La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (10 page)

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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Tilo ahogó un grito. Los planetas cuyas superficies había rozado eran increíbles. Ciudades en el cielo sobre océanos de magma. Civilizaciones talladas en las paredes rocosas de montañas a cientos de kilómetros de altura. Paisajes dorados, rojos y azules. Mundos con tres soles y mundos sin ninguno. Los productos de una creación que iba más allá de lo comprensible por su madre o por los Hijos de la Naturaleza. ¿Era aquello lo que los esperaba, tales maravillas? Y los seres vivos pertenecían a miles de especies distintas. Criaturas pétreas, enormes y grises. Criaturas de aire, apenas sustanciales, bailando bajo la luz como rayos de sol. Razas con alas de murciélago, con caparazones de cangrejo, con picos de pájaro, con escamas de pez, feas y preciosas, y extrañas.
Vida
, pensó Tilo. Incluso a las puertas de la muerte. En algún lugar, de algún modo, la vida saldría adelante. Con toda su diversidad, su variedad y su esplendor. Y ella también saldría adelante. Tilo viviría y lo haría al máximo.

Los alienígenas no impresionaron a Mel. Al principio la sobresaltaron, al igual que su
tour
holográfico por la galaxia, pero comprendía lo que estaba pasando y eso la ayudó a distanciarse de las imágenes que se sucedían ante ella. Aquellas eran las razas a las que los cosechadores ya habían conquistado, a las que ya habían esclavizado, así que no había ningún motivo para temerlas. Eran los perdedores del universo. Resultaba obvio que el procesamiento no era más que un método para comprobar si sería capaz de sobreponerse al sentimiento de separación que sus captores esperaban que sintiese. Sería capaz de hacerlo. Lo conseguiría. Incluso aunque aquellos bichos de los tentáculos y las bocas con forma de rastrillo acabasen siendo sus compañeros de celda. Ella no era ninguna niña llorona y quejica. Mel podía cuidarse sola. Se sobrepondría. Siempre y cuando tuviese a Jessica a su lado. Y a Travis. Siempre y cuando los dos estuviesen con ella.

Y más allá de los hologramas, pero en el interior de las celdas, los evaluadores comprobaron las lecturas, extrajeron conclusiones, elaboraron perfiles. La mujer con el pelo largo y negro: perfectamente capaz de sobrevivir gracias a su fuerza de voluntad, pero también susceptible de volverse insolente; el castigo físico cuando fuese necesario curaría aquella tara. La mujer con el pelo corto y rojizo: respondía de forma positiva a nuevas experiencias, sugiriendo capacidad de adaptación y una mente abierta; con el tiempo podría llegar a olvidar la vida que llevaba en su planeta natal y aceptar su nueva existencia sin reparos. El hombre que sollozaba: de escaso valor físico, demasiado emocional, propenso a la depresión y con pocas posibilidades de salir adelante en sus nuevas circunstancias. El hombre de pelo corto: poseedor de un físico impresionante, pero extremadamente limitado a nivel intelectual, apropiado para sencillas tareas manuales y nada más; las minas estelares pagaban bien por especímenes como él. El hombre rubio: le costaría superar la pérdida de su hogar y la destrucción de su modo de vida, pero se trataba, en esencia, de un conformista poco dado a rebelarse una vez familiarizado con sus nuevas expectativas y patrones de conducta; un mandado, un fiel cumplidor de las normas. La mujer rubia: de dudosa estabilidad emocional, pero físicamente robusta, la hembra más deseable del grupo de acuerdo a los estándares de belleza humanos; podría resultar atractiva y exótica como meretriz. El hombre de pelo castaño: considerable habilidad para dominar y controlar sus miedos; notable determinación y disciplina; con muchas opciones de resultar rentable en el mercado adecuado, debía ser sujeto a estrecha vigilancia y su tendencia a la autodeterminación, eliminada.

—Evaluación completada. Procesamiento completado.

Travis volvió a oír la voz de los cosechadores antes de verlos. Al instante, el cosmos desapareció y se encontró de vuelta en la realidad. También se acabó la luz roja. El segundo evaluador le quitó el visor.

—Menudo viajecito. —Travis no quería que los alienígenas imaginasen que se había asustado, pero todavía le quedaba algo de miedo en el cuerpo. Si el examen había concluido, ya debían de tener los resultados—. ¿Cómo lo he hecho?

—En algunas culturas telépatas —bufó el primer evaluador—, un esclavo sin lengua es una posesión muy valorada. Ten cuidado, no vaya a ser que tu verborrea te convierta en candidato a tal posición.

Travis pensó, mientras apretaba los dientes, que por lo menos aquellas palabras sugerían que los cosechadores estaban pensando en venderlo. Lo que significaba, a su vez, que iban a mantenerlos vivos. Es decir, que aún tenían una oportunidad de escapar. Ojalá supiese cómo.

La puerta de la celda de evaluación se abrió. Por ella entró un tercer cosechador. Travis no estaba seguro de quién se sorprendió más ante aquella, según parecía, inesperada intromisión, si él o los dos evaluadores. Los segundos se pusieron todavía más pálidos, aunque costase notar la diferencia dada la pigmentación natural de su piel. El motivo de su reacción era un misterio; su evidente sorpresa, no.

El recién llegado vestía una armadura dorada.

—Lord Darion. —El primer evaluador se golpeó el pectoral con el puño derecho e inclinó la cabeza—. Es un honor recibirlo.

—Seguro que sí —dijo el cosechador vestido de dorado.

—¿En qué podemos servirlo, lord Darion?

—Para empezar, continuando con su trabajo.

Los evaluadores obraron con rapidez, quitando los sensores del cuerpo de Travis, liberándolo de correas y ataduras. No hubo ninguna objeción cuando dejó caer los brazos.

Así que el color de la armadura estaba ligado al rango y el dorado denotaba una posición superior. Quizá el oro simbolizase el valor y el estatus por toda la galaxia. ¿Y acaso era él el guerrero de los cosechadores que no consiguió capturarlo en la colina Vernham? El visitante ya no llevaba el casco personalizado (que Travis hubiese reconocido al instante), por lo que le resultaba imposible corroborar su identidad. De hecho, dudó que pudiese diferenciar a los alienígenas a partir de su aspecto físico. Pero ese tal lord Darion podría ser aquel guerrero. ¿Se acordaría el cosechador de él?

¿Sería ese el motivo por el que se encontraba allí?

Cuando lord Darion dirigió su mirada a Travis, no hizo ningún gesto que denotase familiaridad. Quizá, eso sí, una mueca de lástima.

—Ha terminado el procesamiento, ¿no es así? Entonces el terrícola puede vestirse.

—Por supuesto, lord Darion. —El primer evaluador, que reservaba su desprecio para quienes le resultaban inferiores, se dirigió a un panel tras una de las siluetas. Pulsó un botón y este se separó en dos mitades, revelando un pequeño compartimento. El alienígena extrajo su contenido, una túnica y unos pantalones, ambos doblados, y botas, grises como la ropa. Le entregó la indumentaria a Travis—. Póntelos, esclavo.

Travis obedeció de buena gana. Aquella vestimenta no era lo que se dice un traje a medida, pero era cómoda. La túnica y los pantalones no parecían haber sido vestidos por nadie en el pasado, y las botas olían a cuero nuevo. Quizá los cosechadores elaborasen los uniformes para sus esclavos mientras llevaban a cabo el procesamiento.

—Podéis marcharos —dijo lord Darion a los evaluadores.

—Pero lord Darion, ¿y el esclavo…?

—Exijo una entrevista en privado con el terrícola. Yo mismo lo devolveré a las celdas cuando haya acabado con él.

—Sí, lord Darion. —Los dos evaluadores hicieron el saludo protocolario, llevándose el puño al pecho y agachando la cabeza.

Ambos abandonaron la celda.

Vestido de nuevo, Travis se sintió mucho más confiado, menos vulnerable. ¿O acaso se estaba engañando a sí mismo? ¿Acababa de mejorar la situación o solo había empeorado?

—Vendrás conmigo —dijo el cosechador.

—¿Seguro? —
Arriésgate. A ver qué contesta
.

—Vendrás. —El alienígena extrajo un arma de una cartuchera a la altura de su muslo. Travis ya había visto aquel modelo antes, aunque la pistola que le disparó en Harrington era negra, no dorada—. O en esta ocasión, no fallaré.

Simon estuvo a punto de echarse a llorar de alivio cuando le entregaron la ropa para que se vistiese. Ya que, según parecía, el procesamiento había concluido, quizá lo peor ya hubiese pasado. Por Dios, eso esperaba. Ojalá le hubiesen devuelto las gafas. Los alienígenas que lo evaluaban no las mencionaron y él no se atrevió a preguntar por ellas.

Los pasillos de la nave por los que estaba siendo conducido parecían llenos de una especie de niebla. Supuso que lo llevaban a las celdas. Con Travis y Antony. Con las chicas.

Tenía razón en lo de las celdas.

—Entra, esclavo —le ordenó el evaluador que tenía detrás, y él no necesitó la motivación adicional de ser encañonado con un arma de energía para obedecer. Pero era una celda distinta a aquellas en las que había estado alojado, por así decirlo, anteriormente, algo que pudo deducir hasta con su limitada vista. Estaba tan despejada y vacía como el resto, pero el techo estaba compuesto por paneles y la estancia era más bien pequeña.

Quizá se tratase de un espacio para grupos más reducidos.

Con él había otras ocho personas. Travis no estaba. Ni Antony. Ni Mel, ni Jessica, ni Tilo. Ninguno de los niños al cuidado de Tilo. Ni siquiera Coker. Sus compañeros de celda estaban sentados o tumbados con desgana en el suelo, todos ellos vestidos con las mismas ropas grises. El único miembro del grupo al que Simon conocía por su nombre era un estudiante de Harrington llamado Digby. Digby estaba un poco rellenito, al igual que un par de niños encarcelados con él. Y varios de ellos habían llevado gafas. Y uno estaba tosiendo sin hacer mucho ruido en una esquina. Y las únicas dos chicas presentes eran canijas y pálidas y se abrazaban la una a la otra como si esperasen lo peor.

No eran las únicas. Simon sintió el miedo trepándole por la columna. Nunca se había hecho la menor ilusión acerca de su desarrollo físico o su potencial. Y tampoco es que sus compañeros de celda pareciesen de los que se eligen en primer lugar cuando se están formando equipos de fútbol. Recordó las ominosas palabras del comandante: «Debemos determinar si sois lo bastante fuertes para sobrevivir a lo que os espera».

Entonces, ¿qué pasaría si había sido enviado a la celda de los débiles?

—Digby. Digby, ¿dónde está Travis?

El chico de Harrington negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Y Antony? ¿Has visto a Antony? ¿Y a Jessica Lane?

—Solo estamos nosotros, Satchwell —contestó Digby, apesadumbrado.

—No. —Y Simon supo el motivo.

—Prisioneros terrícolas. —Otra vez la voz átona de los cosechadores—. Habéis sido juzgados como incapaces de soportar las dificultades de una vida de esclavo. Habéis fallado el procesamiento. Por lo tanto, ya no nos sois de ninguna utilidad.

—No… no podéis…

—Por lo tanto, rezad a los dioses de vuestra gente para que reciban vuestras almas.

—¡No! —gritó Simon—. ¡No!

—Vais a morir.

4

Es complicado tener la cabeza despejada con un guerrero alienígena encañonándole a uno en la espalda con un arma de energía, pero Travis hizo lo posible por ello. El conocimiento podía resultar clave para sobrevivir. Por lo tanto, mientras lord Darion lo conducía a través de los pasillos de la nave de los cosechadores, el adolescente tuvo los ojos bien abiertos y las ideas en su sitio.

Un par de cosas que considerar. Visto de cerca era evidente que, después de todo, lo que llevaban los alienígenas no eran armaduras como las del rey Arturo, no eran trajes de hierro. Si el material del que estaban hechas era metal, se trataba de una aleación desconocida en la Tierra. Ligera y flexible, se parecía más bien al kevlar, como las armaduras que llevaban los antidisturbios cuando los veía por las noticias o en programas de televisión. Estaba casi seguro de que los cosechadores llevaron protecciones de metal en algún punto de su historia antigua, pero los avances tecnológicos habían convertido aquellas primitivas protecciones en obsoletas mucho tiempo atrás. El hecho de que su actual indumentaria aún rindiese homenaje a la protección de antaño le pareció a Travis propio de una cultura militarista y obsesionada con la tradición y el legado, orgullosa de su pasado marcial. Sería una estupidez esperar compasión de los cosechadores.

Por otra parte, estaba empezando a ubicarse. Lord Darion lo estaba conduciendo en la misma dirección, y al rato la naturaleza de los pasillos cambió. Las duras superficies metálicas pasaron a estar teñidas de azul conforme dejaban las celdas atrás. Las puertas dejaron de aparecer y desaparecer al antojo de los cosechadores, pasando a comportarse de una forma mucho más convencional y quedándose quietas donde debían. Había anotaciones en lenguaje alienígena escritas en las paredes: Travis no entendía su significado, obviamente, pero reconoció su parecido con las marcas en el extraño cilindro que Antony le llevó a ver tras su llegada al colegio Harrington, el cilindro que había atravesado las paredes de la granja en su descenso a la tierra. Pensaron que provenía de una potencia extranjera; entonces Travis cayó en la cuenta de que en realidad era de origen extraterrestre.

Otros alienígenas pasaron ante ellos, vestidos de rojo la mayoría y unos pocos de negro; todos ellos saludaron a lord Darion llevándose el puño al pecho y bajando los ojos en señal de respeto, sin siquiera pensar en, o atreverse a, preguntar qué hacía un cosechador conduciendo a un esclavo terrícola por una zona de la nave que, evidentemente, ya no era la sección de las celdas. No se encontraron con ningún otro alienígena vestido de dorado.

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