Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Vertió un poco de grasa reblandecida en cada uno de los tres candiles de piedra, añadió mechas confeccionadas con setas, y después, en cuanto estas se hubieron impregnado de combustible, prendió fuego a una pequeña rama y las encendió con ella. Encendió también una antorcha y a continuación volvió a guardarlo todo en el morral, que se cargó a los hombros. Encabezando la marcha, entró en la cueva con la antorcha en alto, y uno de los cazadores se situó en retaguardia para asegurarse de que nadie se veía en dificultades o se rezagaba. Era un grupo numeroso, y si no hubiese sido una cueva de acceso relativamente fácil, la Primera no habría permitido la entrada de tanta gente al mismo tiempo.
Ayla iba casi al frente, seguida de la Primera y Jondalar. Bajó la vista y advirtió un trozo de pedernal roto en el suelo, y no mucho más lejos otra hoja de pedernal que parecía entera, pero no los cogió. En cuanto la angosta entrada quedó atrás, el interior de la cueva se ensanchó por ambos lados.
—A la izquierda sólo hay un pequeño túnel muy estrecho —explicó el joven Zelandoni—. Por la derecha se va al pasadizo secundario. Seguiremos todo recto, más o menos.
Mantuvo la antorcha en alto y Ayla volvió la vista atrás. Vio llegar a los demás al espacio más ancho. Intercaladas entre ellos se veían tres luces, los candiles de piedra sostenidos por tres personas. En la negrura total de la cueva, la antorcha y las pequeñas llamas parecían proyectar mucha más luz de la previsible, sobre todo ahora que la vista se le había acostumbrado a la oscuridad. Mientras avanzaban, el pasadizo dobló un poco a la izquierda y luego otra vez a la derecha, pero era un camino bastante recto. Tras ensancharse ligeramente, el pasadizo volvía a estrecharse y el Zelandoni se detuvo. Dirigió la antorcha hacia la pared izquierda, y Ayla vio unos zarpazos.
—En algún momento han hibernado osos en esta cueva, pero yo nunca los he visto —explicó el joven.
Un poco más allá, habían caído pedruscos de la pared o el techo, obligándolos a ir en fila de a uno. Al otro lado de los pedruscos, el Zelandoni volvió a dirigir la antorcha hacia la izquierda. En la pared se veían los primeros indicios claros de presencia humana: decoraban el lugar trazos curvos y espirales realizados con los dedos. Un poco más adelante, el pasadizo volvía a ensancharse.
—A la izquierda está la sala menor, pero allí no hay gran cosa salvo puntos rojos y negros en ciertos sitios —prosiguió el Zelandoni—. Aunque no lo parezca, son muy significativos, pero para entenderlos hay que pertenecer a la zelandonia. Pasaremos de largo.
Siguió adelante y, tras un pequeño giro a la derecha, se detuvo frente a un panel que contenía trazos hechos con los dedos de color ocre rojo y seis huellas digitales negras. El siguiente panel era más complejo. El joven sostuvo la antorcha en alto mientras los demás se reunían alrededor. Allí parecían distinguirse figuras humanas, pero eran imprecisas, casi fantasmales, y había también ciervos y puntos intercalados. Era todo muy enigmático, espiritual, sobrecogedor, y Ayla sintió un escalofrío. No fue la única. De pronto se impuso un silencio absoluto. Hasta que todo el mundo calló, Ayla no se dio cuenta de que hablaban en voz baja.
En la pared de la izquierda se advertía una pequeña proyección, una prominencia. Detrás había un hueco que alojaba un panel. Lo primero que le llamó la atención fueron dos magníficos megaceros perfilados en negro y superpuestos. El que aparecía en primer plano era un macho provisto de una imponente cornamenta palmeada. Tenía el cuello muy grueso por la musculatura que se requería para sostener una carga tan pesada. La cabeza era pequeña en comparación con el poderoso cuello. La joroba en lo alto de la cruz, más parecida a un bulto negro, era, como Ayla sabía por haber descuartizado alguno que otro de esos ciervos gigantes, un nudo compacto de tendones, también necesarios para sostener el peso de la cornamenta que coronaba su cabeza. El megaceros pintado detrás exhibía asimismo el cuello poderoso y la joroba de la cruz, pero no cuernos. Ayla pensó que tal vez fuese una hembra, pero también podía ser un macho que hubiera mudado la cornamenta después del celo de otoño. Pasada la temporada de apareo, no había necesidad de ese despliegue majestuoso con el que los machos mostraban su enorme fortaleza y atraían a las hembras; además, necesitaban conservar sus reservas de energía para sobrevivir al invierno glacial que se avecinaba.
Ayla contempló a los dos megaceros durante largo rato, hasta que de pronto vio el mamut. Estaba contenido en el cuerpo del primer ciervo gigante, y no era un mamut entero, sino sólo la línea de la espalda y la cabeza, pero esa forma tan característica bastaba para reconocerlo. Se preguntó cuál de los dos habrían pintado antes, el mamut o el megaceros. Al verlo, decidió examinar más detenidamente el resto de la pared. Por encima del lomo del primer megaceros y frente a la cabeza del segundo, había perfilados en negro otros dos animales, también dibujados sólo parcialmente. Uno era una imagen lateral de la cabeza y el cuello de una cabra montesa, con sus dos cuernos en arco hacia atrás, y una vista frontal de los cuernos de otro animal semejante a la cabra montesa pero distinto, acaso un íbice o una gamuza.
Un poco más allá llegaron a otra sección de animales perfilados en negro, que contenía otro megaceros con su colosal cornamenta. Se veía asimismo parte de un ciervo de menor tamaño, una cabra montesa y, apenas insinuado, un caballo con las crines erizadas y el principio del lomo, así como otra figura más sorprendente y aterradora: era una silueta parcial, sólo las piernas y la parte inferior de un cuerpo en apariencia humano, con tres trazos que penetraban o salían del trasero. ¿Representaban esos trazos lanzas? ¿Indicaba alguien que un humano había sido cazado con lanzas? Pero ¿por qué pintar una cosa así en una pared? Intentó recordar si alguna vez había visto un animal representado con lanzas clavadas. ¿O acaso el dibujo expresaba alguna otra cosa, algo que salía del cuerpo? La parte inferior de la espalda no era el sitio más lógico donde apuntar para cazar algo. Una lanza en las nalgas, o incluso en la zona lumbar, difícilmente era fatal. Quizá se pretendía expresar dolor, un dolor en la espalda tan intenso como el de una herida de lanza.
Cabeceó. Podía especular tanto como quisiera, pero eso no la acercaría más a la verdadera razón.
—¿Qué significan esas líneas en esa figura? —preguntó al Zelandoni local, señalando la pintura que sugería claramente una forma humana.
—Todo el mundo pregunta lo mismo —contestó él—. Nadie lo sabe. Lo pintaron los antiguos. —Se volvió hacia la Primera—. ¿Tú sabes algo de esto?
—No se menciona nada en concreto ni en las Historias ni en las Leyendas de los Antiguos —contestó la Primera—. Pero sí puedo decir una cosa: el significado de cualquiera de las imágenes presentes en un lugar sagrado rara vez es evidente. Tú mismo sabes que cuando viajas al mundo de los espíritus, las cosas rara vez son lo que parecen. Lo feroz puede ser dócil, y lo más delicado puede ser lo más fiero. No es necesario saber qué significan las imágenes pintadas aquí dentro. Nos basta con saber que fueron importantes para quien las dibujó, o no estarían.
—Pero la gente siempre pregunta. Desea saber —dijo el joven—. Hace suposiciones y quiere comprobar si son ciertas, si han acertado.
—La gente debería saber que no siempre se consigue lo que se desea —respondió la Primera.
—Pero a mí me gustaría contestarles algo.
—Yo te estoy contestando algo. Con eso basta —replicó la mujer.
Ayla se alegró de no haber sido ella quien preguntase lo que había preguntado el joven, aunque había sentido la tentación. La Primera siempre decía a todo el mundo que podían preguntarle cualquier cosa, pero Ayla había observado ya antes que la mujer que era su mentora podía inducir a una persona a sentirse tonta por hacer ciertas preguntas. Se le ocurrió que si bien todo el mundo podía plantearle cualquier duda, no por eso ella conocía necesariamente las respuestas. Pero, como Primera, no podía reconocer abiertamente que ignoraba algo. No era eso lo que la gente quería oír de ella, y aun cuando no siempre respondía a la pregunta, nunca mentía. Todo lo que decía era cierto.
Ayla tampoco mentía. Los niños del clan aprendían a muy corta edad que con su forma de comunicarse era casi imposible mentir. Cuando conoció a las personas que eran como ella, descubrió que a la gente le costaba seguir el hilo de sus propias mentiras, y le pareció que mentir traía más problemas que ventajas. Quizá, en lugar de eso, la Primera había encontrado la manera de evitar una pregunta induciendo a la persona que la planteaba a poner en duda su propia inteligencia por el hecho mismo de formularla. Sin poder evitarlo, Ayla volvió la cabeza y sonrió para sí, pensando que había deducido un rasgo importante acerca de la poderosa mujer de mayor edad.
Y así había sido. La Primera la vio volverse, y alcanzó a detectar el asomo de sonrisa que Ayla había intentado ocultar. Creyó adivinar la razón, y se alegró de que Ayla hubiese vuelto la cabeza. Le daba igual que su acólita descubriese ciertos aspectos de ella, pero prefería no concederle mucha importancia. Tal vez llegase el momento en que ella misma se viese obligada a utilizar estrategias similares.
Ayla volvió a fijar la atención en la pared. El joven Zelandoni se había puesto en marcha otra vez y ahora iluminaba con la antorcha la siguiente sección, que contenía un par de cabras y unos cuantos puntos. Más allá había otras dos cabras, unos puntos y algunas líneas curvas. Parte de los animales y líneas y puntos eran de color rojo; otra parte, negros. Estaban entrando en una pequeña antecámara, donde había cinco puntos negros y rojos y al fondo unos cuantos puntos y líneas rojos. Volvieron a salir del hueco y doblaron un recodo. En la pared de enfrente, había otra figura de aspecto humano en la que entraban o salían varias líneas, siete, que apuntaban en todas direcciones. Era una figura muy rudimentaria, apenas reconocible como humana, sólo que no podía ser otra cosa. Apenas insinuadas, se distinguían dos piernas, dos brazos muy cortos y una cabeza deforme con el contorno pintado en negro. Deseó preguntar a la Primera qué significaba; probablemente ella tampoco lo sabía, pero acaso tuviera alguna opinión al respecto. Quizá más tarde podrían hablar de ello. Esa misma sección incluía cuatro mamuts pintados, muy simplificados, a veces un simple esbozo, lo justo para identificar al animal. Había asimismo cuernos de cabra y más puntos.
—Si nos situamos en el centro de la sala, veremos toda la pared, sobre todo si los que llevan los candiles se quedan cerca —dijo el Zelandoni local.
Todos se reacomodaron hasta ocupar posiciones que les permitieron ver toda la pared de paneles pintados. En un primer momento, se oyó movimiento de pies y carraspeos, murmullos y susurros, pero pronto reinó el silencio y todos fijaron la atención en la pared de piedra que habían examinado de cerca. Al verlo en su conjunto, empezaron a percibir el potencial místico que la roca desnuda había adquirido. Por un momento, en la luz parpadeante de las llamas y tras las volutas de humo de los candiles, las figuras parecieron moverse, y Ayla tuvo la impresión de que las paredes eran transparentes, de que veía a través de la piedra maciza y percibía el vago vislumbre de otro lugar. Sintió un escalofrío, parpadeó varias veces y la pared se volvió sólida de nuevo.
El Zelandoni los condujo otra vez a la salida, mostrando unos cuantos lugares con puntos y señales en las paredes. Al dejar atrás la zona decorada de la cueva y acercarse a la entrada, la luz que penetraba por la abertura confería una apariencia más luminosa al interior. Veían la forma de las paredes y las rocas caídas en el suelo. Cuando salieron, la luz les pareció excepcionalmente intensa después de tanto rato a oscuras. Cerraron o entornaron los ojos en espera de que la vista se les acostumbrase. Ayla tardó un momento en advertir la presencia de Lobo, y un poco más en ver su agitación. El animal soltó un gañido y se encaminó hacia el refugio; de inmediato, se volvió y se acercó nuevamente a ella y lanzó otro gañido antes de trotar una vez más en dirección opuesta.
Ayla miró a Jondalar.
—Ha pasado algo —dijo.
Jondalar y Ayla volvieron corriendo a la caverna detrás de Lobo. A cierta distancia, avistaron a varias personas delante del refugio, en el prado donde pastaban los caballos. Ya más cerca, vieron una escena que podría haber resultado graciosa de no haber sido tan aterradora. Jonayla estaba frente a Gris con los brazos extendidos, como para proteger a la joven yegua, enfrentada a seis o siete hombres armados con lanzas. Whinney y Corredor, detrás de ellos, observaban a los hombres.
—Pero ¿qué hacéis? —gritó Ayla, echando mano a la honda porque no llevaba el lanzavenablos.
—¿Que qué hacemos? Cazar caballos —contestó uno de los hombres. Advirtió el acento extraño de Ayla y añadió—. ¿Quién quiere saberlo?
—Soy Ayla de la Novena Caverna de los zelandonii —contestó Ayla—. Y vosotros no vais a cazar estos caballos. ¿Es que no veis que son caballos especiales?
—¿Qué tienen de especiales? A mí me parecen caballos corrientes.
—Abre los ojos y mira —intervino Jondalar—. ¿Cuántas veces has visto que un caballo se quede quieto ante una niña? ¿Por qué crees que esos caballos no huyen de vosotros?
—Quizá porque son tan tontos que ni se les ocurre.
—Sospecho que aquí el único tonto eres tú, y ni siquiera comprendes lo que ves —repuso Jondalar, enfurecido ante la insolencia del joven que parecía hablar en nombre del grupo. Lanzó un penetrante silbido con distintos tonos. Los cazadores vieron que el corcel se volvía hacia el hombre alto y rubio y trotaba en dirección a él. Jondalar se quedó plantado ante Corredor y armó de manera ostensible el lanzavenablos, aunque no llegó a apuntar con él a los hombres.
Ayla se situó entre su hija y el grupo. Indicó a Lobo que permaneciera a su lado y, con una seña, le dio la orden de proteger a los caballos. El lobo enseñó los dientes y gruñó a los hombres, ante lo cual ellos se apiñaron y retrocedieron unos pasos. Ayla cogió a Jonayla y la montó a lomos de Gris. Luego se agarró a las crines erizadas de Whinney y, de un salto, se sentó en su lomo. A cada movimiento, los cazadores reaccionaban con creciente sorpresa.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó el joven portavoz.
—Ya te he dicho que son caballos especiales, y no deben cazarse —respondió Ayla.