Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Siempre se incluía a los niños en las actividades comunitarias. Se los animaba a participar en los bailes y los cantos que formaban parte de las distintas festividades, y a algunos se les daba bastante bien y se los estimulaba aún más. Los conceptos abstractos como las palabras de contar generalmente se adquirían sin un proceso formal, por medio de la narración de cuentos, los juegos y la conversación, si bien un zelandoni o más de uno se llevaban de vez en cuando a un grupo de niños para explicarles o enseñarles algún concepto o actividad en concreto.
—Normalmente voy a montar con Jondé —dijo Jonayla—. ¿Puede venir él también?
Ayla vaciló por un momento.
—Supongo que sí, si él quiere.
—¿Dónde está Jondé? —preguntó Jonayla, mirando alrededor, al caer en la cuenta repentinamente de que no estaba allí.
—No lo sé —contestó Ayla.
—Antes siempre estaba aquí cuando me iba a dormir. Me alegro de que hayas venido, madre, pero me gusta más cuando estáis los dos —dijo Jonayla.
La idea resonó en la mente de Ayla: «Sí, a mí también, pero él quería estar con Marona».
Cuando Ayla despertó a la mañana siguiente, tardó un momento en recordar dónde estaba. El interior de la estructura le resultaba familiar; había dormido con frecuencia en otras similares. De pronto tomó conciencia. Estaba en la Reunión de Verano. Miró hacia el lugar donde solía dormir su hija. Jonayla ya se había ido. La niña solía despertarse de repente y se levantaba de la cama al cabo de un instante. Ayla sonrió y miró a un lado, hacia el sitio de Jondalar. No estaba allí, y era obvio que había pasado la noche fuera. De pronto todo la asaltó de nuevo. Sólo de pensar dónde podía estar le escocieron los ojos por las lágrimas que amenazaron con derramarse.
Ayla había aprendido la mayoría de las costumbres de su pueblo adoptivo, y había oído historias y leyendas que ayudaban a explicarlas, pero no había nacido dentro de esa cultura y no tenía inculcado el comportamiento correcto. Conocía la actitud general hacia los celos, pero sobre todo en referencia a la falta de control de Jondalar en su juventud. Sintió que debía demostrar que era capaz de contener sus emociones.
Su experiencia en la cueva había sido una prueba física y emocional tan desgarradora que le costaba pensar con claridad. Temía acudir a alguien en busca de ayuda, temía que eso revelara que, como Jondalar, era incapaz de controlarse. Pero sentía tal desconsuelo que, inconscientemente, deseó devolver el golpe, hacerle sentir a él ese mismo dolor. Ayla sufría, y quería hacerlo sufrir a él, obligarlo a arrepentirse. Incluso se planteó regresar a la cueva y rogar a la Madre que se la llevase, sólo para causar dolor a Jondalar.
Contuvo las lágrimas. «No lloraré», pensó. Había aprendido a reprimir el llanto hacía mucho tiempo, cuando vivía con el clan. «Nadie sabrá cómo me siento», se dijo. «Actuaré como si nada hubiera pasado. Visitaré a mis amigos. Participaré en las actividades. Me reuniré con los demás acólitos. Haré todo lo que debo hacer.»
Ayla permaneció despierta, haciendo acopio de valor para levantarse y afrontar el día. «Tendré que hablar con la Zelandoni y contarle lo que ocurrió en la cueva. No será fácil ocultárselo. Ella siempre acaba sabiéndolo todo. Pero no quiero que lo sepa. No puedo decirle que sé cómo son los celos.»
Todos los que compartían la tienda con ellos se dieron cuenta de que había sucedido algo entre Jondalar y Ayla, y en su mayoría se formaban ya una clara idea de lo que era. Pese a que él creía haber actuado con discreción, todo el mundo conocía lo suyo con Marona; esta disfrutaba alardeando de ello. Se habían alegrado de ver aparecer a Ayla con la esperanza de que las cosas volvieran a la normalidad. Pero no fue difícil sacar conclusiones cuando Ayla se ausentó toda la tarde; Marona, despeinada, volvió a hurtadillas por un camino distinto, recogió sus bártulos y se marchó; y Jondalar regresó visiblemente alterado y esa noche no durmió en su alojamiento.
Cuando por fin Ayla se levantó, fuera varias personas tomaban la comida de la mañana, sentadas en torno a un fuego. Aún era temprano, más de lo que ella creía. Ayla se unió al grupo.
—Proleva, ¿sabes dónde está Jonayla? Le prometí que hoy la llevaría a montar, pero antes tengo que hablar con la Zelandoni —dijo Ayla.
Proleva la observó atentamente. Esa mañana lo llevaba mucho mejor, y alguien que no la conociese tal vez no advirtiera que le pasaba algo, pero Proleva la conocía mejor que muchos.
—Jonayla se ha ido otra vez a ver a Levela. Ha pasado mucho tiempo allí, y a Levela le encanta. A esa hermanita mía le ha gustado tener alrededor un campamento lleno de niños desde que nació, creo —explicó Proleva—. La Zelandoni me ha pedido que te dijera que quiere verte cuanto antes, y que estará disponible toda la mañana.
—Iré después de comer, pero creo que de camino pasaré a saludar a Marsheval y Levela —dijo Ayla.
—Se alegrarán mucho —señaló Proleva.
Cuando Ayla se acercó al campamento, oyó voces infantiles en plena riña.
—Pues has ganado. Me da igual —gritó Jonayla a un niño un poco más alto que ella—. Puedes ganar todo lo que te dé la gana, puedes quedarte con todo, pero no puedes tener un bebé, Bokovan. Cuando sea mayor, tendré muchos bebés, pero tú no podrás tener ni uno. ¡Así que hala!
Jonayla se quedó inmóvil frente al niño, apabullándolo a pesar de la mayor estatura de él. El lobo permanecía casi pegado al suelo, con las orejas hacia atrás, en apariencia desconcertado. No sabía a quién proteger. Aunque el niño era más alto, tenía menos años. Casi parecía un bebé, pero un bebé enorme, de piernas regordetas, cortas y arqueadas, cuerpo desproporcionadamente largo y un amplio pecho que resaltaba a causa de la tripa abultada de bebé. Lobo corrió hacia Ayla en cuanto la vio, y ella lo rodeó con los brazos para apaciguarlo.
Bokovan ya tenía los hombros mucho más anchos que los de su hija, advirtió Ayla. Se fijó también en su barbilla huidiza y la nariz grande, en una cara con un abultamiento en la zona central que realzaba más aún esa nariz. Aunque la frente era recta, no inclinada, se le veía claramente el arco huesudo encima de los ojos; no era enorme, pero allí estaba.
A Ayla no le cabía duda que tenía la marca del clan, incluidos los ojos oscuros y líquidos, pero su silueta no era exactamente del clan. Como su madre, tenía un leve pliegue epicanto que confería un aspecto rasgado a sus ojos, en ese momento anegados en lágrimas. En opinión de Ayla era un niño de una belleza exótica, aunque no muchos coincidían con ella.
El niño corrió hacia Dalanar.
—Dalanar —exclamó el pequeño—. Jonayla dice que no puedo tener un bebé. Dile que no es verdad.
Dalanar cogió al niño en brazos y lo sentó en su regazo.
—Me temo que es verdad, Bokovan —explicó Dalanar—. Los niños no pueden tener bebés. Sólo las niñas tienen bebés cuando son mayores. Pero algún día podrás emparejarte con una mujer y ayudarla a cuidar de sus bebés.
—Pero yo también quiero un bebé —dijo Bokovan, dejando escapar otro sollozo.
—¡Jonayla! Ha sido muy cruel por tu parte decir eso —la reprendió Ayla—. Ven a pedirle perdón a Bokovan. No está bien hacerle llorar así.
Jonayla parecía arrepentida. Desde luego no quería hacerle llorar.
—Perdona, Bokovan —se disculpó.
Ayla estuvo a punto que decirle que él ayudaría a hacer bebés cuando fuera mayor, pero se lo pensó mejor. Ni siquiera había hablado aún con la Zelandoni, y de todos modos Bokovan no lo entendería, pero se compadeció del niño. Se arrodilló ante él.
—Hola, Bokovan. Me llamo Ayla, y quería conocerte. Tu madre y Echozar son amigos míos.
—¿Puedes saludar a Ayla, Bokovan?
—Hola, Ayla —dijo el niño, y luego escondió la cabeza en el hombro de Dalanar.
—¿Puedo cogerlo en brazos, Dalanar?
—No sé si se dejará. Es muy tímido y no está acostumbrado a la gente —contestó Dalanar.
Ayla alargó los brazos hacia el pequeño. Él la contempló muy serio. Tenía en los ojos oscuros y oblicuos una profundidad líquida, y algo más, intuyó Ayla. Él tendió las manos hacia ella, que lo cogió de brazos del hombre. Ayla se sorprendió de lo mucho que pesaba.
—Cuando crezcas serás muy grande, Bokovan. ¿Lo sabías? —Ayla lo estrechó.
—Me sorprende mucho que se haya ido contigo —comentó Dalanar—. Nunca se muestra tan confiado con los desconocidos.
—¿Qué edad tiene? —preguntó ella.
—Cuenta poco más de tres años, pero es grande para su edad. Eso puede ser un problema, sobre todo para un niño. La gente piensa que es mayor de lo que es. De pequeño yo siempre fui alto para mi edad. Jondalar también lo era —contestó Dalanar.
¿Por qué le dolía tanto oír el nombre de Jondalar?, se preguntó Ayla. Debía aprender a superarlo. Al fin y al cabo, si iba a ser Zelandoni, necesitaba mostrar compostura. Se había adiestrado para controlar su mente de muchas maneras distintas, ¿por qué no podía controlarse ahora?
Ayla seguía con el niño en brazos cuando saludó a Levela y Marsheval.
—Tengo entendido que Jonayla ha estado viniendo mucho. Por lo visto, prefiere estar aquí antes que en cualquier otro sitio. Gracias por cuidar de ella.
—Es un placer tenerla con nosotros —dijo Levela—. Mis hijas y ella son buenas amigas, pero me alegro de que por fin hayas podido venir. Ya está tan avanzada la estación que no sabíamos si vendrías.
—Tenía previsto partir antes, pero surgieron imprevistos y no pude —explicó Ayla.
—¿Cómo está Marthona? Todo el mundo la ha echado de menos —dijo Levela.
—Se la ve mejor… y por cierto… —Miró a Dalanar.
Dalanar habló antes de que ella lo preguntara.
—Joharran envió a unos cuantos hombres a buscarla ayer por la tarde. Si ella accede, debería estar aquí dentro de unos pocos días. —Vio la mirada interrogativa en el rostro de Levela—. Van a traerla en una angarilla, si ella se deja. Fue idea de Ayla. Por lo visto, Folara y el joven Aldanor han estado viéndose mucho, y ella pensó que Marthona querría estar aquí si las intenciones de su hija son serias. Sé cómo se sentiría Jerika si se tratase de Joplaya. —La joven pareja sonrió y asintió—. ¿Ya has visto a Jerika y Joplaya, Ayla? —preguntó Dalanar.
—No, pero iba de camino a ver a la Zelandoni, y luego he prometido a Jonayla que iríamos a montar juntas.
—¿Por qué no vienes al campamento de los lanzadonii y te quedas a comer? —invitó Dalanar.
Ayla sonrió.
—Me encantaría —dijo ella.
—Quizá Jondalar pueda venir también. ¿Sabes dónde está?
La sonrisa se borró del rostro de Ayla, advirtió Dalanar con cierta preocupación.
—Lo siento mucho, pero no.
—Bueno, siempre hay mucha actividad en las Reuniones de Verano —señaló Dalanar mientras volvía a coger a Bokovan.
«Sí, y tanto que hay actividad», pensó Ayla mientras seguía su camino para reunirse con los zelandonia.
—No me imaginaba que alguien pudiera ser tan tonto como para creer que podía engañar así a los zelandonia, la verdad —dijo la mujer corpulenta. Ayla y ella estaban sentadas en el interior del gran refugio empleado por los donier con distintos fines—. Gracias por traerme esto. —Se interrumpió brevemente—. Ya sabes que fue Madroman el causante de las complicaciones que tuvimos Jondalar y yo, ¿no? Cuando él era joven y yo su mujer-donii.
—Sí, Jondalar me lo contó. ¿No es por eso que a Madroman le faltan los dientes delanteros, porque Jondalar le pegó? —preguntó Ayla.
—No sólo le pegó. Fue espantoso. Se puso muy violento. Hicieron falta varios hombres para detenerlo. Y por entonces era poco más que un niño. Esa fue la razón principal por la que lo enviaron fuera. Ahora ya ha aprendido a controlarse, pero por aquel entonces sus sentimientos, su ira y su furia eran abrumadores. Creo que ni siquiera era consciente de lo que estaba haciéndole a Madroman. Fue como si hubiese sido poseído por algo que expulsó el elán de su interior. Estaba fuera de sí. —Mientras evocaba lo sucedido, la mujer antes llamada Zolena cerró los ojos, respiró hondo y cabeceó.
Ayla no sabía qué decir, pero esa historia la inquietó. Había visto a Jondalar celoso y alterado, pero nunca tan colérico.
—Probablemente fue para bien que alguien llamara la atención de la zelandonia sobre aquello; yo había dejado que las cosas fueran demasiado lejos —dijo la Primera—. Pero Madroman no actuó de aquella manera porque pensara que era lo correcto. Nos había espiado en secreto y se había comportado así porque estaba celoso de Jondalar. Pero sin duda entenderás por qué empezaba a preguntarme si estaba permitiendo que mis sentimientos personales por lo ocurrido entonces afectaran ahora a mi buen juicio sobre Madroman.
—Me extrañaría que tú cayeras en algo así —señaló Ayla.
—Eso espero. Tenía mis dudas sobre Madroman desde hacía un tiempo. Creo que carece de… algo…, cierta cualidad necesaria para Servir a la Madre, pero fue admitido como acólito antes de ser yo la Primera. Al principio, cuando lo interrogué sobre su llamada, me pareció todo demasiado forzado. Otros varios coincidieron conmigo, pero algunos zelandonia prefirieron concederle el beneficio de la duda. Es acólito desde hace mucho tiempo, y siempre ha anhelado ser zelandoni. Por eso me pareció mejor empezar por un interrogatorio informal, y todavía no lo hemos sometido a la prueba definitiva. Esto que has traído puede ayudarnos a sacar a la luz la verdad. Ese es mi único deseo. Pudiera ser que diera una explicación convincente. Si es así, gozará del reconocimiento debido, por supuesto; pero si ha fingido su llamada, tenemos que saberlo.
—¿Qué le haréis si sus palabras no son ciertas?
—No hay gran cosa que hacer, salvo prohibirle emplear los conocimientos que ha adquirido como acólito e informar a su caverna al respecto. Caerá en desgracia, y ese es un castigo difícil de sobrellevar, pero no hay penalizaciones. Lo cierto es que no ha hecho daño a nadie ni ha cometido ningún delito, excepto mentir. Quizá mentir mereciera un castigo, pero me temo que entonces todos tendríamos que ser castigados —dijo la Zelandoni.
—La gente del clan no miente. No puede. Por su manera de comunicarse, siempre se notaría, así que ni siquiera ha aprendido a hacerlo —explicó Ayla.
—Eso ya me lo habías contado. A veces desearía que las cosas fueran así entre nosotros —comentó la donier—. Esa es una de las razones por las que los zelandonia nunca permitimos la presencia de un acólito cuando iniciamos a un nuevo zelandoni. No sucede a menudo, pero de vez en cuando alguien intenta tomar un atajo. Nunca da resultado. Tenemos maneras de descubrirlo.