Authors: María Dueñas
—Dios te lo pague, criatura. —No había terminado el muchacho de darse la vuelta cuando el gordo prosiguió—: Hay una gente de Madrid que tiene ya medio apalabrada una compra grande en Sanlúcar, llevan un par de meses viendo cosas por la zona.
A la vez que hablaba, Zarco quitó el tapón de corcho a la botella y, ante el estupor del minero, volcó un chorro en el café.
—Es brandy, no vino —aclaró.
Él hizo un gesto de impaciente indiferencia. Usted sabrá cómo o con qué estropea su café, amigo. Y ahora hágame el favor de continuar.
—Les he tentado con sus propiedades y les ha picado la curiosidad.
—¿Cuántos son, por qué habla en plural?
La pequeña taza de loza quedó casi perdida entre los gruesos dedos en su camino a la boca. Se la bebió de un trago.
—Dos: uno que pone los cuartos y otro que lo asesora. Un ricacho y su secretario, para que usted me entienda —dijo devolviéndola al platillo—. De viñas y vino no tienen ni idea; pero sí conocen que el mercado crece con los días y están dispuestos a invertir.
Le miró con ojos de buey.
—La cosa no va a ser fácil, don Mauro; eso se lo adelanto ya. El otro acuerdo lo tienen medio cerrado, y propuestas no les faltan así que, en el remoto caso de que sus propiedades les acaben interesando, seguro que van a apretarle a base de bien. Pero no perdemos nada por probar, ¿no le parece a usted?
Amador Zarco no fue capaz de decir nada más y él no le insistió porque supo que nada más sabía: su comisión aún estaba en la franja del veinte por ciento, así que el intermediario tenía un interés tan grandioso como el suyo por vender pronto y bien.
Abandonaron juntos el café después de concertar un próximo encuentro tan pronto como lograra saber cuándo llegarían a Jerez los potenciales interesados; ya estaban entrecruzando las últimas frases frente a la puerta cuando Mauro Larrea distinguió a Santos Huesos entre los viandantes que recorrían la calle Larga.
Quizá, al verle en la distancia, por primera vez fue consciente de la incongruencia de su fiel criado en esa Baja Andalucía donde no escaseaban las pieles morenas requemadas por el sol o por la sangre de varios siglos de presencia mora. Pero el color de bronce de aquel indio no lo tenía nadie por allí, ni su pelo oscuro y lacio por debajo de los hombros, ni su constitución. Nadie tampoco vestía como él, con paliacate anudado a la cabeza bajo el ala ancha del sombrero y aquel eterno sarape tejido en colores. Más de quince años llevaba a su lado, desde que era un chamaco afilado y despierto que se movía por las galerías de las minas con la agilidad de una culebra.
Acabó de despedirse del corredor y, momentáneamente inquieto por las nuevas que podría traerle, esperó a que el criado se le acercara.
—¿Quihubo, Santos?
—Nomás vinieron en su busca.
Tragó aire con ansia mientras miraba a izquierda y derecha: el trasiego diario de gentes, las voces de todos los días. Las fachadas, los naranjos. Ese Jerez.
—¿Una señora que tú conoces?
—Pues no y sí —replicó entregándole un pequeño sobre.
Esta vez, quizá por el apremio, iba sin lacrar. Reconoció la letra y lo abrió con precipitación. Le ruego acuda a mi domicilio a la mayor prontitud. En vez de una firma, dos letras: S. C.
Sol Claydon lo requería con urgencia. ¿Qué esperabas, majadero, que tu desatino iba a terminar sin consecuencias, que tus insensateces no traerían cola? En mitad del barullo mañanero no supo si la voz furiosa que le recriminaba era la de su apoderado Andrade o la suya propia.
—Listo, Santos, me doy por enterado. Pero tú estate al tanto, porque todavía hay otra visita que nos puede llegar. Si así fuera, que espere en el patio, no la dejes que entre. Y ni una silla le saques, ¿me oyes? Que espere nomás.
Caminó con prisa, pero se detuvo al alcanzar el arranque de la Lancería, cuando recordó que tenía algo pendiente; algo que, con los vaivenes imprevistos de los últimos días, se le había traspapelado en la memoria. Y a pesar del apremio de Soledad, decidió resolverlo sin dilación. Apenas le llevaría tiempo y mejor hacerlo ahora que dejarlo suspendido, no fuera a acabar acarreando peores desenlaces.
Echó una ojeada alrededor y vio el portal entreabierto de una estrecha casa de vecinos. Se asomó, nadie a la vista. Para lo que iba a durar el asunto, serviría. Paró entonces a un chiquillo, le señaló la notaría de don Senén Blanco y le dio una décima de cobre y unas cuantas indicaciones. Tres minutos después Angulo, el empleado chismoso que por primera vez le acompañó a la casa de la Tornería, aún con los manguitos de percalina puestos, entraba curiosón en el portal oscuro donde él lo estaba esperando.
La propia Sol, sin ser consciente, le había puesto en guardia. Desde la notaría se había filtrado que él se hizo con las propiedades de los Montalvo sin dinero de por medio; que quizá había algo no del todo transparente en la transacción. Sabía que don Senén Blanco era un hombre cabal, incapaz de soltar la lengua alegremente. Por eso intuía el origen del que, presumiblemente, partió todo. Y por eso, ahora, estaba a punto de actuar.
Primero lo acorraló contra los azulejos, después llegó el aviso.
—Como vuelvas a soltar una sola palabra sobre mí o mis asuntos, la próxima vez te parto por la mitad.
Lo agarró entonces por el cuello y al rostro del pobre diablo le subió de pronto toda la sangre del cuerpo.
—¿Quedó claro, pendejo?
Como por respuesta tan sólo obtuvo un sonido ahogado, le golpeó la nuca contra la pared y le apretó el gaznate un poco más.
—¿Seguro que lo entendiste bien?
De la boca espantada del escribiente salió un hilillo de baba y una voz minúscula que parecía querer decir sí.
—Pues a ver si no hace falta que volvamos a vernos.
Lo dejó con el cuerpo arqueado a punto de caer al suelo, tosiendo como un asno. Antes de que pudiera reaccionar siquiera, él ya estaba en la calle ajustándose los puños de la camisa y guiñando un ojo al rapaz estupefacto.
Esta vez no tuvo que abrir Palmer la puerta: Soledad lo estaba esperando y él volvió a sentir esa misma sensación sin nombre que le recorría la piel todos los días desde que la conoció. Vestía de color guinda y la preocupación plagaba otra vez sus rasgos armoniosos.
—Lamento muchísimo molestarle de nuevo, Mauro, pero creo que tenemos otro problema.
Otro problema, había dicho. No el mismo de dos días antes extendido, multiplicado, enmarañado o resuelto. Otro problema distinto. Y había dicho tenemos. En plural. Como si ya no se tratara de un problema suyo para el que necesitara ayuda, sino de un asunto vinculado desde un principio a los dos.
Sin una palabra más, le dirigió a la sala de recibir donde él la estuvo esperando la primera noche.
—Pase, por favor.
El sofá que entonces estaba vacío, se veía ahora ocupado. Por una mujer. Tumbada, con los ojos cerrados y dos cojines bajo la nuca, pálida como la cera. Con la negra cabellera desparramada, vestida enteramente de oscuro, con un prominente escote al aire que una joven mulata más flaca que un suspiro no paraba de abanicar.
A su espalda sonó un murmullo.
—La conoce, ¿verdad?
Le contestó sin girarse:
—Mucho me temo que sí.
—Ha llegado hace apenas una hora, viene indispuesta. He mandado a buscar a Manuel Ysasi.
—¿Habló algo?
—Sólo le ha dado tiempo a presentarse como la esposa de mi primo Gustavo. Todo lo demás han sido incongruencias.
Se mantenían los dos sin apartar la vista de la otomana. Él un paso por delante y Sol Claydon detrás, susurrándole queda junto al oído.
—También le nombró a usted. Varias veces.
La alarma fue paralela a su turbación, al notar pegada a su cuerpo la calidez que emanaba de ella y de su voz.
—Dijo mi nombre, ¿y qué más?
—Frases inconexas, palabras sueltas. Todo enrevesado y sin sentido. Algo relativo a una apuesta, creí entender.
35
El doctor Ysasi le tomó el pulso, le presionó el estómago y le palpó el cuello con dos dedos. Después le examinó la boca y las pupilas.
—Nada preocupante. Deshidratación y agotamiento; síntomas comunes tras una larga travesía por mar.
Sacó un frasco de láudano del maletín, pidió que le preparan un zumo de limón exprimido con tres cucharadas de azúcar y a continuación prestó atención a la joven esclava, repitiéndole las mismas pruebas. Había mandado correr las espesas cortinas y la sala estaba en una semipenumbra incongruente con la luz matinal que llenaba la plaza. El minero y la anfitriona observaban el quehacer desde la distancia, de pie ambos todavía, con los rostros teñidos de intranquilidad.
—Tan sólo necesitará reposo —concluyó el médico.
Mauro Larrea se giró hacia el oído de Soledad y le habló entre dientes:
—Hay que sacarla de aquí.
Ella asintió con un lento movimiento de cabeza.
—Supongo que todo tiene que ver con la herencia de Luis.
—Seguramente. Y eso no nos conviene a ninguno de los dos.
—Listo —anunció el doctor en ese instante, ajeno a la conversación que entre ellos iban armando—. Lo más aconsejable es no moverla ahora mismo, que descanse tumbada. Y a esta chiquilla —añadió señalando a la joven esclava—, que le den algo de comer; lo que tiene es pura inanición.
Al reclamo de la campanilla de Soledad, apareció una de las criadas; inglesa, como todo el servicio de la casa. Tras recibir las órdenes pertinentes, la despachó camino de la cocina con la mulatica a su cargo.
—Lamentablemente, Edward sigue ausente y yo preferiría no quedarme sola con ella. ¿Les supondría un gran trastorno acompañarme a almorzar?
Lo más sensato, pensó Mauro Larrea, sería marcharse, ganar tiempo para pensar en cómo proceder a continuación. Aunque ahora descansara serena, estaba seguro de que la esposa de Zayas desembarcaba en España envuelta en una amenazante tormenta antillana: sabía de sobra hasta dónde era capaz de llegar. Hablaría más de la cuenta ante todo aquel que quisiera escucharla, tergiversaría los acontecimientos, haría pública la extravagante manera en la que las propiedades jerezanas volaron de manos de su marido, e incluso sería capaz de emprender acciones legales para reclamar los bienes ganados en la apuesta. Y aunque seguramente nada volviera a las manos de Zayas porque la ley lo acabaría amparando a él, con todo eso lograría algo que el minero no estaba dispuesto a soportar: verse enfangado en pleitos y diatribas, demorar sus planes y truncar, en definitiva, sus intenciones más perentorias. El calendario corría implacable en su contra, ya había consumido casi dos meses de los cuatro que tenía fijados con Tadeo Carrús. Había que encontrar la manera de minimizar las intenciones de la mexicana. De neutralizarla.
Lanzó una mirada de soslayo a Soledad mientras ella, a su vez, observaba con preocupación a la desfallecida. Si ésta empezaba a mover sus piezas, él no sería el único perjudicado: en caso de que se dedicara a indagar sobre las propiedades de Luis Montalvo, la arrastraría también.
—Acepto tu invitación del mejor grado, querida Sol —adelantó Ysasi mientras recogía sus útiles y los guardaba en el maletín—. Me seducen bastante más las habilidades de tu cocinera que las de mi vieja Sagrario, que apenas sale de los pucheros de siempre. Permíteme antes que me lave las manos.
A pesar de que en la cabeza de Mauro Larrea chocaban alborotadas las reticencias, su boca lo traicionó.
—Me sumo.
El médico salió de la estancia mientras ellos se quedaban envueltos en esa luz extraña del mediodía taponada por los pesados cortinones de terciopelo; de pie ambos, con la mirada fija aún en el cuerpo yacente de la recién llegada. Transcurrieron unos instantes de calma aparente en los que casi se podía oír cómo los cerebros de los dos acoplaban datos y ajustaban piezas.
Ella fue la primera en avanzar.
—¿Por qué tiene tanto interés en dar con usted?
Sabía que no valía la pena seguir mintiendo.
—Porque probablemente no está de acuerdo con la manera en la que Gustavo Zayas y yo acordamos el traspaso de las propiedades de su primo Luis.
—¿Y hay en verdad motivo para tal descontento?
Y sabía también que tenía que llegar hasta el fondo.
—Depende de lo bien que alguien acepte que su esposo se juegue su herencia en una mesa de billar.
* * *
Las viandas y los caldos volvieron a ser excelentes, la porcelana espléndida, la cristalería igualmente delicada. El ambiente cordial de la primera noche, sin embargo, había saltado por los aires.
Aunque sabía que no tenía que justificar su conducta ante nadie, se mantuvo firme en su decisión, por una maldita vez, de hablar con sinceridad. Al fin y al cabo, Soledad ya le había hecho partícipe de sus propios desmanes. Y del buen doctor, poco malo se podía esperar.
—Miren, yo no soy ningún tahúr ni un oportunista sin prejuicios, sino un mero hombre dedicado a sus negocios al que en un momento imprevisto se le torcieron las cosas. Y mientras intentaba reconducir mi mala fortuna, sin que yo la propiciara, se me cruzó por delante una coyuntura que se acabó resolviendo a mi favor. Y quien impulsó tal coyuntura fue Carola Gorostiza, obligando a su esposo a actuar.
Ni Manuel Ysasi ni Soledad le hicieron ninguna otra pregunta explícita, pero la curiosidad de ambos flotó silenciosa en el ambiente como las alas de un ave majestuosa.
Se debatió entre cuánto contar y cuánto callar, hasta dónde seguir avanzando. Todo era demasiado confuso, demasiado inverosímil. El encargo de Ernesto Gorostiza para su hermana, sus ansias por encontrar en La Habana un buen negocio, el barco congelador, el asunto vergonzante del negrero. Demasiado turbio todo para hacerlo digerible a lo largo de un almuerzo. Por eso decidió sintetizarlo de la manera más concisa:
—Hizo creer a su esposo que mantenía una relación sentimental conmigo.
La pala de pescado de Soledad quedó flotando sobre un pedazo de róbalo, sin llegar a rozarlo.
—Él me retó entonces —añadió—. Una especie de temerario duelo sobre un tapete verde con tacos de madera y bolas de marfil.
—Y ahora ella viene a pedirle cuentas, o a intentar invalidar aquello —apuntó el doctor.
—Eso supongo. Incluso, conociéndola como creo que la conozco, no sería extraño que también tenga interés en averiguar de paso si Luis Montalvo contaba en su poder con algo más. Al fin y al cabo, él convirtió a Gustavo en heredero universal con todas las de la ley.