respuesta fue demasiado seca. Como si se avergonzara.
—Yo creo que tú le gustas a Louise.
—Que no, papi… Te he dejado un trozo de tarta. Mami la ha puesto en la nevera.
El brusco cambio de tema era una versión infantil de lo que hacían los mayores cuando algo les incomodaba. Más simple, pero igual de predecible. Jack volvió a sonreír y optó por no insistir más. Los asuntos de mujeres son privados. Aunque se tengan sólo cinco años.
—Así que un trozo de tarta, ¿eh? Me lo voy a comer ahora mismo. Siento no haber podido estar en tu fiesta, renacuajo.
—No importa, papi. Mami me dijo que estabas trabajando.
Dennis era un cielo. Jack esperaba que eso siguiera así a medida que fuera creciendo y lo necesitara junto a él. Recordaba su propia infancia, con un padre reportero de guerra al que, durante un tiempo, odió por no ir a sus competiciones de natación y faltar a sus celebraciones. Aunque luego entendió los motivos y acabó haciéndose también periodista. Por desgracia, fue demasiado tarde para que su padre pudiera disfrutar de su graduación: murió en un absurdo accidente, una simple caída, durante la guerra civil de Zaire en 1997. Un golpe en la cabeza que los médicos tomaron por leve, pero que acabó provocándole un mortal coágulo en el cerebro. Jack se hizo reportero de guerra como una especie de homenaje a su memoria. Pero lo había dejado. Había tenido que dejarlo, para convertirse en un periodista vulgar en un diario de poca monta.
Así son las cosas, se dijo, y volvió a pensar en su padre. Un distanciamiento como el suyo no debía repetirse entre él y Dennis. Ni iba a abandonarle antes de tiempo. El destino no podía golpear dos veces a una misma familia.
—Bueno, hijito, ahora hay que dormir. Mañana podrás jugar con el coche. Te llevaré a Laguna Pueblo.
—¿Con los indios?
—Sí, con los indios.
A Dennis le encantaba el pintoresquismo de los indios que vivían en la región. Había un anciano, de rostro arrugado como una pasa y piel rojiza, que siempre le daba como regalo alguna pieza de artesanía y le contaba historias de apariciones, animales míticos y hombres ancestrales. También a Jack le agradaba aquel anciano que, con palabras sencillas, decía cosas muy sabias y profundas. No en vano, Jack tenía algo de sangre india y algo de sangre española, diluidas por el paso de las generaciones en un torrente de sangre predominantemente escocesa.
Dio un beso de buenas noches a su hijo, retiró todas las piezas de la cama y le arropó con cariño. Luego se levantó, apagó la luz de la habitación y entornó la puerta.
—Hasta mañana —dijo al niño—. Que sueñes con los ángeles.
—Hasta mañana, papi… ¡Un poco más!
La queja se refería a la rendija de la puerta. Jack la empujó levemente para agrandarla.
—¿Así?
—Sí.
Abajo, Amy esperaba tirada, más que sentada, en el sofá. Estaba exhausta por la fiesta. Jack se acomodó junto a ella, le acarició una pierna y la besó en la mejilla.
—Dennis me ha dicho que me habéis guardado un pedazo de tarta.
—Está en la nevera. Es de nata y bizcocho, como a ti te gusta.
Jack volvió a besar a su mujer y se levantó. Fue a la cocina y sacó el plato del refrigerador. La ración era, como mínimo, doble de lo normal. Pero él la cogió entera y regresó al salón.
—¿Estás bien? —dijo Amy.
—Ha sido un día feo.
Ahora fue ella quien lo besó a él. Retiró un poco de nata que se le había quedado en la comisura de los labios y se chupó el dedo con cara sugerente.
—Yo puedo compensarte —susurró.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo? —dijo Jack, con voz picara.
No hizo falta decir nada más. Amy se inclinó sobre su marido, desabrochó su cinturón, desabotonó sus pantalones y le bajó la cremallera. Lo que vino después tuvo que ser acallado para que Dennis no lo oyera. Aunque, de desbocarse, hubiera podido despertar a un enfermo en coma.
D
esde la ventana de su habitación, a la que lo había conducido el enfermero jefe Kerber, Jack seguía contemplando como hipnotizado el jardín y el lago de la parte trasera de la clínica. En ese momento, sonó otra voz a la espalda de Jack. Era grave y profunda, bien modulada. Serena.
—Veo que ya se está instalando.
Jack se volvió hacia la voz y ésta se materializó en un hombre mayor, aunque de edad indeterminada. Tenía un aire elegante y enérgico, y llevaba un bastón que no parecía necesitar en absoluto. El hombre le dedicó una gran sonrisa, aunque había en sus ojos algo inquietante. Jack bajó la mirada en una especie de triste gesto de asentimiento.
—Soy el doctor Ezra Engels. Estoy encantado de tenerle con nosotros. —Se colocó junto a Jack y se puso también a contemplar la vista—. ¿Le agrada nuestro jardín? Acompáñeme, por favor. Se lo mostraré yo mismo. Puedes retirarte, Kerber.
El enfermero jefe asintió y los dejó a solas. Por alguna razón, tampoco él miraba a Engels a los ojos. Jack no tenía ningún interés en visitar el jardín, pero se sintió incapaz de negarse a ir con el doctor.
La puerta trasera de la clínica daba a una escalinata de granito, que se hacía más amplia a medida que bajaba. Sus laterales exhibían una sinuosa barandilla de hierro rematada por tres cabezas de animales con los cuellos entrelazados: una pantera, un león y un lobo.
Jack
y
el doctor empezaron a caminar por el sendero. Llevaba hasta la fuente de estilo barroco, similar a las de los antiguos palacios europeos.
—He estado revisando su historial clínico, señor Winger. ¿0 puedo llamarle Jack?
—Puede llamarme como quiera.
Él no recordaba llamarse «Jack» ni de ningún otro modo. Simplemente le habían dicho en el hospital que ése era su nombre, y Winger su apellido.
—Créame, Jack, dadas las circunstancias, éste es el lugar más adecuado para finalizar su… recuperación. Su cuerpo ya se ha restablecido por completo del terrible accidente que sufrió, pero ahora hay que ocuparse de su mente. El reposo, la tranquilidad y este entorno le ayudarán a recobrar la memoria. La amnesia no suele ser permanente en estos casos. Le aseguro que tengo tanto interés en su sanación como usted mismo.
El accidente. Ése era otro gran hueco entre los recuerdos de Jack. Varios médicos y miembros del hospital se habían referido a él en numerosas ocasiones, aunque ninguno fue capaz de explicarle qué le había ocurrido ni en qué consistió ese accidente tan terrible. La expresión de Jack se convirtió ahora en un gesto hostil.
—¿Por qué nadie quiere contarme lo que pasó?
Supo al instante que el doctor Engels tampoco tenía intenciones de hacerlo.
—Debemos permitir que su memoria regrese poco a poco y por sí misma. De lo contrario, el impacto emocional sería excesivo.
—¿Excesivo? No sé quién soy, ¿entiende? ¿Qué puede haber peor que eso? Y por lo que me han dicho, debo de estar solo en el mundo. No he recibido ni una visita en el hospital. Ni de un amigo siquiera. No le importo a nadie una mierda.
Se dio cuenta de que había dicho eso último en voz demasiado alta. Algunos de los pacientes que paseaban por el jardín se volvieron hacia él. La mayoría con curiosidad; otros con un gesto difícil de descifrar. Era el caso del hombre con el que se había cruzado antes en la escalera. A Jack le pareció ver que miraba en su dirección antes de darse bruscamente la vuelta y desaparecer con paso acelerado.
—Tenga paciencia, Jack —le oyó decir a Engels—. Todo llegará a su debido tiempo. Siempre es así.
—Lo que usted diga.
La hostilidad de Jack se desinfló igual de rápido que había surgido. Le dolía la cabeza. Se restregó los ojos con las manos y, al abrirlos, se fijó en una joven sentada a un par de bancos de distancia. Tendría poco más de veinte años y la mirada clavada en él. La desvió enseguida, en cuanto notó que Jack también la miraba. Levantó la cabeza hacia el cielo y se puso a girar una flor entre sus dedos. El cabello castaño oscuro le caía sobre los hombros, dejando entrever un cuello delgado y muy blanco. Era preciosa.
—¿Quién es? —dijo Jack.
El doctor Engels sonrió. Aunque su sonrisa parecía más bien una mueca.
—Julia. Julia Beatrice Cavendish, otra de nuestras pacientes. Es un caso muy difícil, que está requiriendo un esfuerzo especial por mi parte. Creo que en cierta medida se niega a recordar. Son los casos más complicados… cuando no son capaces de perdonarse a sí mismos. —El doctor dijo esto con aire pensativo—. Aunque, al final, acabará haciéndolo. Comprendo que se sienta desorientado, Jack. Recuerde que no está solo. Todos los huéspedes de la clínica se encuentran en su misma situación.
—¿Todos tienen amnesia?
—Así es. Amnesia severa, fruto de traumas o de accidentes como el de usted. Pero créame: todos ellos, antes o después, acaban recobrando sus recuerdos y saliendo de la clínica para seguir su destino. No pierda la esperanza.
Las palabras de Engels eran ciertamente esperanzadoras, pero no sonaban así. Más bien todo lo contrario. Eran como su sonrisa, en la que no había la menor alegría, por más afables que fueran los gestos que la acompañaran. Como para darle a Jack la razón, el doctor sonrió de nuevo con su inquietante mueca. Luego hizo una señal con la mano a uno de los enfermeros, que se acercó a toda prisa y le saludó con un reverencial movimiento de cabeza. Más que un médico, Engels parecía un señor feudal al que sus siervos no osaban mirar a la cara.
—Él le enseñará el resto de las instalaciones —dijo a Jack—. Espero que me disculpe, pero debo seguir con mi trabajo. Por el bien de esta comunidad, no puedo descuidarlo.
Con el enfermero a su lado, Jack observó marcharse al médico de regreso al edificio principal de la clínica. Después posó la mirada otra vez sobre Julia, que seguía con el rostro vuelto hacia lo alto y los ojos cerrados, sin mostrar en ningún momento que hubiera notado su presencia.
—Si es tan amable de acompañarme… —dijo el enfermero.
Jack fue siguiéndole, un paso por detrás, hacia la laguna. Al final del terreno había un embarcadero de madera, con un malecón que bordeaba la orilla y un saliente hacia las aguas. Aunque allí no se veía ninguna embarcación. El sol, ya bajo en el horizonte, provocaba reflejos deslumbrantes en las plácidas ondulaciones del agua. En la orilla, el verde del bosque terminaba de componer un paisaje idílico y relajante.
Parecía la imagen de una postal. Perfecta. Demasiado perfecta, incluso. Jack notaba algo extraño en ese lugar. Una realidad invisible que no conseguía definir. Lo achacó a su propio estado de desorden mental. Y sintió más agudamente que nunca el deseo de recordar, de saber quién era en realidad.
Quién había sido.
D
ennis fue el primero en levantarse. Saltó sobre la cama de sus padres, gritando y sin preocuparse por el aterrizaje. Lo hizo sobre el vientre de Jack, que se encogió como si le hubieran propinado un puñetazo directo en la boca del estómago.
—¡Ay, hijo! —exclamó con una mueca de dolor.
Riendo, Amy cogió al niño entre sus brazos y lo colocó en medio de la cama, entre ella y Jack. Se puso a hacerle cosquillas mientras Jack se recobraba del golpe y el sobresalto.
—Menuda gracia… —dijo Jack, simulando enfado.
Dennis hizo un mohín.
—Perdón, papi.
—¡Que es una broma, renacuajo!
Jack se sentó en la cama, con los pies en el suelo, se colocó las zapatillas y se levantó. Hizo un par de flexiones, en una postura forzada y ridícula, para demostrar que estaba en forma. Dennis y Amy rieron.
—Qué payaso eres —dijo ella.
—Bueno, hijo, hay que prepararse si queremos aprovechar la mañana. Vamos a desayunar.
Media hora después, mientras Amy duchaba y vestía al niño, estuvo un rato sentado frente al ordenador de su despacho.
Era una pequeña habitación de la planta baja, con una mesa de madera, una vieja lámpara de pantalla verde —que había sido de su padre— y estanterías con libros en tres de las cuatro paredes. Jack quería revisar un artículo que se le estaba atragantando sobre la inmigración ilegal a través de la frontera con México.
Mientras esperaba con los ojos perdidos en la hoja virtual de la pantalla y las palabras que no conseguía enlazar, decidió fumarse una pipa. Abrió el cajón del escritorio donde solía guardarla, junto con el atacador y un par de latas de tabaco Virginia y Latakia. El atacador y las latas estaban allí, pero no la pipa. Revolvió el cajón y palpó el fondo. Estaba seguro de que la había guardado en él… Pero el hecho es que no estaba. Debía de haberla dejado, por descuido, en otro sitio la última vez que la utilizó, aunque solía ser bastante cuidadoso con ella. Sobre todo porque era lo único que Amy le permitía fumar desde que abandonó los cigarrillos.
—Maldita sea… —gruñó.
Tampoco estaba en ninguno de los otros cajones. Se levantó de la silla para echar un vistazo a las estanterías. Revisó todo el despacho, pero no había rastro de la pipa. En ese momento oyó las voces de Amy y de Dennis, que bajaban por las escaleras al piso inferior. Salió a su encuentro.
—¿Has visto mi pipa? —preguntó a su mujer.
Ella puso cara de pez.
—¿Tu qué?
—Pues mi pipa, mi pipa.
—¿Qué pipa, Jack? ¿De qué estás hablando?
Jack contó mentalmente hasta diez. Si ella le había escondido la pipa, no tenía la menor gracia. Siempre le decía que dejara de usarla y se liberara del maldito tabaco de una vez por todas. Pero la decisión era suya. No tenía por qué actuar así, de un modo tan infantil.