La tierra de las cuevas pintadas (13 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—Será mejor que coja a Jonayla —dijo la joven, encaminándose hacia Marthona—. Probablemente se ha ensuciado y no huele muy bien. Acostumbra hacerlo por la tarde nada más despertarse.

—Así es —corroboró Marthona, sosteniendo a la niña en su regazo, sentada de cara a ella—. No he olvidado cómo se cuida un bebé, ¿verdad, Jonayla? —Hizo el caballito a la niña con delicadeza y le sonrió, y esta le devolvió la sonrisa con suaves gorgoritos—. Es un encanto de criatura —añadió a la vez que se la entregaba a su madre.

Ayla no pudo evitar sonreír a su hija cuando la cogió y vio su sonrisa. La colocó en la manta y aseguró los nudos. Marthona parecía descansada y más briosa cuando se puso en pie, cosa que complació a Ayla. Retrocedieron bordeando el Río del Bosque hasta más allá del recodo y allí empezaron a ascender por esa otra cuesta más llevadera. Cuando llegaron a lo alto, volvieron a dirigirse hacia el norte hasta el pequeño arroyo que vertía sus aguas en el río, más abajo, y desde allí doblaron al oeste. El sol, ya casi en el horizonte, los deslumbraba cuando se acercaron al campamento plantado por las cavernas Tercera y Novena. Proleva, esperando impaciente su llegada, sintió alivio al verlos.

—Os he guardado un poco de comida caliente junto al fuego. ¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó, conduciéndolos a la tienda de viaje que compartían. Se mostró especialmente solícita con la madre de Joharran.

—Hemos retrocedido por el Río del Bosque y encontrado una cuesta más fácil para los caballos, y también para mí —explicó Marthona.

—No creí que los caballos fueran a tener dificultades —comentó Proleva—. Ayla dijo que son fuertes y pueden transportar la carga.

—No es por el peso, sino por esas varas que arrastran —aclaró Marthona.

—Así es —confirmó Jondalar—. Los caballos necesitan un camino más ancho y transitable al subir por una pendiente empinada. Cuando tiran de la angarilla, no pueden girar en curvas muy cerradas. Hemos encontrado un camino que les permitía subir en zigzag, pero para tomarlo había que retroceder un trecho del Río del Bosque abajo.

—Bueno, el resto del camino es llano en su mayor parte y discurre por terreno despejado —informó Manvelar. Joharran y él acababan de reunirse con ellos, y habían oído los comentarios de Jondalar.

—Eso nos facilitará las cosas a todos —dijo Jondalar—. Mantén caliente nuestra comida, Proleva. Tenemos que descargar los caballos y encontrarles un buen sitio para pastar.

—Si tienes un hueso con restos de carne para Lobo, seguro que te lo agradecerá —añadió Ayla.

Ya había oscurecido cuando regresaron de acomodar a los caballos y pudieron por fin disfrutar de su comida. Todos los que dormirían en su refugio de viaje familiar estaban reunidos en torno a la hoguera: Marthona y Willamar, y Folara; Joharran y Proleva, y sus dos hijos, Jaradal y Sethona; Jondalar, Ayla y Jonayla, y Lobo; y la Zelandoni. Aunque en rigor no formaba parte de la familia, no tenía parientes en la Novena Caverna y normalmente se alojaba con la familia del jefe cuando viajaban.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a la Reunión de Verano? —preguntó Ayla.

—Depende de la velocidad a la que vayamos, pero según Manvelar no serán más de tres o cuatro días.

Llovió intermitentemente a lo largo de todo el camino y se alegraron cuando, la tarde del tercer día, vieron al frente unas tiendas de campaña. Joharran y Manvelar, y los dos consejeros de Joharran, Rushemar y Solaban, se adelantaron para encontrar un sitio donde plantar el campamento. Manvelar eligió un lugar a la orilla de un afluente, cerca de su desembocadura en el Río Oeste, y tomó posesión de él dejando allí el petate. Luego se encontró con el jefe de Vista del Sol, e iniciaron una versión abreviada de los saludos formales.

—… en nombre de Doni, yo te saludo, Stevadal, jefe de Vista del Sol, la Vigésimo sexta Caverna de los zelandonii —concluyó Joharran.

—Bienvenido seas al campamento principal de la Reunión de Verano de la Vigésimo sexta Caverna, Joharran, jefe de la Novena Caverna de los zelandonii —saludó Stevadal, y le soltó las manos.

—Nos alegramos de estar aquí, pero te agradecería que nos aconsejaras dónde plantar el campamento. Ya sabes lo numeroso que es nuestro grupo, y ahora que ha regresado mi hermano de su viaje con unos… acompañantes poco comunes, necesitamos un lugar donde estos no molesten a los vecinos, y ellos no se sientan agobiados por gente que aún no conocen.

—Vi al lobo y los dos caballos el año pasado. Ciertamente, son «acompañantes» muy poco comunes —convino Stevadal, sonriendo—. Incluso tienen nombre, ¿no es así?

—La yegua se llama Whinney, y la monta Ayla. Jondalar llama Corredor a su corcel, hijo de la yegua, pero ahora son tres los caballos. La Gran Madre consideró oportuno bendecir a la yegua con otra cría, una hembra. La llaman Gris, por el color de su pelaje.

—¡Acabaréis con una manada de caballos en la caverna! —exclamó Stevadal.

«Espero que no», pensó Joharran, pero se abstuvo de decirlo, limitándose a sonreír.

—¿Qué clase de lugar buscas, Joharran?

—¿Recuerdas que el año pasado encontramos un sitio un poco apartado? Al principio temí que estuviera demasiado lejos de todas las actividades, pero resultó ideal. Los caballos tenían donde pacer y el lobo estaba lejos de la gente de las otras cavernas. Ayla lo controla perfectamente. A veces incluso me hace caso a mí, pero no quiero que asuste a nadie. Y la mayoría agradecimos poder dispersarnos un poco.

—Si la memoria no me engaña, también teníais leña de sobra al final de la temporada —comentó Stevadal—. Incluso nos permitisteis coger un poco los últimos días.

—Sí, fue una suerte. Ni siquiera la buscamos. Manvelar me ha dicho que tal vez haya un sitio un poco más cerca de tu Vista del Sol, un pequeño valle con hierba.

—Sí, a veces celebramos allí reuniones menores con las cavernas cercanas. Hay avellanos y arándanos —informó Stevadal—. En realidad no queda lejos de la Cueva Sagrada. Está a cierta distancia de aquí, pero a vosotros podría veniros bien. ¿Por qué no vamos a echar un vistazo?

Joharran hizo una seña a Solaban y Rushemar, que los siguieron a Stevadal y a él.

—Dalanar y sus lanzadonii se alojaron con vosotros el año pasado, ¿no es así? ¿También vendrán este año? —preguntó Stevadal por el camino.

—No hemos tenido noticia de ellos. No nos han enviado ningún mensajero, así que lo dudo —respondió Joharran.

Algunos miembros de la Novena Caverna, que tenían previsto instalarse con otros parientes o amigos, abandonaron el grupo para reunirse con ellos. La Zelandoni fue a buscar el gran alojamiento especial que se reservaba siempre a los zelandonia, en pleno centro del campamento. El resto esperó en la linde del campo donde se habían reunido la mayoría de las cavernas para la Reunión de Verano, saludando a muchos amigos que se acercaban a ellos. Mientras aguardaban, amainó la lluvia.

Cuando Joharran regresó, se aproximó directamente al grupo.

—Con la ayuda de Stevadal, he encontrado, creo, un lugar para nosotros —anunció—. Igual que el año pasado, está un poco lejos del lugar de encuentro principal, pero nos servirá.

—¿A qué distancia está? —preguntó Willamar. Pensaba en Marthona. La caminata hasta la reunión no había sido fácil para ella.

—Se ve desde aquí, si sabes hacia dónde mirar.

—Pues vamos a verlo —propuso Marthona.

Un grupo de más de ciento cincuenta personas siguió a Joharran. Cuando llegaron, había dejado de llover y salido el sol, iluminando un pequeño y agradable valle ciego con cabida suficiente para todos aquellos que se instalaran con la Novena Caverna, al menos al principio de la Reunión de Verano. Después de las ceremonias iniciales que señalaban el comienzo del encuentro, empezaría la itinerante vida veraniega del forrajeo, la exploración y las visitas.

El territorio de los zelandonii no abarcaba sólo la región más inmediata. El número de personas que se identificaban como zelandonii había aumentado tanto que su territorio había tenido que ampliarse para acomodarlas a todas. Se celebraban otras Reuniones de Verano de zelandonii, y algunos individuos o familias o cavernas no iban a las Reuniones de Verano con las mismas personas cada año. En ocasiones acudían a reuniones convocadas a mayor distancia, en particular si querían trocar mercancías o tenían parientes lejanos. Era una manera de mantener el contacto. Y algunas Reuniones de Verano se organizaban conjuntamente entre los zelandonii y los pueblos que vivían cerca de la indefinida frontera de su territorio.

Como eran un pueblo tan numeroso y próspero, en comparación con los otros grupos, el nombre «zelandonii» conllevaba cierto prestigio, una distinción con la que los demás querían verse vinculados. Incluso quienes no se consideraban zelandonii se complacían en atribuirse un nexo con ellos en sus títulos y lazos. Pero si bien su población era numerosa en comparación con la de otros pueblos, de hecho era insignificante en términos relativos respecto al territorio que ocupaban.

Los seres humanos constituían una minoría entre los moradores de esa tierra antigua y fría. Los animales eran mucho más abundantes y diversos; la lista de los distintos tipos de seres vivos era larga. Si bien algunos de ellos, tales como el corzo o el alce, vivían en solitario o formando pequeños grupos familiares en los escasos y dispersos bosques, la mayoría poblaba espacios despejados —estepas, llanuras, praderas, zonas ligeramente arboladas— y se agrupaba en grandes manadas. En algunas épocas del año, en regiones no muy alejadas entre sí, mamuts, megaceros y caballos se reunían a centenares; bisontes, uros y renos a miles. Las aves migratorias podían oscurecer el cielo durante días.

Apenas se producían disputas entre los zelandonii y sus vecinos, en parte porque la tierra era mucha y la población exigua, pero también porque su supervivencia dependía de ello. Si un emplazamiento habitado se poblaba en exceso, podía escindirse un pequeño grupo, pero no iban más allá del lugar deseable y disponible más cercano. Eran pocos los que preferían alejarse mucho de la familia y los amigos, y no sólo por los lazos de afecto, sino también porque en épocas de adversidad querían y necesitaban estar cerca de aquellos con cuya ayuda podían contar. Allí donde la tierra era rica y capaz de mantenerlos, los humanos tendían a agruparse en gran número, pero había zonas extensas totalmente deshabitadas, salvo por alguna que otra cacería o expedición con fines de recolección.

Durante la Era Glacial, con sus resplandecientes glaciares, sus ríos de aguas cristalinas, sus atronadoras cascadas, sus colonias de animales en amplias praderas, el mundo era de una belleza espectacular, pero brutalmente áspero, y los pocos que vivían por aquel entonces reconocían a un nivel muy básico la necesidad de mantener vínculos fuertes. Uno ayudaba al prójimo hoy porque muy probablemente necesitaría su ayuda mañana. Por eso se habían desarrollado costumbres, convenciones y tradiciones encaminadas a reducir la hostilidad interpersonal, apaciguar rencores y mantener las emociones bajo control. La envidia estaba mal vista y la venganza quedaba en manos de la sociedad, siendo la comunidad quien imponía los castigos para dar satisfacción a las partes agraviadas y mitigar su dolor o su cólera, pero tratando a la vez con equidad a todos los implicados. El egoísmo, el engaño y la negación de auxilio a los necesitados se consideraban delitos, y la sociedad encontraba formas de sancionar a los culpables, pero a menudo las penas eran sutiles e imaginarias.

Los miembros de la Novena Caverna no tardaron en elegir las ubicaciones individuales para sus alojamientos de verano, y comenzaron a construir moradas semipermanentes. Ya habían aguantado bastante lluvia y deseaban un sitio donde estar al amparo del agua. Llevaban consigo la mayor parte de los postes y estacas que constituían los principales elementos estructurales, previamente seleccionados con sumo cuidado en el boscoso valle cercano a su caverna, ya talados y desramados. Muchos los habían usado para las tiendas de viaje. También tenían refugios portátiles más pequeños y ligeros, fáciles de transportar en las cacerías y otras expediciones de un día o dos.

Por lo general todos los alojamientos veraniegos se construían de la misma manera. Eran circulares con un espacio libre en torno al poste central, de modo que varias personas cupieran allí de pie, y una techumbre de paja en pendiente que descansaba sobre las paredes verticales, junto a las cuales se tendían las pieles de dormir. El alto poste central de la tienda de viaje tenía el extremo superior biselado. Se prolongaba acoplando otro poste con un bisel similar en sentido contrario en su extremo inferior. Ambos se mantenían unidos mediante una resistente cuerda atada firmemente alrededor con varias vueltas.

Con otra cuerda marcaban la distancia desde el poste central hasta la pared circular exterior y, utilizándola como guía, erigían un cercado de soportes verticales con los mismos postes usados para la tienda y algunos más.

Luego sujetaban al exterior y el interior de los postes paneles confeccionados con hojas de anea o juncos tejidos, o con cuero sin curtir u otros materiales, parte de ellos acarreados desde la caverna y otros elaborados en el campamento, creando así una doble pared con aire en medio para proporcionar aislamiento térmico. Una tela extendida en el suelo llegaba hasta la pared interior y la cubría sólo un poco, pero lo suficiente para evitar las corrientes de aire. El relente que se condensaba en las noches frescas se acumulaba en la cara interna de la pared exterior, quedando seca la pared interior.

La techumbre del refugio se componía de finas varas de abeto o árboles caducifolios de hoja pequeña, como el sauce o el abedul, que iban desde el poste central hasta la pared exterior. Entre dichas varas se ataban ramas y palos, y encima se añadían haces de hierba y juncos para impermeabilizar el techo. Puesto que sólo tenían que durar una estación, la gente no construía techumbres demasiado gruesas, y normalmente les bastaba con que impidieran la entrada de la lluvia y el viento. Sin embargo, a finales del verano, casi todas las techumbres habían tenido que remendarse más de una vez.

Cuando acabaron la mayoría de las estructuras y lo ordenaron todo en el interior, ya era última hora de la tarde y pronto anochecería, pero eso no los disuadió de encaminarse hacia el campamento principal para ver quién había allí y saludar a amigos y familiares. Ayla y Jondalar aún tenían que preparar un espacio para los caballos. Recordando el año anterior, cercaron una zona a cierta distancia del campamento con postes, algunos transportados desde la caverna y otros encontrados allí. Utilizaron todo lo que podía servir, a veces árboles jóvenes enteros que arrancaban de raíz y replantaban. Como travesaños, usaron ramas, trozos de madera o incluso cuerda, casi todo ello recogido en las inmediaciones. No es que temieran que los caballos saltaran por encima del cercado o lo rompieran; más bien pretendían delimitar el espacio de animales, tanto por ellos mismos como por los curiosos.

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