Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Claro, Zelandoni —contestó Ayla—. Permíteme coger a Jonayla, que está aquí mismo.
Ayla se levantó, pero dudó al ver a su niña dormida. Lobo la miró y gimió, azotando el suelo con el rabo. Estaba echado junto a la pequeña, a quien consideraba su responsabilidad específica. Lobo había sido el último de la camada de una loba solitaria a la que Ayla había matado por robar la carnaza de sus trampas antes de saber que tenía crías. Siguió el rastro hasta la lobera, encontró un cachorro vivo y se lo llevó. Se había criado en los reducidos confines de la vivienda de invierno de los mamutoi. Era tan pequeño cuando lo encontró —no debía de tener más de cuatro semanas— que había adquirido la impronta de los humanos, y adoraba a los más pequeños, sobre todo al que había nacido de Ayla.
—Me sabe mal molestarla. Acaba de dormirse. No está acostumbrada a ir de visita y lleva toda la tarde sobreexcitada —dijo Ayla.
—Nosotras la vigilaremos —propuso Levela, y sonrió—. O al menos ayudaremos a Lobo. Él no la perderá de vista. Si la niña se despierta, te la llevaremos. Pero ahora que por fin se ha calmado, dudo que se mueva durante un rato.
—Gracias, Levela —dijo Ayla, y sonrió a su amiga y a la mujer que estaba a su lado—. Salta a la vista que eres la hermana de Proleva. ¿Sois conscientes de lo mucho que os parecéis?
—Lo que yo sé es lo mucho que la he echado de menos desde que se emparejó con Joharran —contestó Levela, mirando a su hermana—. Siempre hemos estado muy unidas. Proleva fue casi una segunda madre para mí.
Ayla siguió a La Que Era la Primera hasta el grupo de Quienes Sirven a la Madre. Observó que la mayoría de los zelandonia de las cavernas cercanas se hallaban allí. Además de la Primera, que era la Zelandoni de la Novena Caverna, y por supuesto los zelandonia de las cavernas Segunda y Séptima, también estaban los zelandonia de las cavernas Tercera y Undécima. Sonrió a Mejera de la Tercera Caverna y saludó al anciano que era el Zelandoni de la Séptima, y luego a la mujer que era la nieta del hogar de este, la Zelandoni de la Segunda, que además era madre de Jondecam. Ayla deseaba desde hacía tiempo conocer mejor a la Segunda. No muchas zelandonia tenían hijos, pero esta se había emparejado y criado a dos hijos —así como a su hermano Kimeran después de la muerte de su madre—, y ahora era una Zelandoni.
—Ayla ha tenido más experiencia que mucha gente en recolocación de huesos, Zelandoni de la Séptima. Deberías dirigirle a ella tu pregunta —sugirió la Primera mientras se acomodaba otra vez y señalaba una esterilla a su lado para Ayla.
—Yo sé que si colocamos recto un hueso recién fracturado, quedará recto al curarse. Lo he hecho varias veces, pero alguien me ha preguntado si puede hacerse algo cuando un hueso no se colocó recto en su momento y quedó torcido al curarse —preguntó al instante el hombre de mayor edad. No sólo le interesaba la respuesta de Ayla; había oído hablar mucho de sus aptitudes a La Que Era la Primera y quería ver si se ponía nerviosa ante una pregunta directa de alguien de su edad y experiencia.
Ayla acababa de sentarse en la esterilla y se giró hacia él. Al agacharse, sus movimientos fueron de una fluidez y una gracia excepcionales, advirtió él, y la miró de una manera directa, pero no del todo, lo que en cierto modo transmitía respeto. Aunque Ayla esperaba que la presentaran formalmente a los demás acólitos, y le sorprendió que le formularan una pregunta tan de sopetón, respondió sin vacilar.
—Eso depende de la fractura y del tiempo que lleve curándose. Si es una fractura antigua, no puede hacerse gran cosa. El hueso soldado, aunque haya soldado mal, a menudo es más fuerte que el hueso que no ha sufrido ninguna lesión. Si se intenta volver a romperlo para ponerlo bien, es muy probable que acabe rompiéndose la parte del hueso ilesa. Pero si la fractura ha empezado a corregirse recientemente, a veces puede volver a romperse para enderezar el hueso.
—¿Lo has hecho alguna vez? —preguntó el Séptimo, un tanto desconcertado por la manera de hablar de Ayla. Era extraña, no como la de la hermosa compañera de Kimeran, con una alteración más bien agradable en ciertos sonidos. Cuando hablaba la forastera traída por Jondalar, casi parecía comerse ciertos sonidos.
—Sí —respondió Ayla. Tenía la sensación de que estaba poniéndola a prueba, tal como cuando Iza la interrogaba sobre las prácticas de sanación y la utilidad de las plantas—. En nuestro viaje hacia aquí nos paramos a visitar a unas personas que Jondalar había conocido antes, los sharamudoi. Casi una luna antes de nuestra llegada, una mujer a la que él conocía tuvo una mala caída y se rompió un brazo. Estaba soldando mal, doblado de forma tal que no podía usarlo, y le dolía mucho. Su curandera había muerto ese mismo invierno, y aún no tenían una nueva, y nadie más sabía cómo enmendar un brazo. Conseguí romperle otra vez el brazo y colocar bien el hueso. No quedó perfecto, pero sí mejor. No recuperaría del todo su uso, pero podría utilizarlo, y para cuando nos marchamos, estaba soldando bien y ya no le causaba ningún dolor.
—¿No le dolió cuando le rompiste el brazo? —preguntó un joven.
—No creo que sintiera el dolor. Le di algo para dormirla y relajarle los músculos. Yo lo conozco por el nombre de datura…
—¿Datura? —la interrumpió el anciano. Ayla había pronunciado la palabra con acento especialmente marcado.
—En mamutoi se emplea una palabra que en zelandonii podría significar «manzana espinosa», porque en cierta etapa da una fruta que podría describirse así. Es una gran planta muy olorosa con grandes flores blancas que salen del tallo —explicó Ayla.
—Sí, creo conocerla —dijo el viejo Zelandoni de la Séptima Caverna.
—¿Y cómo supiste qué hacer? —preguntó la joven sentada junto al anciano en un tono de aparente asombro al ver que una simple acólita supiera tanto.
—Sí, es una buena pregunta —convino el Séptimo—. ¿Cómo supiste qué hacer? ¿Dónde adquiriste la experiencia? Pareces poseer muchos conocimientos para ser tan joven.
Ayla lanzó una mirada a la Primera, que parecía muy complacida. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que la Zelandoni estaba satisfecha de sus respuestas.
—La mujer que me acogió y crio de pequeña era curandera entre los suyos. Me enseñó su oficio. En sus cacerías, los hombres del clan emplean una lanza distinta de la de los hombres zelandonii. Es más larga y gruesa, y normalmente no la lanzan, sino que la clavan, y por tanto tienen que acercarse a la presa. Es más peligroso y a menudo resultaban heridos. A veces los cazadores del clan recorrían largas distancias. Si alguien se rompía un hueso, no siempre le era posible volver de inmediato, y el hueso empezaba a soldarse antes de reducir la fractura. Yo ayudé a Iza varias veces que se vio obligada a volver a romper un hueso y recolocarlo, y también colaboré con las curanderas en la Reunión del Clan haciendo eso mismo.
—Esos a quienes llamas el clan, ¿son en realidad los cabezas chatas? —preguntó el joven.
Ya le habían preguntado eso antes, y si no se equivocaba, había sido el mismo joven.
—Así los llamáis vosotros —repitió Ayla.
—Cuesta creer que supieran tanto —observó él.
—Yo no lo veo así. Viví con ellos.
Se produjo un silencio incómodo por un momento, hasta que la Primera cambió de tema.
—Creo que esta es una buena ocasión para que los acólitos aprendan o, en algunos casos, para que repasen las palabras de contar, sus usos y significados. Todos conocéis las palabras de contar, pero ¿qué podemos hacer si debemos contar una cantidad grande? Zelandoni de la Segunda Caverna, ¿serías tan amable de explicarlo?
Eso avivó el interés de Ayla. De pronto, fascinada, se inclinó hacia delante. Sabía que contar podía ser algo más complejo y poderoso que el simple uso de las palabras de contar si uno lo comprendía bien. La Primera reparó complacida en su atención. Sabía que Ayla sentía especial curiosidad por el concepto de contar.
—Podéis usar las manos —dijo la Segunda, y levantó las dos manos—. Empleando la derecha, debéis contar con los dedos a la vez que pronunciáis cada palabra hasta cinco. —Cerró el puño y levantó por turno cada dedo conforme contaba, empezando por el pulgar—. Podéis contra otros cinco con la mano izquierda hasta llegar a diez, pero después ya no se puede seguir contando. Ahora bien, en lugar de usar la mano izquierda para contar los segundos cinco, podéis doblar un dedo, el pulgar, para representar los cinco primeros. —Levantó la mano izquierda con el dorso al frente—. Luego volvéis a contar hasta cinco con la mano derecha y dobláis el segundo dedo de contar de la izquierda para representar esos otros cinco. —Dobló el índice encima del pulgar, de modo que mantenía abiertas las dos manos, salvo por el índice y el pulgar de la mano izquierda—. Eso significa diez —aclaró—. Si encojo el siguiente dedo, significa quince. El siguiente dedo es veinte, y el siguiente, veinticinco.
Ayla estaba atónita. Asimiló la idea de inmediato, pese a que era más compleja que el simple uso de las palabras de contar que le había enseñado Jondalar. Recordó la primera vez que aprendió el concepto de calcular el número de cosas. Fue Creb, el Mog-ur del clan, quien se lo enseñó, pero en esencia él sólo sabía contar hasta diez. La primera vez que le enseñó su manera de contar, cuando ella era todavía pequeña, colocó cada dedo de una mano en cinco piedras distintas y luego, como tenía un brazo amputado por debajo del codo, lo hizo una segunda vez imaginando que era su otra mano. Con gran esfuerzo, lograba forzar la imaginación para contar hasta veinte, y por eso precisamente le asombró e inquietó ver que ella era capaz de contar hasta veinticinco con facilidad.
A diferencia de Jondalar, ella no usaba palabras. Lo hacía con guijarros, y mostró a Creb el veinticinco colocando sus cinco dedos en distintos grupos de piedras cinco veces. Creb se había esforzado en aprender a contar, pero ella comprendió el concepto sin mayor dificultad. Él le dijo que nunca explicase a nadie lo que había hecho. Sabía que ella era distinta del clan, pero hasta entonces no comprendió cuánto, y sabía que eso causaría inquietud entre los demás, sobre todo a Brun y los otros hombres, quizá tanta como para expulsarla.
En el clan, la mayoría de la gente sólo sabía contar hasta tres, aunque muchos también eran capaces de indicar distintos grados de pluralidad y tenían otras formas de comprender las cantidades. Por ejemplo, carecían de palabras de contar para los años de vida de un niño, pero sabían que un niño, en el año de su nacimiento, era menor que un niño en el año que aprendía a caminar o en el año del destete. También era cierto que Brun no necesitaba contar el número de miembros de su clan. Los conocía a todos por el nombre y le bastaba con echar un vistazo para saber quién estaba presente y quién no. Casi todos ellos compartían esa aptitud en mayor o menor medida. Cuando pasaban cierto período de tiempo con un número limitado de personas, percibían intuitivamente si faltaba alguien.
Ayla se dio cuenta de que si su comprensión del recuento alteró a Creb, que la quería, inquietaría al resto del clan más aún, así que nunca lo mencionó, pero no lo había olvidado. Empleó sus limitados conocimientos del recuento para ella, sobre todo cuando vivió sola en el valle. En esa época registró el paso del tiempo trazando una marca cada día en un palo. Sabía cuántas estaciones y años había vivido en el valle incluso sin tener palabras de contar, pero cuando apareció Jondalar, él fue capaz de calcular las marcas en los palos y decirle cuánto tiempo llevaba allí. Para ella, fue como magia. Ahora que entendía cómo lo había hecho, sentía un vivo deseo de aprender más.
—Hay maneras de contar incluso en cantidades mayores, pero son más complicadas —prosiguió la Segunda, y sonrió—. Como ocurre con la mayoría de las cosas relacionadas con la zelandonia. —Los que la miraban sonrieron también—. Casi todos los signos tienen más de un significado. Las dos manos pueden significar diez o veinticinco, y no es difícil comprender qué significa cuando hablas de ello, porque cuando te refieres a diez, pones las palmas hacia fuera, cuando te refieres a veinticinco, vuelves las palmas hacia dentro. Cuando las tienes hacia dentro, puedes volver a contar, pero esta vez usas la mano izquierda, y te guardas el número con la derecha. —Hizo una demostración y los acólitos la imitaron—. En esa posición, doblar el pulgar significa treinta, pero cuando cuentas y guardas los treinta y cinco, no mantienes el pulgar encogido, sino que simplemente doblas el siguiente dedo. Para cuarenta, doblas el dedo medio, para cuarenta y cinco, el siguiente, y para cincuenta, se dobla el meñique de la mano derecha. Y todos los demás dedos de las dos manos quedan extendidos. La mano derecha con los dedos doblados se usa a veces sólo para indicar esas palabras de contar mayores. Pueden indicarse palabras de contar incluso mayores doblando más de un dedo.
A Ayla le costaba doblar sólo el meñique y mantenerlo en esa posición. Era evidente que los demás tenían más práctica, pero no le costó comprenderlo. La Primera vio que Ayla sonreía con asombro y satisfacción, y asintió para sí. Así lograría interesarla, pensó.
—Se puede dibujar la huella de una mano en una superficie, como un trozo de madera o la pared de una cueva, o incluso en la orilla de un arroyo —añadió la Primera—. Esa huella de una mano puede significar varias cosas. Puede representar palabras de contar, pero también algo totalmente distinto. Si queréis dejar una huella de una mano, podéis impregnaros la palma de color y plasmar la marca, o podéis poner la mano en la superficie y esparcir el color por encima y alrededor, con lo que se consigue un tipo de huella distinto. Si queréis hacer una señal que represente una palabra de contar, impregnaos la palma de color para las cantidades menores y esparcid color sobre el dorso de la mano para indicar las cantidades mayores. Una caverna al sur y al este de aquí emplea como signo un punto grande poniéndose color sólo en la palma, sin mostrar los dedos.
A Ayla se le aceleraba el pensamiento, abrumada por la idea de contar. Creb, el mayor Mog-ur del clan, podía, con grandes esfuerzos, contar hasta veinte. Ella podía contar hasta veinticinco y representarlo con sólo dos manos de manera que los otros lo entendieran, y luego aumentar ese número. Era posible decirle a alguien cuántos ciervos se habían congregado en el territorio de cría en primavera, cuántos habían nacido: un número pequeño como cinco, o un grupo pequeño, o veinticinco, o muchos más. Sería más difícil contar una manada numerosa, pero todo podría transmitirse. ¿Cuánta carne debía almacenarse para un determinado número de personas a lo largo del invierno? ¿Cuántas sartas de raíces secas? ¿Cuántas cestas de frutos secos? ¿Cuántos días se tardaba en llegar al lugar de la Reunión de Verano? ¿Cuánta gente habría allí? Las posibilidades eran increíbles. Las palabras de contar tenían una importancia tremenda, tanto real como simbólica.