Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga
Subieron en un ascensor que los conduciría, pensó Travis, al puente de la nave o a una especie de sala de interrogatorios. En cualquier caso, pudo ubicar las celdas de los esclavos en el centro y en torno a los niveles inferiores de la nave, lo cual era una buena noticia: cerca de la tierra había más posibilidades de escapar, en caso de que se presentase la oportunidad. Y así sería.
Las puertas del ascensor se abrieron a otro pasillo completamente desierto. Tenía menos puertas y estas se encontraban a más distancia unas de otras. Darion se detuvo ante una de ellas.
—Ábrete —dijo.
—Bienvenido, lord Darion —contestó la puerta, obedeciendo con diligencia.
—Entra, terrícola —dijo el cosechador, con un tono más propio de una solicitud que de una orden, por lo que le pareció a Travis.
—¿Adónde?
—A mis aposentos. Por favor.
Los cuales, por sorprendente que fuese, realmente invitaban a pasar. Travis esperaba una decoración espartana, una austeridad propia de barracones, pero la habitación en la que entró era cálida y acogedora. Tenía sillas cómodas, una mesa con comida y agua, un escritorio con un ordenador integrado, una ventana tintada que se extendía desde el suelo hasta el techo con vistas al valle… Travis incluso pudo ver una de las puntas de la nave asomando por la derecha. Varias puertas conducían a otras habitaciones, pero el aspecto más notable era la decoración. La estancia estaba llena de sorprendentes y hasta surrealistas objetos y obras de arte, pequeños la mayoría de ellos, pero todos intrincados y delicados, elaborados con precisión, sensibilidad y cariño. Un casco que podría haber llevado Aquiles, esculpido en cristal del color del jade. Miniaturas de criaturas que sin duda existían en algún lugar pero que jamás vivieron en la Tierra, algunas de ellas titilantes, como hechas a partir de luz insustancial. Jarrones que cambiaban de color y forma, buscando por sí mismos una perfección inalcanzable. Una de las paredes estaba cubierta de imágenes de mundos lejanos en los que se retrataban los distantes planetas que Travis había visitado brevemente a través del holograma durante el procesamiento. El cuadro central, animado, mostraba a dos soles gemelos trazando arcos por un cielo escarlata, condensando días en segundos, sobre un paisaje lleno de vida. Travis concluyó que ninguno de aquellos artefactos era el producto de la creatividad de los cosechadores, pues los esclavistas de la Tierra nunca habían sido famosos por su amor al arte, por lo que le resultaba incongruente que Darion hubiese convertido sus aposentos en una galería. Travis se preguntó por qué habría hecho algo así.
Se volvió hacia el alienígena. No podía estar seguro, obviamente, pero lord Darion le parecía joven, más joven que el comandante Shurion, más joven que los evaluadores, como de unos veintitantos años, si es que la edad de los cosechadores era comparable a la de los humanos. Los otros alienígenas con los que se había encontrado Travis le sacarían, como poco, diez o quince años. Así que pertenecían a generaciones distintas.
—Ahí tienes un cuarto de baño —le indicó el alienígena—. Puede que quieras utilizarlo. La comida que he hecho preparar también es para ti.
Travis se dio cuenta de lo sediento y hambriento que estaba, pero aun así fue cauteloso con respecto a las viandas.
—¿Por qué?
—¿Crees estar en posición de hacer tales preguntas, terrícola?
No le faltaba razón. Así que Travis aprovechó la hospitalidad de Darion. Bebió a tragos algo parecido a un zumo y se abalanzó sobre la comida, una carne similar a un filete. El alienígena no le quitó los ojos de encima y siguió apuntándolo con el arma, como si el castigo por no terminarse el contenido del plato fuese de lo más severo.
—¿Cómo te llamas, terrícola? —preguntó Darion cuando el prisionero hubo terminado.
—¿Quieres saber mi nombre? —Travis no pudo evitar ponerse a la defensiva.
—Yo soy Darion, del linaje de Ayrion de las Mil Familias.
—¿Qué es esto, una especie de truco? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Querías ablandarme con esta comida? ¿Dónde están mis amigos?
—Tus amigos están en las celdas para esclavos —dijo Darion—, y tus sospechas son comprensibles. Sin embargo, esperaba que nuestra conversación fuese, al menos, civilizada.
—¿Civilizada? ¿Después de lo que nos habéis hecho? —Tener el estómago lleno alimentó la rabia de Travis—. O estás loco, o para los cosechadores esa palabra tiene otro significado.
El alienígena suspiró.
—Quizá, ya que estás tan preocupado por tus amigos, deberías volver con ellos.
Idiota
, pensó Travis para sí. Tenía que controlar la ira, mantener sus emociones bajo control. Aprovecharse de aquella inesperada entrevista. Darion debía de tener sus motivos. Tenía que descubrir cuáles eran. Escuchar y aprender.
—Travis —dijo rápidamente—. Me llamo Travis Naughton.
—Travis Naughton. —Darion asintió, agradeciendo el gesto—. Si bajo mi subyugador, Travis —dijo, refiriéndose al arma de energía—, ¿puedo confiar en que no intentes nada imprevisible?
—¿Quieres decir, si intentaré escapar?
—Fracasarías.
—Ya he huido de ti antes. O de alguien como tú. En la colina.
—Pero ahora no estamos en la colina —dijo Darion—. Pantalla, muéstrame los criotubos.
La cuarta pared de la habitación, completamente desprovista no ya de arte alienígena, sino de cualquier tipo de adorno, demostró la razón de su sencillez. De pronto, Travis se encontró mirando a otra parte de la nave, una sección de carga, al parecer. Una ingente cantidad de cilindros largos y transparentes estaban alineados por cientos, conectados entre ellos por otros tubos más estrechos y unidos a altas paredes en las que parpadeaban instrumentos, los cuales a su vez monitorizaban los cilindros por algún motivo que Travis no podía imaginar. Todos aquellos receptáculos parecían vacíos. Pero no era así: con una orden de Darion, la pantalla los guió a través de aquel lugar. Varios tubos estaban ocupados.
Por fin supo dónde estaban Giles, Hinkley-Jones, Tolliver y Shearsby.
Llevaban puesta una única prenda gris parecida a un mono de trabajo y descansaban bocarriba, con las manos cruzadas sobre el pecho, y los ojos y boca cerrados. Parecía que estuviesen en el interior de un ataúd. Con el tiempo, pensó amargamente, lo desearían.
—Pantalla, pausa —dijo Darion, con un tono casi piadoso.
—¿Qué les has hecho?
—Tus amigos están siendo almacenados en un estado de animación suspendida en el interior de los criotubos —explicó el cosechador—, listos para ser transferidos a una de nuestras naves esclavistas más grandes que orbitan la Tierra. Una vez llenas, esas naves los transportarán al mercado de esclavos de nuestro mundo natal para su venta. Ese es el destino final que os espera a todos vosotros. Observa cuántos criotubos quedan por llenar.
Travis lo vio. Y se estremeció.
—¿Por qué me enseñas esto?
—Es fundamental que reconozcas lo desesperado de vuestra situación, Travis Naughton.
Quiso responder que nunca había que perder la esperanza. Pero, como sospechaba, esa altiva afirmación no solo resultaría contraproducente sino que, dada su posición, no sonaría convincente en absoluto.
—¿Voy a necesitar mi subyugador? —El adolescente negó con la cabeza—. Me alegro. —Darion devolvió el arma a su funda.
—Van a… quiero decir, mis amigos, los que están en los criotubos… ¿van a estar bien?
—Para ellos es como si estuviesen durmiendo. No sufrirán ningún daño. A los cosechadores no les gusta estropear la mercancía.
—¿Mercancía? —Travis dejó entrever su amargura a través de su tono—. Somos personas, Darion. —Omitió el título del alienígena a propósito. Darion no pareció darse cuenta, o quizá no le importó.
—Para mi gente sois esclavos, y los esclavos son mercancía. Mercancía valiosa, cierto, pero al final, poco más que cargamento.
—Vosotros enviasteis la enfermedad, ¿no es así?
—Efectivamente.
—Entonces sois unos bastardos. Todos vosotros.
Darion miró hacia otra parte, como si sus ojos carmesíes no quisiesen entablar un debate sobre aquel asunto bajo la mirada azul de Travis.
—Pantalla, apágate.
—¿Sabes cuántas muertes habéis causado? ¿De cuánto dolor y sufrimiento sois responsables? ¿Cómo podéis…? Y esto ni siquiera es nuevo para ti, ¿verdad que no? Habéis hecho esto antes, ¿a que sí? —Travis, al menos durante aquel rato, ni siquiera estaba enfadado, sino horrorizado, incrédulo y atónito por la magnitud de los acontecimientos—. ¿Cuántas veces? ¿Cuántos mundos?
—Muchos —reconoció el cosechador—. Así funciona mi raza. Viajamos por la galaxia en busca de planetas cuyos habitantes son adecuados para la esclavitud. Una vez hemos identificado a nuestras víctimas, eliminamos a la población adulta con enfermedades, un método mucho más eficiente que las guerras abiertas en las que solíamos embarcarnos. Nuestros científicos diseñaron el núcleo biológico del virus cosechador… lo personalizaron, si lo prefieres, para que su virulencia estuviese limitada a la especie dominante de cada mundo objetivo; la enfermedad, como tu especie la llamó, solo afecta a la fisiología humana. —Darion hablaba lentamente, sin mostrar placer u orgullo—. Así, cuando consideramos que es el momento de descubrirnos y descender de las estrellas, los únicos supervivientes de la población indígena, los únicos que podrían resistir nuestra llegada, son jóvenes e inmaduros, están traumatizados, desorganizados e indefensos. Son esclavos, listos para ser cosechados por nuestros recolectores. Ya has visto cómo funcionan. Son las naves del rayo tractor que despliegan las vainas de batalla.
—Ah, sí, vaya si los vi —dijo Travis—. Seguro que estáis muy orgullosos.
Darion volvió a mirar al adolescente y en su mirada solo había vergüenza.
—Esclavitud y muerte, Travis —dijo, apesadumbrado—. Ese es nuestro camino.
—¿Y qué pasará cuando nosotros también empecemos a desarrollar la enfermedad y a morir? —Travis dejó escapar una socarrona carcajada—. Eso le quitaría valor a vuestra mercancía. ¿O es que vuestros fantásticos científicos ya han desarrollado algo para que no cumplamos los dieciocho? Pero me da que no lo han hecho, ¿verdad que no? Eso sería prolongar la vida y solo parecen interesados en eliminarla.
—No es necesario manteneros jóvenes —dijo Darion—. La enfermedad no os supone ningún peligro.
—¿Ni siquiera cuando tengamos edad para contraerla?
—No entiendes cómo funciona, Travis. Deja que te lo explique… La enfermedad es, básicamente, un virus aerotransportado que se adhiere a las células del huésped, como cualquier otro, como el de vuestra gripe, por ejemplo. Sin embargo, mientras que otros virus no disciernen entre huéspedes y atacan a todas las células con las que entran en contacto, el virus cosechador se comporta de otro modo. Ha sido diseñado a nivel biológico…
—Por vuestros científicos —interrumpió Travis, socarrón—. Les gusta mantenerse ocupados, ¿eh?
—Por nuestros científicos, sí. —Si el sarcasmo fuese una enfermedad, Darion sería inmune a ella—. Diseñados a nivel biológico para atacar exclusivamente a aquellas células que igualen o excedan una determinada edad.
—¿Y cómo hace eso? ¿Le pregunta educadamente a la célula cuántos años tiene?
—El envejecimiento de cualquier organismo se debe a un deterioro celular. El virus cosechador ha sido programado mediante nanotecnología para medir el grado de degradación de las células con las que entra en contacto. Vuestros cromosomas, las estructuras que transportan vuestros genes, están protegidos en los extremos por lo que vosotros llamáis telómeros.
—Esto es como volver al colegio —protestó Travis, como si no le interesasen las explicaciones del alienígena—. También nos explicaron lo que era la esclavitud. —Pero en realidad estaba escuchando atentamente, absorbiendo cada palabra.
—Con el paso del tiempo, los telómeros se desgastan y acumulan daños, de modo que la célula pasa a ser más vulnerable y menos saludable… provocando el envejecimiento del organismo. El objetivo inicial del virus cosechador es examinar el estado de los telómeros de su huésped: su grado de decadencia revela la edad del objetivo, de modo que si estos se han deteriorado a partir de cierto punto, el virus está programado para atacar la célula, infectándola, dando lugar a los síntomas de la enfermedad y conduciendo, de forma inevitable, a la muerte. Ni siquiera nosotros poseemos una cura. Como ya habéis aprendido, la edad aproximada a la que las células humanas se vuelven vulnerables a la enfermedad es de dieciocho años. Pero, como te he dicho, Travis, no tenéis que preocuparos sobre qué os ocurrirá cuando seáis vosotros los que cumpláis dieciocho. Si los telómeros del huésped son lo bastante sanos como para resistir el primer contacto con la enfermedad, el virus deja de ser letal, permitiendo al cuerpo desarrollar una inmunidad del mismo modo que vuestras vacunas os ayudan a defenderos de las enfermedades nativas de vuestro planeta.
—Entonces puedo seguir preparando la fiesta de mi decimoctavo cumpleaños —dijo Travis—. Pero deja que te diga una cosa: a ti no te pienso invitar.
—No espero que hagas otra cosa que odiarme, Travis —dijo Darion—. Yo sentiría lo mismo, de estar en tu lugar.
Esa no era la reacción que Travis esperaba. Aún tenía sus reservas con respecto a Darion, pero parecía existir la posibilidad de que aquel cosechador vestido de oro fuese distinto al resto en algo más que el color de su armadura.
—Parece que sabes un montón de cosas sobre la Tierra —dijo Travis.
—Por necesidad. Una vez seleccionamos un mundo para esclavizar, nos preparamos durante años, años de estudio y observación desde el espacio antes de estar listos para golpear. Por ejemplo, hablo fluidamente doce idiomas terrestres.
—¿Y cómo sabéis tanto de la biología humana? Eso no podéis aprenderlo desde el espacio.
—Mediante abducciones —dijo Darion—. Y experimentos.
Travis se estremeció.
—Y supongo que enviasteis la enfermedad a la Tierra en cilindros. Encontramos uno.
—Correcto. Son dispositivos lo bastante pequeños como para no llamar la atención de vuestras autoridades hasta que fuese demasiado tarde.
—¿Y los ojos voladores? —Recordó la historia de Tilo, que afirmó haber visto un globo volador de metal mientras buscaba provisiones en Willowstock, un ojo que flotaba en el aire, observándola. No la creyó entonces; ahora, sí—. ¿Qué son, instrumentos de vigilancia?