La soledad de la reina (60 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Pero hubo otra relación que sí resultó una complicación para Juan Carlos. Otra mujer que no se iba a resignar fácilmente a ser apartada de su vida. O quizás es que, simplemente, estaba enamorada
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Como dice la Biblia, ¡líbreme el cielo de la furia de la mujer despechada!

El rey llegó tranquilamente un día a casa de la vedette anteriormente mencionada, en 1984, y le dijo:

—Lo nuestro se ha terminado.

Su intención era acabar bien. Según cuenta su indiscreto amigo Bouza:

—El rey nunca riñe con amigas con las que ha tenido alguna relación… Se lleva bien con todas, incluso algunas pocas veces las llama…

Pero esta vez no iba a ser así.

Según escribe Fernando Rueda en Las alcantarillas del poder, después de que la actriz y el rey rompieran, durante años él y otros periodistas estuvieron recibiendo filtraciones de que el CESID estaba pagando una cantidad mensual a esa mujer a cuenta de los fondos reservados. Años antes de que su relación con el rey se rompiera, ella había acudido a La Tienda del Espía de Madrid para que dispusieran cámaras en su habitación con el fin de grabar a la persona que se encontraba en la cama con ella. García Abad dice en su libro La soledad del rey que «le pudo costar muy cara al monarca y desde luego no nos resultó barato a los españoles silenciar las supuestas indiscreciones del rey».

Muchos compañeros míos en los que confío con los ojos cerrados me han dicho que han visto fotos familiares de la dama en cuestión en el jardín de su casa comiendo una paella con el rey.

Esas fotos, al parecer, contaba que las había tomado su hijo.

En mayo de 1996 José María Aznar ganó las elecciones y lo primero que hizo fue anular los cargos misteriosos que se estaban pagando a cuenta del erario público. El 25 de mayo de 1997, la artista denunció que habían entrado en su casa y habían robado documentación personal «que atañe a personas importantes de este país». La actriz afirmaba que este material lo conocían Mario Conde, el periodista Antonio Herrero y Manuel Prado.

El diario El Mundo publicó esa información el 27 de junio de 1997, un día después de que Antonio Herrero lo difundiera en su programa de la cadena COPE.

Sofía se enteró, esta vez al tiempo que todos los españoles, por la radio y la prensa escrita de los problemas de esta popular artista y no le costó leer entre líneas. Pero ese día tenía un compromiso oficial y ni se le pasó por la cabeza no acudir.

Aunque llevaba tiempo blindándose contra el dolor, sufría, ¡diablos, si sufría!

Seguramente solo se atrevió a comentárselo a Sabino.

Cuando sus amigos le preguntaban confidencialmente a Sabino si la reina conocía las actividades de su marido con detalle, este contestaba:

—No sabe si son muchas o una pero muy viajada.

El rey sabía que su fiel consejero era el depositario de las penas de la reina, el único, aparte de sus hermanos y su prima, y no se lo perdonaría nunca. En cuanto pudo, lo apeó del cargo en el que había servido con toda lealtad.

Es el 25 aniversario del Zoo de Madrid. Hay una foto enternecedora de ese día. Una funcionaria le pone a Sofía un cachorro de schnauzer en los brazos. La reina lo abraza con dulzura, cierra los ojos, acerca su rostro, enflaquecido y pálido, a esa bola de pelo suave en la que apenas se distingue una nariz, negra, el brillo de unos ojos vivaces.

El mundo se hace pequeño, de tan solo dos. Fuera acechan vampiresas que rompen matrimonios y hombres que engañan a sus mujeres. Todavía abrazándolo, la reina pregunta tímidamente:

—¿Puedo llevármelo a casa?

No quiso que nadie lo cogiera. Ese día la reina llegó a su casa concentrándose en esa vida nueva que llevaba entre las manos para no volverse loca.

Creo que no debe extrañarnos que la reina aceptara con benevolencia que Elena y Cristina se casaran fuera de las normas reales. Esta decisión las iba a separar del trono, pero podría hacerlas más felices de lo que había sido ella.

¡Cómo querer que sus hijas se prestaran a un matrimonio de conveniencia! ¡Para sufrir como bestias!

¿Cómo era lo de don Juan?

—Los miembros de las familias reales somos sementales de buena raza, y nuestra principal obligación es perpetuar la especie, procreando una y otra vez, pero sin cambiar de vaca como los toros bravos…

En la elección de los maridos se demostró que tanto Elena como Cristina se habían educado como chicas normales, por eso escogieron con naturalidad muchachos plebeyos para casarse, una posibilidad que una princesa real educada conforme a su rango, como lo fue Sofía, ni siquiera hubiera contemplado.

Elena se decantó por Jaime Marichalar, un empleado de banca perteneciente a la pequeña nobleza castellana, muy escaso de caudales. Cristina optó por su parte por un jugador de balonmano, y al parecer su ejemplo ha fructificado entre sus colegas, ya que una nieta de la sacrosanta reina de Inglaterra se acaba de casar con un jugador de rugby con el físico de un descargador de muelle, ¡le falta incluso algún diente en la parte frontal!

A ambos los despachó pronto con una definición letal el fino analista monárquico Juan Balansó, cuya ausencia lamento a diario, no solamente por el aspecto personal, como sabe su prima, de quien soy buena amiga, sino por los interesantes libros que nos ha hurtado la muerte. Balansó llamaba a Marichalar y a Urdangarín «bisutería fina».

El rey, cuando se casaron las infantas, dijo:

—A mí me es igual que sean tontos o listos, guapos o feos, lo único que pretendo es que quieran mucho a mis hijas y las hagan felices…

En el caso de Cristina, parece ser que lo ha conseguido, porque ella es la típica hermana a la que todo le sale bien: su trabajo de responsabilidad, solidario y con un buen sueldo, en la obra social de Telefónica, sus hijos, los cinco sanos y altos, el guapo marido, que tan bien librado ha salido de sus últimos problemas legales, su matrimonio que, a pesar de los rumores, sigue viento en popa a toda vela, por utilizar la comparación que más pueda agradar a nuestra infanta… Cuando posan en las fotos, parecen la familia de Julio Iglesias o la familia Trapp, solo les falta cantar.

Elena, sin embargo, ha elegido el camino difícil. O es al revés.

Su matrimonio con Marichalar, a pesar de haber tenido dos hijos, pronto deviene en desilusión: se convierte en una de las mujeres más elegantes de Europa, pero qué importa eso cuando por dentro eres tremendamente infeliz. La prensa empieza a decir que la pareja piensa separarse. El 22 de diciembre de 2001 Marichalar sufre un ataque cerebral mientras está haciendo ejercicio en la bicicleta estática de su gimnasio.

A partir de aquí empiezan para la infanta tres años terribles que la convierten en otra mujer. La enfermedad la ata a su marido con cadenas irrompibles; el carácter de Marichalar se vuelve irascible, desconfiado, agresivo, su cerebro está afectado y es capaz de decir las mayores barbaridades sin darse cuenta.

Elena cambia y saca lo mejor de ella misma. Se crece en la dificultad. Se va a vivir con él a Nueva York para ayudarle en su recuperación en el hospital Monte Sinaí con Valentín Fuster y están un año alojados en el hotel Intercontinental a un precio módico que le «arregla» Paz, la directora, que es española.

Sus hijos van a una guardería que los jesuitas tienen en Manhattan. A través de la hípica entabla relación con la alta aristocracia de Nueva York, desde los Hearst a los Rockefeller, y un buen amigo le busca casa en los Hamptons para que pase el verano. Elena es fuerte, valiente, hace de apagafuegos en los desmanes de su marido, pero está siempre en tensión, sin relajarse nunca, y su físico lo revela. Delgada, rostro arrugado, expresión crispada, malos modos con la prensa, hombros rígidos que seguramente provocan fuertes dolores de cervicales.

No puede bajar la guardia ni un momento, Marichalar le dice con acritud a una chica Hearst:

—Llevas un traje feísimo.

Y la infanta se apresura a quitar hierro al grosero comentario de Jaime:

—Y estás guapísima y elegantísima con él.

No tienen dinero. Sofía le ruega a la íntima amiga de su hija, Rita Allendesalazar, que la cuide, y esta, dando pruebas de ese espíritu de sacrificio que tienen los monárquicos cuando se trata de obedecer a su rey, deja a su marido y sus hijos para estar al lado de la infanta, pagándose ella sus propios gastos.

Hoy, Rita es la que está enferma, y es la infanta la que no se mueve de su lado.

Sofía va a visitarla, ve como su hija está saliendo adelante a pesar de las dificultades, y se emociona. Pensaba invitar a toda la familia al elegante Cote Basque, pero Cristina le dice:

—Mamá, los niños preferirán que vayamos a comer a un burguer.

Allí puede verse como aquella adolescente siempre de malhumor, regordeta y poco agraciada, llama la atención por su delgadez sofisticada y por su porte elegante. El sufrimiento ha llenado su rostro de aristas, pero su mirada se ha dulcificado.

Un español que vive en Nueva York se acerca a la reina espontáneamente y le dice:

—La infanta está dejando muy alto el pabellón de España, ¡se nota la educación que le ha dado vuestra majestad!

Cuando llegan al aeropuerto, se quedan una frente a la otra, madre e hija. Ninguna de las dos es efusiva; los años de soledad conyugal han matado a aquella Sofía afectuosa que buscaba a escondidas las caricias de sus hijos.

Pero ahora se abrazan largamente, y Elena le dice:

—No te preocupes, mummy, saldré adelante.

Y Sofía, mientras sube al avión, puede concederse un halago:

—Pues tan mal no debo haberlo hecho cuando he tenido una hija como Elena.

Cuando los duques de Lugo regresan a Madrid, Elena está embarazada, pero pierde a su hijo.

Ya no hay vuelta atrás.

A una sigue otra, y otra y otra, españolas y extranjeras, nobles o plebeyas, como las cuentas de un collar «¡mil quinientas!», como me dijo en broma un amigo del rey.

¡Hasta Lady Di! Según cuenta Kitty Kelley en su libro sobre los Windsor, durante las visitas de Lady Di a Mallorca, en 1986 y 1987, el rey quiso «ligar» con ella, y al parecer intentó algún avance «táctil» con la excusa de juguetear con el viejo pastor alemán Archy. Así se lo comentó Lady Di a su ayudante, Ken Wharfe, con esa encantadora (y falsa) timidez que se ganó el corazón de los ingleses:

—Parece absurdo, pero sé que le gusto al rey.

En dicho libro también se cuenta que, para pagar a un chantajista que pretendía publicar unas fotos de Lady Di en el gimnasio, se le entregó un cheque de cuarenta y cinco mil dólares procedentes de una cuenta corriente española, por lo cual deduce la escritora que fue Juan Carlos el que le envió ese dinero. Déjenme que me ría de esta suposición tan absurda y que aventure otra hipótesis: creo que el remitente español de este dinero fue la revista ¡Hola! y que a cambio Lady Di accedió a dar una entrevista a la citada publicación.

Sofía, perdida ya toda esperanza, se había construido una vida al margen de su marido. Su proyecto común, el mantenimiento de la institución, garantía de su propia supervivencia como reyes, los mantenía unidos unas horas a la semana, pero la intimidad de su habitación cerrada nadie la violaba. Los españoles nos acostumbramos a verlos como una pareja distante, hasta el punto de que nos asombramos de que la reina llorara junto a su marido en el entierro de don Juan, el 1 de abril de 1993, o en el de doña María, el 5 de enero de 2000.

Lo que sería normal en cualquier matrimonio, en ellos sorprendía por insólito.

La reina viajaba mucho a Londres para ver a su hermano, se decía incluso que se había comprado allí un apartamento, muy cerca del hotel Claridge. Allí es donde dicen que empezó a realizarse sus primeros retoques estéticos, a base de infiltraciones en el rostro. Sonriente, atendiendo a sus compromisos sin ponerse nunca enferma, asistía a todos aquellos actos que su agenda le marcaba.

Cumplía, pero sin imaginación. El único de la familia que sabe comunicar es el rey. El resto de los españoles no sabemos cómo son ni el príncipe, ni las infantas. Ni siquiera la reina. No conocemos ni el tono de voz que tienen.

A la reina, además, no se le permitía pronunciar discursos ni hablar delante de un micrófono para que los españoles no advirtiéramos lo mal que hablaba el castellano.

Por supuesto que tampoco conocía otras lenguas del Estado, ni catalán, ni euskera, ni gallego. Ella, que es tan políglota que dice entre risas:

—Podría ganarme la vida como traductora.

A pesar de dar tan poco motivo para la murmuración, la maledicencia se cebaba también en la reina. En cualquier reunión de periodistas, te contaban lo último del rey: una señora bien de Barcelona, la excompañera de un importante editor, tal actriz, una presentadora de televisión… y alguien, el más enterado, bajaba la voz y te decía:

—Y la reina…

Y sacudía la mano arriba y abajo para indicarte la magnitud de sus amantes. Un arquitecto del entorno de El País, un profesor universitario, incluso el violonchelista ruso Mstislav Rostropovich, expulsado de su patria durante diecisiete años, que tocaba en la calle la Suite número 2 de Bach mientras los berlineses derribaban piedra a piedra el muro que durante cuatro décadas había dividido en dos su ciudad.

Decían que la reina compartía con él su apartamento de Londres. El hecho de que Rostropovitch estuviera casado con la soprano Galina Vishnevskaya desde hacía sesenta años no arredraba al promotor de la idea:

—¡Qué importa! ¡La reina también está casada!

Poco antes de morir, el músico comentaba en una entrevista:

—Pude sobrevivir en el exilio gracias a la ayuda de los reyes de España.

Yo voy a dar el nombre concreto de una persona a la que se relacionaba íntimamente con nuestra reina: Enrique de la Mata Gorostizaga.

Era presidente de la Cruz Roja Internacional y había sido ministro con Suárez. Era un hombre alto, muy varonil, con unos ojos verdosos rodeados de unas pestañas rizadas y negrísimas que te magnetizaban. Una buena persona.

Era amigo mío. Él y su elegante mujer, Ángeles, tenían una casa en Marbella que sus siete hijos llenaban de risas y conversaciones. Un hogar feliz.

Mientras comíamos en Horcher un lenguado que nos miraba de perfil, se lo pregunté:

—Enrique, me han dicho que te entiendes con la reina…

Lo negó vehementemente:

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