La Sombra Del KASHA (15 page)

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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: La Sombra Del KASHA
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Honma asintió.

»Bien. Entonces, por definición, el mercado monetario es un fantasma —repitió—. Pero un fantasma que proyecta una sombra desproporcionada comparado con la escala de nuestra realidad social. Nuestra realidad social, desde luego, tiene sus límites establecidos por la sociedad. No ocurre lo mismo con la financiación al consumo que ha adquirido unas dimensiones desproporcionadas. Nunca se debió alcanzar tal extremo. Ha ido inflándose de manera artificial. Aquí tiene una analogía, señor Honma: usted es bastante alto pero no pasará del metro ochenta, ¿no es así? Ahora imagine que su sombra pueda proyectarse a veinte metros de distancia, eso no tendría mucho sentido, ¿no le parece? —Era obvio que se trataba de una pregunta retórica, típica del discurso de un abogado que está discutiendo un caso.

»Sólo por diversión, veamos el número de tarjetas de crédito emitidas. Según los datos del año fiscal que acabó en marzo de 1983, había 57,5 millones de tarjetas. En 1985, el número ascendió a 87 millones. En 1990, la cifra se ha disparado a 166 millones. Hablamos de una tasa de crecimiento del 16.5%. Los consumidores del país llevan la cartera repleta de tarjetas. Y las que están por venir.

¿Había tenido Chizuko alguna vez tarjeta de crédito? Se preguntó Honma. Al menos no a su nombre.

»A propósito, he estado hablando de tarjetas de crédito como si constituyesen un grupo homogéneo pero, en realidad, éstas también pueden dividirse en varias categorías. Podemos destacar tres. La primera la forman las tarjetas emitidas por los bancos como UC Group, DC Group, JCB Group, VISA Japan, unas diez compañías en total. Se llevan la mayor parte del pastel: líderes tanto en emisión de tarjetas como en frecuencia de uso de las mismas. —Mizoguchi comprobó los datos—. Hablamos de una tasa de crecimiento de un 20,2% entre los años 1983 y 1990. El siguiente grupo vendrían a formarlo las tarjetas emitidas por entidades no bancarias: Nithon Shimpan, Oriental Finance, Greater Mercantile. Ocho compañías, si nos ceñimos a las más importantes. Registraron un crecimiento del orden de un 16,1%, lo que sigue siendo una cifra enorme. El tercer grupo es lo que llamamos tarjetas de afiliados a centros comerciales. Marui, desde luego, entra en esta categoría, pero hoy día cualquier gran almacén e incluso los supermercados más conocidos tienen sus propias tarjetas, ¿verdad? La tarjeta sólo tiene validez dentro de la cadena de grandes almacenes, lo que supone una cierta desventaja, aunque se compensa con ofertas de descuentos especiales y su accesibilidad al no cobrar gastos de tramitación. En fin, los comercios no son tan estrictos en los requisitos para expedir una tarjeta; la pueden entregar al cliente atando éste pasa con su carrito por caja. Esto supone una fuerte competencia para las dos categorías anteriores. Hoy día, incluso algunas galerías comerciales de las estaciones de trenes expiden sus propias tarjetas. Esta categoría ha experimentado últimamente una tasa de crecimiento del 19,2%. Está disparándose. Se ha vuelto una práctica tan común que es inevitable pasear por las calles sin toparse con alguna campaña de comunicación que pretende dar a conocer una tarjeta u otra. Dígame, ¿tiene usted tarjetas de crédito?

—Pues… —Aquella pregunta pilló a Honma desprevenido y le costó dar con una respuesta—. Tengo una. Creo que es de Union Credit.

—Bastante práctico, ¿verdad? Sobre todo para alguien como usted, de servicio a todas horas, sin saber nunca si tendrá que salir corriendo en mitad de la noche. Yo tengo dos hijas. A la menor ya le robaron el monedero una vez. Y nunca atraparon al ladrón. Desde aquel día, le da miedo llevar dinero en efectivo encima y utiliza casi exclusivamente las tarjetas de crédito. Llevando una tarjeta, incluso si te atracan, sólo arriesgas un mínimo de pérdidas.

—Como cuando viajas.

—Así es. Y lo que es más, puede servir de identificación personal. Definitivamente, esa es una de sus mayores ventajas. Quizás piense que, dado que mi especialidad son las bancarrotas y el rescate de sus víctimas, considero las tarjetas de crédito como la raíz del mal y abogo por su abolición. Pero en realidad, no es en absoluto el caso.

—No, supongo que no.

Mizoguchi continuó:

—De acuerdo. Aquí tenemos la financiación al consumidor que proyecta una sombra de veinte metros sobre algo que tan sólo mide dos. Las principales razones de que esto ocurra son la extensión ilimitada de crédito, los tipos de interés y las comisiones exorbitantes. Ahí radica el verdadero meollo de la cuestión. —Guardó silencio un momento, el tiempo de encontrar el ejemplo adecuado, y añadió—: Hace aproximadamente un año, me ocupé de un caso de quiebra personal. Un oficinista, de veintiocho años. Treinta y tres tarjetas de crédito diferentes. El total de su deuda ascendía a casi treinta millones de yenes y su patrimonio, nulo. ¿Qué hacer en una situación como esa?

Treinta millones de yenes, aquello era más de lo que un humilde funcionario como Honma llegaría a ver nunca, ni siquiera como indemnización por despido.

»Y le pregunto, ¿cómo se supone que una persona que gana apenas doscientos mil yenes al mes podría llegar a acumular préstamos por un valor de treinta millones? ¿Quién estaría dispuesto a prestarle semejante cantidad? ¿Por qué lo haría? A eso me refiero cuando hablo de sobre-extensión de crédito.

Cogió su vaso de agua, pero lo encontró vacío y lo volvió a dejar sobre la mesa.

» Voy a explicarle la situación típica de alguien que acaba endeudado hasta las cejas. Primero, esta persona consigue una tarjeta de crédito. Le resulta muy cómoda a la hora de realizar compras, o hacer un viaje. Es sencillo y práctico, y con una tarjeta le sobra. Pero entonces, sin apenas darse cuenta, se convierte en titular de un par de tarjetas más. Tiene trabajo, cobra su nómina, con lo cual no tendrá problemas a la hora de cumplir los requisitos. Los grandes almacenes, bancos y supermercados le animarán a hacerse sus tarjetas. Le cantarán al oído «no lo dude, obtendrá todo tipo de beneficios y descuentos reservados a los miembros» o «gran facilidad de pago». Así que, el cliente acaba añadiendo unas cuantas tarjetas más a su cartera.

»No tardará en utilizarlas no sólo para comprar sino también para sacar dinero. ¡Es tan práctico! Ya habrá pasado casi sin darse cuenta de
utilizar
las tarjetas de crédito a
sacar dinero
de ellas. Y todo indica que ocurrirá sin que apenas se dé cuenta. Con las tarjetas bancarias, cada vez que saca dinero lo está restando de su cuenta. Sin embargo, con las demás tarjetas no ocurre lo mismo. Sólo tendrá que dar una vuelta por la tienda y encontrar esas máquinas coloridas que tienen aspecto de cajeros automáticos. Únicamente ha de introducir la tarjeta, marcar un número PIN ¡y
voilá
! Tan sencillo como sacar dinero de la cuenta bancaria. Es un modo igual de sencillo de empezar a acumular deudas.

La camarera se acercó a retirar los platos y a llenarles los vasos. Mizoguchi le dio las gracias con un movimiento de la mano.

«Quizás lo considere un ejemplo arquetípico, pero no puede ni imaginar la cantidad de clientes que me han confesado que empezaron a sacar dinero así, por error.

—¿Por error?

—Sí. El cliente sólo pretende sacar dinero de su cuenta bancaria. Resulta que introduce su tarjeta de crédito en el cajero en lugar de la tarjeta de débito. Ya que ha elegido el mismo PIN para todas sus tarjetas, consigue el dinero. Puede que le parezca algo extraño que el recibo de la transacción no muestre el saldo, tan sólo la cantidad retirada, o puede que ni siquiera se inmute. A menudo, el recibo de la tarjeta de crédito no llega hasta final de mes, y es entonces cuando repara en su error.

—Pues vaya una sorpresa tan poco grata. Sobre todo, teniendo en cuenta los intereses.

—Probablemente. Pero también le hará pensar: «vaya, qué fácil es pedir dinero prestado». El interés, a ese punto, no le resulta particularmente alto, son unos tres mil yenes por cien mil prestados. Así que, de vez en cuando, decide permitírselo. —Mizoguchi apuró la mitad del vaso y continuó—: Utiliza su tarjeta de manera habitual, para comprar, para sacar dinero, por pura comodidad. No saca cantidades desorbitadas de una sola vez, sino poco a poco y así no tiene la sensación de estar arriesgándose demasiado. Por desgracia, los préstamos, préstamos son. La deuda se acumula y hay que saldar cuentas.

«Piense ahora en un joven empresario que acaba de empezar. Supongamos que tiene un salario de ciento cincuenta mil yenes al mes. Puede permitirse gastar unos veinte o treinta mil yenes al mes en compras con su tarjeta de crédito. Cuarenta o cincuenta ya sería demasiado ajustado. Si no se anda con ojo, pronto llegará a esa cantidad. Es entonces cuando empieza a tomar prestado dinero de sus tarjetas. Para cumplir con sus pagos a la compañía A, saca dinero de la tarjeta de la compañía B. Ya se encuentra metido en un círculo vicioso hasta que se le va de las manos y ya no puede sacar de ninguna tarjeta. ¿Qué cree que hace entonces?

—¿Acudir a un prestamista?

—Exacto —dijo el abogado, asintiendo—. Y con el prestamista, repite la misma jugada. En cuestión de tiempo estará sacando dinero de la compañía B para hacer frente a los pagos de la compañía A. Y esto puede prolongarse lo suficiente como para que exista una compañía C, D y E. Ciertas compañías no tienen escrúpulos a la hora de mandar sus clientes a la competencia, a entidades de poco calado, menos dotadas en capital, por lo que no escatimarán en captar un cliente, sea cual sea la situación financiera de éste. Necesitan clientes a toda costa y no pondrán un tope de endeudamiento. Así se disparan los intereses. Y así es como funciona el sistema. La única preocupación de los clientes: el vencimiento de la deuda. Y si para afrontar este pago han de pedir un nuevo préstamo, así lo hacen. Es parte del círculo vicioso en el que están atrapados.

—Entonces, ¿insinúa que suelen ser tipos honestos y trabajadores?

Mizoguchi asintió con vigor.

—Sí, exactamente. Personas apocadas, que nunca habrían pensado en tener que salir corriendo en mitad de la noche. Tienen que pagar sus deudas, de una forma u otra. No tienen escapatoria. Y así es cómo van hundiéndose cada vez más en el fango. Se esclavizan a sí mismos y trabajan hasta caer enfermos. O peor.

—¿Y Shoko Sekine?

—Un caso de manual.

Según explicó, Shoko compaginó su trabajo de noche con el puesto a jornada completa que ya tenía. Pero las cosas fueron de mal en peor hasta que finalmente no tuvo otro lugar al que recurrir excepto al peor de todos: al negocio de la recompra.

—Estoy seguro de que en su profesión, señor Honma, habrá oído hablar de estas maravillosas instituciones. Funcionan así: le encargan comprar cualquier cosa, que usted paga utilizando una tarjeta de crédito. A cambio le dan dinero en efectivo, normalmente menos del setenta por ciento del precio de venta de lo adquirido. Ellos se quedan con lo que ha comprado por un precio sensiblemente inferior y usted con el cien por cien de la factura pendiente de pago. Un juego en el que se pierde o se pierde. Por ejemplo, un bono de billetes de tren. El botín llega a manos de agentes de crédito y lo despachan mediante importantes descuentos. Yo mismo los compro cuando tengo que salir de viaje de negocios. Es perfectamente legal. Y ridículamente barato. —Los labios del abogado esbozaron una sonrisa irónica.

»Una vez que forma parte del juego, está estructurado de tal manera que resulta casi imposible salir de la partida. Cuanto más honesto y serio sea el deudor, más bajo caerá. Encaja todos los golpes que puede hasta que llega un momento en que es incapaz de levantarse. Al final, busca el modo de salir de todo ello, una vía de escape que sólo un acto criminal puede brindarte.

»Es puro sentido común, la idea de que una compañía pueda prestarle diez o veinte mil a un chico recién salido de la adolescencia, es una locura. Pero sucede. Estas compañías prestan y prestan frenéticamente, siempre y cuando no paguen el pato y cobren los intereses. De todas formas, suele ser el consumidor y no el banco ni el prestamista, el que acaba pagando los platos rotos. Es como una especie de pirámide invertida, con el deudor en el vértice cargando con una legión de prestamistas. Al menor resbalón, todo se viene abajo. Las deudas se acumulan, exponenciales hasta que el peso acabe aplastándole.

Mizoguchi continuó con su discurso.

«Antiguamente, las cosas funcionaban de otra manera. La única opción que existía era la casa de empeños, anticuada pero buena opción al fin y al cabo. Entonces, se prestaba dinero de manera limitada. Nadie quería prestar sin contar con una garantía, al menos no a un hombre de a pie. Aún así, no puedo decir que prefería las cosas como estaban. Hoy en día, vivimos mucho mejor que antes.

El restaurante empezaba ya a vaciarse. Una nueva ráfaga de vapor blanco salió despedida desde detrás de la barra.

»De tocias formas, ¿cómo regresar a aquellos días anteriores al sistema de préstamo al consumidor? Es decir, estamos hablando de cincuenta y siete billones de yenes al año. ¿Cómo lograr que el genio entre de nuevo en la lámpara? Es imposible. Lo único que digo es que ese sacrificio de decenas de miles de personas cada año es absolutamente evitable. ¿Qué necesidad tenemos de conducirlas al suicidio, a alguna tragedia familiar, a forzarlos a huir de la ciudad o a cometer algún tipo de crimen?

—Según usted, ¿deberíamos cambiar el sistema?

—Sí. Y ponerle freno a las tasas de intereses desorbitadas. Los mayores prestamistas, esos depredadores, cargan entre el veinticinco y el treinta y cinco por ciento de intereses. Se desenvuelven en el limbo: un vacío jurídico entre la Ley de Control de Tipos de Interés y la nueva Reglamentación sobre Finanzas. Dicho de otro modo, operan en una zona gris donde el discurso de las autoridades es más o menos el siguiente: «Sí, las cosas no funcionan como deberían, pero no nos apresuremos a señalar al culpable». Entretanto, el deudor está sumido en una crisis total. Mirémoslo así… —Mizoguchi dibujo una nueva línea sobre la mesa: una curva de unos veinte grados que iba agudizándose hasta dispararse en cuarenta y cinco grados—. Sacar dinero con tu tarjeta, luchar para cumplir con los pagos, recurrir a prestamistas… Siguiendo este patrón, dos millones de yenes prestados a un interés del treinta por ciento anual asciende a dieciséis millones de yenes en siete años. Esta es la curva —dijo, trazando una subida vertiginosa.

»Una vez tuve un cliente, un hombre de unos treinta años que arrastraba una deuda de doce millones de yenes de los cuales nueve correspondían a los intereses. Aquello siguió inflándose, fuera de control. Cuando empezó con el dinero prestado no tenía ni idea de dónde se había metido, de lo despiadado que puede ser este negocio. Y desde luego, los cajeros no informan sobre el funcionamiento de los intereses. —Su boca se torció en una risa ahogada—. Sí, y todo esto nos lleva al siguiente cambio que necesitamos: una educación más consistente. Una amplia información difundida masivamente. ¿Recuerda que ya he mencionado que la gente se lanza de cabeza a los préstamos sin ser consciente de los intereses?

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