Cualquier barbaridad contra aquella figura que caminaba sola parecía posible. Y lo que más impresionaba es que todos se dieron cuenta de que tenía miedo. La nuez de su garganta subía y bajaba, había momentos en que parecía encogerse como si estuviera esperando el disparo fatal, ¡se necesitaba mucho valor para hacer lo que hizo teniendo tanto miedo!
Vilallonga le preguntó más tarde al rey:
—¿Quién os pidió presidir el entierro del almirante?
—Nadie. Las gentes encargadas de mi seguridad no estaban de acuerdo.
—¿Erais consciente de que aquel día constituíais un blanco perfecto para un tirador?
—Nunca pienso en ese tipo de cosas.
Naturalmente, esta afirmación era mentira, ¿cómo puede confesar un rey que algún día tuvo miedo? La reina, que habló
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también de esa jornada, contó la verdad:
—Era como aquello de «solo ante el peligro». No sabíamos si los que habían asesinado a Carrero querrían llevarse a alguien más por delante. Él, que no es fumador, ese día se fumó ¡sesenta pitillos!
A la misma hora, Franco estaba merendando en El Pardo con su mujer y el capitán ultraconservador Urcelay. Cuando oyó el sonido de la salva de veintiún cañonazos que acompañó el entierro, se echó a llorar.
Destrozado, se dejó convencer por su mujer y por Urcelay de que nombrara presidente al ministro de la Gobernación, un ultra recalcitrante, reconocido antidemócrata, Carlos Arias Navarro.
Doña Carmen, que se había puesto amarilla por un ataque de bilis que hasta Vicente Gil advirtió que era «por los nervios», le conminó:
—Si no lo nombras a él, Paco, nos van a matar a todos. ¡Quiero dormir tranquila!
Durante tres días doña Carmen se afanó, con la ayuda de Nieto Antúnez, Vicente Gil y Rodríguez de Valcárcel, de la vieja guardia de posguerra, para convencer a su marido mediante súplicas y amenazas, hasta que Franco cedió. Luis María Anson contó más tarde que «Arias era la garantía de su familia para el futuro». Doña Carmen se fotografió con el nuevo vicepresidente con gran exhibición de dentadura. ¡Había ganado su candidato!
No se entiende muy bien que, cuando Sofía habla de la mujer de Franco, siempre diga:
—No se metía en política… Franco no le consultaba… Ella solo estaba a sus meriendas de señoras mayores…
¡Por Dios, si expertos como Anson, Preston, Hugh Thomas cuentan lo que antecede! ¿Cómo una persona inteligente, perspicaz y que encima vivió los acontecimientos en primera línea, puede soltar tamaño disparate?
El príncipe decretó en privado que la designación de Arias era un «desastre sin paliativos». Sofía, que estaba remodelando las habitaciones de los príncipes en el primer piso, le volvió a comentar al arquitecto:
—No sé si seguiremos aquí cuando se terminen.
Y don Juan reflexionaba con amargura en Estoril:
—«Esos» primero me han jodido a mí y ahora están jodiendo a mi hijo.
Arias parecía darles la razón a los agoreros. Empezó destituyendo a todos los ministros aperturistas e hizo un gabinete formado casi exclusivamente por gente del búnker, gabinete que sometió al beneplácito de Alfonso de Borbón y no de don Juan Carlos, como hubiera sido lo adecuado. Sin darse cuenta de que se trataba del último aliento de vida de un cadáver político, la camarilla de El Pardo se frotaba las manos y le impidió al príncipe de España prácticamente todo contacto directo con Franco:
—Está cazando.
O:
—Está durmiendo la siesta.
O:
—Con muchas visitas.
Arias únicamente se dirigió a Sofía y a Juan Carlos para reconvenirles:
—No es conveniente que sus altezas se distraigan con el esquí o las vacaciones… Sería mejor que se quedaran en Zarzuela.
Juanito, malhumorado, le comentó a su mujer:
—Llevamos diez años encerrados aquí… No se dan cuenta de que nosotros somos jóvenes y no unos viejos como ellos…
El marqués de Villaverde no ocultaba su complacencia y le decía a su entorno:
—De momento tenemos cinco años más de gobierno leal a nosotros, y luego… ya veremos.
En una cacería a la que acudió con su yerno Alfonso de Borbón, ambos se congratularon delante de los otros asistentes de lo «falangista» que había quedado el gobierno después de la muerte de Carrero y repitieron lo mismo que dijo Franco en su mensaje de fin de año y que nadie entendió:
—No hay mal que por bien no venga.
Pero el nombramiento de Arias tampoco iba a representar al fin una merma en las posibilidades de Juan Carlos, ¡las agujas del reloj no pueden girar en dirección contraria! Todos los intentos de volver al pasado fueron inútiles; la coyuntura internacional no propiciaba las dictaduras y la mentalidad de los españoles también había cambiado. Los dos únicos ministros aperturistas trabajaron incansablemente a favor de Juan Carlos.
Pío Cabanillas (Información y Turismo) convenció a Arias de que «solo se reforma lo que se quiere conservar», inspirándose quizás sin saberlo en la divisa del príncipe de Lampedusa, «que todo cambie para que nada sea diferente».
Así pues, el primer texto que Arias leyó en las Cortes fue sorprendentemente progresista, y daba más atribuciones a Juan Carlos, contemplaba una especie de ley de asociaciones e inauguraba lo que se conoció como espíritu del 12 de febrero. Antonio Carro (ministro de Presidencia), por su parte, introdujo a muchos miembros de grupos católicos progresistas, conocidos como los «tácitos», en las subsecretarías de los ministerios, de tanta influencia. Ya ni el mismo Franco era consciente de ello, pues estaba muy disminuido de facultades y mascullaba improperios contra las conspiraciones judeomasónicas:
—Los españoles solo nos identificamos con Isabel la Católica y con el espíritu del 18 de julio regado con la sangre de nuestros muertos.
En realidad, como dijo él mismo en su día, todo estaba atado y bien atado.
Ahora era Alfonso el que se hundía. ¡Tanto esfuerzo para nada!
¡Lo perseguía la fatalidad y se levantaba por las mañanas preguntándose para qué había nacido!
Si él hubiera tenido tan solo una pequeñísima parte de la «baraka» que los marroquíes le adjudicaban a su primo se habría comido el mundo. Pero había nacido con mala estrella. Al final había sido él el que había vuelto a la casilla de salida.
No, peor. Porque ahora estaba sin trabajo, sin dinero y con dos hijos y una mujer por mantener. A la desesperada, aceptó un cargo menor, presidente del Instituto de Cultura Hispánica. Era un cargo honorífico, aunque él intentaría dotarlo de solemnidad y empaque, un buen envoltorio para el vacío más absoluto.
Los «alfonsinos» poco a poco se irán pasando a las filas juancarlistas. Su mismo suegro, el marqués de Villaverde, dejó de hacer los habituales brindis con los que cerraba todos sus banquetes:
—¡Por los reyes de España, Alfonso y Carmen!
Y pidió ser recibido en Zarzuela. Quería estar humilde, pero, sin poderlo remediar, le salió la vena chulesca:
—Alteza, no preste atención a los cantos de sirena que tratan de desunir a las dos familias. Nosotros no queremos más que el arraigo de la monarquía y su bien [el del príncipe de España], estamos embarcados en el mismo barco y si hiciera agua por algún lado, todos nos hundiríamos.
Juan Carlos fingió no darse cuenta de la amenaza que ocultaba el comentario y lo abrazó, pero Sofía se limitó a tenderle fríamente la mano.
Lo que no habían podido conseguir las democracias europeas, el bolchevismo internacional, los masones, la conspiración judeomasónica, o los masones y los judíos por separado y cada uno por su cuenta, lo consiguió el frío airecillo de Guadarrama.
Fue el 1 de octubre de 1975. Cientos de miles de personas abarrotaban la plaza de Oriente al grito de «ETA al paredón», «No necesitamos a Europa», «No somos muchos, pero somos machos», «Muertos de la Cruzada. ¡Presentes!» y un impensable «España unida, jamás será vencida», supongo que sin saber que tal eslogan había sido creado por el Chile de Allende para luchar contra la dictadura militar.
Hacía apenas dos semanas que se había fusilado a cinco jóvenes militantes antifranquistas. Todos habían preferido ser pasados por las armas antes que el garrote vil. Ángel Otaegui Echevarría fue ejecutado de una ráfaga de disparos por voluntarios de la policía armada en el patio de la prisión de Villalón, en Burgos. Tuvo que pasar sus últimas horas en absoluta soledad, su abogado estaba enfermo y a su madre solo le permitieron visitarlo diez minutos.
A Juan Paredes Manot, Txiki, de veintiún años, lo mató de once disparos justos un pelotón de la guardia civil, en un descampado al lado del cementerio de Collserola en Barcelona. Su hermano y sus abogados, Marc Palmés y Magda Oranich, lo oyeron cantar aun en el suelo, hasta que el teniente que mandaba el pelotón le dio el tiro de gracia.
Aún hoy Magda Oranich lleva una fotografía de Txiki en su billetero.
José Humberto Baena, de veintitrés años, José Luis Sánchez Bravo, de veinte años, y Ramón García Sáenz, de veintisiete, fueron fusilados en el campo de tiro de El Palancar, en Hoyo de Manzanares, al lado de Madrid. José Oneto escribió que, cuando los periodistas oyeron los disparos, «nos recorrió un intenso y largo escalofrío, algunos de nosotros, con lágrimas en los ojos, musitamos un “¡cabrones!”».
En Europa arreciaron las protestas por esas penas de muerte ejecutadas por Franco. Desde Estocolmo a Lisboa, de Londres a Roma, en un aspa emocionante de dolor y solidaridad, cientos de miles de manifestantes salieron a la calle, hicieron guardia con velas delante de las embajadas españolas, en Lisboa llegaron a incendiarla, gritaron, guardaron silencio, algunos rezaron, otros cantaron viejos himnos revolucionarios y enarbolaron pancartas en las que salían los nombres de aquellos cinco muchachos muertos cuando apenas empezaban a pisar el sendero de la vida.
En la madrileña plaza de Oriente, en el balcón del Palacio Real, escuchando los gritos de «no queremos apertura, queremos mano dura», estaban Sofía y Juan Carlos, que llevaban tanto tiempo tratando de ofrecer una imagen moderna y liberal de España y veían como todo su esfuerzo se estaba haciendo añicos.
Fue ese quizás el momento más duro de su largo camino hacia la Corona. Cuando salieron al balcón, fueron saludados con gritos de «¡príncipes, príncipes!», que se supone que debieron causarles una impresión tan fuerte que se mantuvieron todo el acto cabizbajos y recelosos, como si no quisieran llamar la atención.
Comentándolo Juan Carlos después, dijo de esos días:
—Nunca supuse que se podía sufrir tanto.
Franco les había pedido personalmente que estuvieran en el balcón, junto a él y a doña Carmen. Tenían que apoyar con su presencia aquel espectáculo digno de la Alemania nazi dirigido por un contemporáneo de Hitler. Un Franco con dificultades para respirar y guantes blancos, para tapar posiblemente el vendaje de su mano. Primero dio las gracias por esa «Viril manifestación», y después empezó a disparatar dando rienda suelta a su creciente paranoia, atribuyendo los problemas de España a:
—Una conspiración masónico-izquierdista de la clase política, en contubernio con la subversión terrorista y comunista en lo social…
Para terminar reconociendo que el pueblo español «no es un pueblo muerto» (gran ovación) y que «ser español ha vuelto a ser algo en el mundo».
Un discurso de cuatro minutos y medio y se despidió de la multitud, que lo vitoreaba gritando:
—¡Franco, Franco, Franco!
Y también cantando:
—Cara al sol con la camisa nueva…
La plaza brazo en alto y él también, como si el calendario de la historia hubiera retrocedido cuarenta años. Franco lloraba con grandes suspiros, gemía y las lágrimas le caían por detrás de las gafas oscuras. Iba vestido con uniforme de capitán general y medallas; su figura parecía haber mermado, se le veía diminuto. Detrás de él, el príncipe de España iba también con uniforme. Pálido, ojeroso, con gesto crispado, paseaba por la multitud una mirada entre inquieta y triste. Fue el único en el balcón que no levantó el brazo con el saludo fascista.
Sofía estaba al lado de doña Carmen; nadie cuestionaba la incongruencia de esa presencia femenina en ese acto tan «viril».
Conocemos la opinión de Sofía acerca de aquellas muertes, claro está que hay que tener en cuenta que se dio
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en diferido:
—Aunque ley en mano había pena de muerte, a mí me parecía horrible, inhumano, me repugnaba… —Y aquí proporcionaba una información novedosa—: Mi marido trató de interceder para que no los fusilaran.
Hablo con Magda Oranich, treinta y siete años después de aquellos sucesos, de los que ella fue protagonista y testigo privilegiado, ya que, junto a todos los defensores de los muchachos fusilados, abanderó las protestas en todo el país y llevó a cabo las peticiones de clemencia que se cursaron a grandes personalidades del momento:
—Los colegios de abogados de toda España estuvimos en asamblea permanente durante semanas… Recabamos apoyos hasta en el infierno, ¡y en el cielo! Todos se movieron, el papa estuvo hasta el último momento intentando parar aquella barbarie y sé que hubo monárquicos partidarios de don Juan que también hicieron campaña y participaron en manifestaciones antifranquistas en distintos puntos de Europa.
—Magda, ¿tenéis constancia de la postura de los príncipes de España?
—Nunca se nos ocurrió acudir a ellos, piensa que entonces se les tenía por unas marionetas de Franco, siempre a su lado y de su cuerda… Nadie pensó que podían oponerse a esas penas de muerte… Nosotros dábamos por supuesto que las apoyaban…
—Posteriormente, y dado que tú tienes cierta relación con la reina, ¿te consta si era así en realidad?
Magda, una mujer comprometida, honesta y valiente, que continúa en activo abanderando todas las causas perdidas que sacuden el mundo, se toma su tiempo para contestar:
—Para todos ha sido una sorpresa que luego el rey saliera tan demócrata y liberal, ¡una maravillosa sorpresa! Y quizás sí que en su fuero interno se oponía… Yo, personalmente, estoy convencida de que la reina ha estado siempre en contra de la pena de muerte, ¡una persona que ama tanto a los animales como ella es un ser sensible que no puede estar al lado de un horror semejante! En las conversaciones que he tenido con ella siempre se me ha mostrado como una persona bondadosa, de gran corazón, una humanista con un gran sentido de la solidaridad y también de la compasión.