Las sombras también habían desaparecido. Allí no había nada, y desde luego nada que pudiera formar una sombra. Segundos antes había detrás de ella personas, o cosas. Había percibido su respiración, oído sus cuchicheos. Ahora nada. Solo el cuerno de la montaña la saludaba, indiferente.
Esperó sumida en una especie de estado de shock. La idea de que de algún modo había percibido la presencia de otras personas —otros seres— en una alucinación era insostenible. Sus sombras en movimiento se habían perfilado claramente en la nieve blanca. El aire frío había arrastrado sus voces hacia ella. Su aliento casi le había rozado la nuca.
Ahora su ausencia era casi tan terrible como su presencia. Por primera vez se preguntó si aquel lugar podía estar habitado no por otras personas, no por otros fantasmas, sino por algo que acaso pudiera llamar demonios. Tenía que dar alcance a Jake. Apretó los puños en torno a los bastones y giró los esquís en la nieve.
De pronto volvió a sonar el móvil.
El sonido la arrancó de ese terror y desencadenó otro. La alegre melodía llegaba del bolsillo interior de su chaqueta. Se llevó la mano enguantada al bolsillo y forcejeó torpemente con la cremallera, pero los dedos acolchados del guante eran demasiado gruesos para permitirle abrir la cremallera. Temía que colgasen antes de que pudiera sacar ella el teléfono.
Dejó caer el bastón y se arrancó el guante de la mano derecha mientras la melodía sonaba cada vez más fuerte dentro de la chaqueta. A tientas, corrió la cremallera y hundió la mano en el bolsillo, envolviendo por fin el frío metal curvo del teléfono que sonaba. Abrió la tapa y se lo acercó al oído.
—¡Diga! ¡Diga! ¿Quién es?
En la línea apareció la misma voz de la otra vez. Una voz masculina áspera, hablando en un idioma o con un acento que ella no entendía. No se oía bien. Se oía lejos y apagada, y el hombre parecía repetir las mismas frases una y otra vez.
—¡No le oigo! ¡Por favor!
Je ne comprends pas
!
La voz bramó una orden o una frase.
—Encore
! ¡Repítalo! ¡Dios mío! ¡Por favor! ¿Quién es usted?
La voz habló de nuevo. Parecía decir las palabras
«la zone, la zone».
Pero la línea crepitaba. Era imposible saber qué decía. Aquel hombre bien podría haber estado llamando desde el lado oculto de la luna.
La línea se cortó.
La zone
. ¿O acaso decía
«La Zoe»
? No, no. Parecía más bien
«la zone»
. Tal vez decía eso. Tal vez.
«La zone
.
»
Pero ¿qué significaba eso?
Zoe orientó los esquís al frente y los dejó surcar la nieve esponjosa. Descendió cientos de metros en cuestión de segundos. Jake la esperaba.
—Una buena esquiada —dijo él mientras Zoe trazaba una curva para detenerse a su lado.
Lo miró. Sus enormes gafas de sol le ocultaban los ojos y el cristal azul reflejaba el resplandor del sol. Se preguntó qué debía contarle.
—¿Estás bien?
—Ha sonado otra vez el teléfono.
—¿Cómo?
—La misma voz. Las mismas palabras incoherentes.
—No estás bien. ¿No lo habrás…?
—No, no lo he imaginado. ¿Por qué suena solo cuando tú no estás? Voy a darte mi móvil. La próxima vez ya contestarás tú.
—No, quédatelo. Yo ya tengo el mío.
—Me ha parecido que decía
«la zone»
. La zona. Pero puede que me equivoque. No lo sé. La voz se oía tan apagada y lejana…
—La zona.
—Es posible.
—Vamos. Se acabó. Demos el día por concluido.
Esa noche no les apeteció cenar. Jake volvió a inspeccionar la verdura y la carne en la encimera de la cocina e informó de que por fin se estaban pasando. Los tallos de apio se oscurecían. Una película gris se formaba sobre las patatas troceadas. Pero todo seguía sucediendo muy despacio.
Fueron a un bar. Encontraron un cedé con canciones de los Kinks y bebieron un Malbec espeso, oscuro e intenso; pero ni se molestaron en recordar cómo sabía o que sentía uno al emborracharse. La música que tanto les gustaba les proporcionó poco placer, como si también eso tuviera que recordarse. Se quedaron sin tema de conversación, así que regresaron temprano a su habitación y se ducharon.
Zoe advirtió la erección de Jake mientras él se secaba. Hizo algún comentario al respecto.
—Es curioso. Aquí siempre la tengo tiesa.
—¿Siempre?
—Sí. Bueno, decae durante un rato después de hacer el amor, pero no por mucho tiempo.
—Deberías habérmelo dicho.
—Cariño, no puedo estar dentro de ti a todas horas. Sabes que no te gustaría.
Ella lo miró con las cejas enarcadas.
Su actividad sexual se había regularizado hacía mucho tiempo. Ella, a diferencia de tantas mujeres, nunca la había utilizado como medio para salirse con la suya en otros asuntos. Pero tampoco había estado constantemente a su disposición. Siempre había controlado el ritmo. El sexo no estaba racionado, pero tampoco exento de restricciones. A él le gustaba tomarla por detrás; a ella no. A él le gustaba hacerlo al aire libre; ella no era muy aficionada a eso. A él le gustaba que ella se sentara a horcajadas sobre él; ella prefería las posturas convencionales. A veces él sugería disfrazarse; a ella la idea le parecía tan ridícula que no podía ni expresarla con palabras.
—En ese aspecto he sido una decepción para ti, ¿verdad? —dijo ella.
—No lo has sido —replicó él.
—He sido perezosa.
—No es verdad.
—Eso no significa que te haya querido menos —aseguró Zoe.
—Lo sé.
—El sexo no da la medida del amor. A veces no tiene nada que ver con el amor. Ni remotamente.
Jake se sentó en la cama envuelto en su toalla y le rodeó los hombros con el brazo.
—¿Por qué dices todas esas cosas?
—Porque aquí tengo la sensación de que todo lo que digo debe tener importancia.
—¿Y antes no era así?
—No. O al menos no siempre. Antes decía cosas sin pensar. Tomaba decisiones sin pensar. Sin pensar.
—Tal vez eso ya no importe.
—No, sí importa. Todo importa. Y aquí las reglas son distintas.
—Aquí las reglas las creamos nosotros, diría yo.
Zoe suspiró. Sabía que sus palabras lo habían deprimido un poco. Él simplemente había acudido a ella para echar un polvo y ella lo había desanimado. Pero si esa noche no hacían el amor, sería la primera pausa desde el día del alud. Zoe no estaba dispuesta a permitirlo. Si eso pasaba una noche, podía volver a pasar al otro día, y luego otra vez la noche del día siguiente. Y lo que Zoe más temía era que se abriera una brecha.
No sabía cuándo exactamente había empezado a sentir la presencia de esa brecha. Podía haberse iniciado en los primeros días, mientras discutían sobre cómo salir de allí. Pero ella sentía que una energía, una fuerza como el magnetismo o el antimagnetismo, hacía lo posible por insinuarse calladamente entre ellos. Una vez más era como una ley física, una corriente instalada allí que se comportaba como una mujer empeñada en separarlos, por medios casi perceptibles e insidiosamente manipuladores.
Su embarazo estaba íntimamente relacionado con esa sensación. Seguía haciéndose la prueba obsesivamente. Y cada vez veía confirmado que el bebé crecía dentro de ella, y al mismo tiempo se hacía a la idea de la posibilidad de una división entre Jake y ella. Eso no tenía nada que ver con el amor o con la falta de amor. Su amor y su afecto por él, así como su dependencia mutua en ese mundo de sombras, habían aumentado enormemente. Pero allí intervenían fuerzas de sentido inverso. Si el amor era una fuerza de la gravedad, aquel lugar generaba asimismo una fuerza centrífuga, que tiraba de la psique de ella.
Deseaba armarse contra esa fuerza centrífuga y el sexo formaba parte de la armadura. Llevó la palma de la mano a la prominencia del vientre de Jake y se inclinó sobre él para lamerle un punto sensible justo por encima de la pelvis, porque siempre le provocaba un espasmo. Él sacudió una pierna. Zoe se escupió en los dedos y extendió la saliva por debajo de la cabeza de su polla y se la apretó. La verga se endureció en su mano.
Se introdujo el pene en la boca y deslizó la lengua en torno al glande, y al mismo tiempo que su polla se endurecía aún más y se hinchaba dentro de su boca, sintió que el cuerpo de él se rendía y quedaba flácido en comparación. Jake se reclinó, sucumbiendo ante ella, cediéndole todo el poder. Ella le soltó el pene, se sentó con la espalda erguida y pasó una pierna por encima de él para montarlo. Fuera, la luz de la montaña era de un misterioso color azul que Zoe relacionaba con el neón, casi ultravioleta. Iluminaba los dientes y el blanco de los ojos enrojecidos de Jake y confería a sus miembros un tono bronceado y saludable.
En una ocasión él le dijo que era una criatura tan sexual que sería capaz de hacer correrse a un muerto, y allí estaba ahora, demostrándolo. Se acomodó sobre él, empalándose, ahogando una exclamación en el momento de la entrega, cuando sus músculos vaginales se relajaron y le permitieron deslizarse en torno a él. Se inclinó, dejando que su larga melena rozara la cara de Jake, inhalando el olor de su pelo y su sudor. El olor a sexo saturó el aire de la habitación, envolviéndolos como humo, como un fantasma. Apoyó las yemas de los dedos en la pared blanca por encima del cabezal para apuntalarse, elevándose y descendiendo sobre él. Estaba follándoselo con vigor y rabia, con desesperación, como si esa pudiera ser la última vez. El cabezal chocaba contra la pared cuando ella empujaba con la pelvis, golpeaba contra la pared con un ruido sordo, y no se detuvo ni siquiera cuando sintió que él eyaculaba y se estremecía, anulado totalmente por el orgasmo. Continuó, impulsándose, empujando el cabezal contra la pared, hasta que empezó a sentir que la propia pared se desmoronaba al contacto de sus dedos, se convertía en polvo, se disolvía hasta que ya no era el polvo del yeso, sino el polvo de la nieve, frío al tacto, hundiéndose en un agujero abierto y arremolinado del que asomaba el brazo de un hombre y la agarraba por el cuello, la agarraba por la garganta un puño gélido, impidiéndole respirar, tirando de ella, intentando arrancarla de Jake, asfixiándola hasta que ella lanzó un grito, no de éxtasis, sino de terror.
Jake se incorporó.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
El brazo extendido la soltó y el pozo de nieve, el agujero blanco arremolinado en la pared, se cerró sin más, convirtiéndose de nuevo en yeso pintado de blanco en la pared de un dormitorio.
Ahora Jake le cogía la cara con sus dos grandes manos, escrutándole los ojos en busca de una explicación.
Ella lo miró; miró la pared.
—Veo cosas, Jake. Veo cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas propias de una pesadilla.
—Cuéntame.
Pero ella negó con la cabeza. Había reconocido el brazo que había entrado por la pared. Había reconocido el anillo en el dedo corazón y una pequeña cicatriz en el dorso de la mano antes de que empezara a estrangularla.
Se quedaron allí tendidos durante un rato, él acariciándole el pelo. Pero Jake, incluso con los ojos cerrados, casi veía el desasosiego de ella, y se lo dijo.
—Duérmete, cariño, duérmete.
—No. No puedo. Tengo que hablar contigo.
—Esa frase nunca me ha gustado.
—Tengo la sensación de que esta es la oportunidad para sacarme una espina. Tiene que ver con Simon.
—Ya. El padrino de nuestra boda. Eso ya lo sé.
Zoe parpadeó al oírlo.
—Sí. Siempre he sospechado que ya lo sabías.
—¿Podemos dejarlo?
—Yo estaba pasando por una mala época. Tú no me hacías mucho caso. No digo que fuese culpa tuya. Solo te digo que fue un error y una estupidez, y no tuvo la menor importancia. Solo eso. Ya sabía que lo sabías, desde el principio. Simplemente necesitaba decirlo a las claras.
—¿Ahora te sientes mejor?
—Un poco.
—Pues no esperes que yo me sienta mejor. Te has quitado la espina y me la has clavado a mí. Y duele.
—Lo siento, Jake. Lo siento.
—No llores. Da igual. Si el matrimonio tiene algún sentido es para que yo te quite las espinas y tú a veces me las quites a mí.
Continuaron allí juntos en la oscuridad de la habitación. La luz de las farolas reflejada en la nieve bastaba para ver. No dijeron nada más.
Al cabo de un rato la respiración de Jake cambió: se había dormido. Zoe también se durmió, pero despertó poco después al oír fuera el suave sonido de los cascabeles de un arnés.
Eran los cascabeles de un animal de tiro, una distracción para los turistas. Zoe lanzó una mirada a la silueta dormida de Jake y bajó los pies al suelo. Los cascabeles ya no se oían. Se acercó a la ventana.
Desde que se habían trasladado a esa habitación en el otro lado del pasillo, la ventana daba a la calle donde estaba la entrada del hotel. Y allí vio la forma colosal y sombría de un percherón negro de magnífica musculatura enganchado a un enorme trineo. Era un macho de costados lustrosos, negro como el carbón y reluciente a causa del sudor. El aliento se le condensaba ante el hocico en el aire frío como el vapor de una locomotora antigua en un andén. Magníficas plumas adornaban sus cascos, y en la cabeza lucía un penacho de vivo color carmesí que, a la luz de la luna, era idéntico a la sangre derramada. El caballo mordisqueaba el bocado de plata, pero, por lo demás, permanecía totalmente inmóvil, como si esperara.
Zoe ahogó una exclamación al verlo. Retrocedió, tendiendo una mano espontáneamente hacia Jake para despertarlo, pero cambió de idea. Envolviéndose con una manta, se apresuró a abandonar la habitación y bajar en ascensor al vestíbulo. Descalza, salió corriendo a la nieve, casi ajena al frío.
Aún nevaba: copos grandes y blandos, algunos arracimados ya antes de caer. El percherón permaneció inmóvil cuando ella se acercó, sin reconocer su presencia.
Era descomunal, de cruz poderosa y musculosos cuartos traseros. Zoe entendía lo suficiente de caballos para calcular que se hallaba ante un ejemplar de unos veinte palmos ecuestres de altura. Si bien el animal no estaba ensillado, para encaramarse a semejante criatura habría necesitado una escalerilla. Zoe apoyó una mano en el costado del caballo, una mano minúscula en comparación, y percibió el calor del pelo y los músculos. Los copos se disolvían nada más tocar sus flancos vaheantes. Llevaba hileras de pequeños cascabeles cosidas al arnés de cuero lustrado, y cada cascabel tenía grabado en el metal un emblema: un copo de nieve de seis puntas.