—¿Sabe usted cuánto dinero nos cuesta a todos los españoles que su alteza salga a merendar como un niño más?
A partir de entonces, lo hizo en el colegio.
Otra. Todos los niños presumían de sus fincas, sus jardines, el chalé del abuelo en Marbella, sus caballos. Cuando le preguntaban a Felipe, contestaba compungido:
—Yo no tengo nada de eso… bueno, desde la ventana de mi habitación se ven dos árboles.
No faltaba la consabida anécdota de que el guarda del colegio se había acercado a un coche mal aparcado diciendo:
—Circule.
—Perdón —contestó el príncipe de España—, pero tengo permiso del director para estar aquí.
Juan Carlos y Sofía daban una imagen moderna de la monarquía, muy distinta de la de los miembros de la jet set que tenían Alfonso y Carmen, por un lado, y la rigidez «carpetovetónica», como se decía entonces, del matrimonio Franco. Y también, y quizás esto era lo más triste, de la imagen que se había encargado el régimen de fabricar para don Juan, que se lamentaba con desesperación:
—A mi hijo lo han puesto en el trono los franquistas. A mí no me han dejado ya más que ser el rey de los rojos. ¡Hay que joderse! ¡Tampoco es eso! ¡Rey de los rojos!
Juanito empezó a tener una actividad frenética y, casi siempre, ya sin Sofía, ¡en la machista España no se comprendía muy bien eso de que los dos miembros de la pareja estuvieran al mismo nivel!
Además se le indicó al príncipe que no le favorecían los rumores de que él era tonto y Sofía la lista.
Se lo contó a su mujer con paciencia:
—Las reuniones son solo de hombres, no se sienten cómodos en presencia de una mujer. ¡Lo siento, chica! Luego te lo explicaré todo.
Y así lo hacía.
Al principio.
Poco a poco fue prescindiendo de su compañía, y, lo peor de todo, fue acostumbrándose.
Se amplió la zona de despacho y La Zarzuela se abrió a nuevos elementos, sus antiguos amigos Miguel Primo de Rivera y Jaime Carvajal, José Joaquín Puig de la Bellacasa y Niki Franco y Pascual de Pobill, el hijo de Nicolás, el hermano del Caudillo, con el que había compartido los favores de María Gabriela, que también había sido novia de Alfonso. Incluso elementos filosocialistas como Fernando Morán y Luis Solana, que acudía a La Zarzuela con casco de motorista para no ser reconocido. Torcuato Fernández Miranda, su asesor, elaboró un plan para conseguir una transición pacífica desde el franquismo a la democracia cuando llegara el momento, cuyo resumen podría ser «ir de la ley a la ley». Nadie en el equipo juancarlista, evidentemente, pretendía continuar con los dichosos Principios Fundamentales del Movimiento, pero dado que don Juan Carlos no había tenido más remedio que jurarlos para ser designado sucesor, la única forma de no quedar como un perjuro era abolirlos «yendo de la ley a la ley».
Aunque todo este plan, llamado «Lolita», era materia reservada, no dejaba de advertirse que algo se movía en el entorno de La Zarzuela. La inquietud y el temor cundían en las filas «alfonsinas».
Faltaba muy poco, pero ahora todos los pasos eran importantes y no podía cometerse ningún error.
Federica.
Federica, más que un error, era un estorbo. Es cierto que ya no tenía intención de adquirir una propiedad en España, pero venía a menudo a Madrid, ¡al fin y al cabo, las visitas todavía no le habían sido prohibidas! Pero no se podía dar pie a que se dijera que lo hacía para aconsejar a su hija, y menos a su yerno, ¡más valía que se la alejara definitivamente de Zarzuela, y si podía ser, del país también!
Federica no necesitó que nadie se lo dijese, porque ya lo sabía, se había hecho experta en desaires y desconfianzas. Acababa de recibir el golpe más fuerte de su vida, ¡uno más! ¡Todos eran los golpes más fuertes de su vida! La monarquía había sido definitivamente abolida en Grecia mediante un referéndum; volvió a ser una república como en el fondo no había dejado de serlo nunca, no en vano allí nació la democracia.
La habían borrado de un plumazo. La habían rechazado, a ella y a los suyos. Tino nunca sería rey. Los griegos se habían lanzado a la calle arrastrando sus retratos, habían quemado fotos suyas en las plazas de los pueblos, ¡suyas! ¡No de Palo ni de Tino! ¡De Federica!
¡Si hasta se decía que aquellos niños que salvó de las garras de los comunistas durante la guerra civil fueron luego vendidos como perrillos de lujo a ricos norteamericanos! ¡Salían aquellos niños, ahora hombres con gorras de béisbol, zapatillas de deporte, pantalones vaqueros, pero con un perfil inequívocamente griego, llamándola secuestradora y cosas peores! ¡Hasta Pedro, su sobrino, el hijo de la tía María, el hermano de Eugenia, había surgido de las sombras para señalarla con su dedo acusador y llamarla sátrapa! Incluso en alguna entrevista insinuaba que Federica, la reina, le había hecho proposiciones deshonestas.
En televisión había visto primeros planos de mujeres gritándole: «Tanatos», poniendo el pulgar hacia abajo.
Muerte. Sí, eso quisiera ella, morir, navegar en la barca de Caronte hacia el Hades. ¡Que los espíritus de los difuntos vinieran a buscarla, como hicieron con Ulises, a arrancarla de este mundo para unirse a Palo, el joven príncipe que la enamoró en Florencia!
Pero todavía no era la hora. ¿Cuánto falta, Palo? ¿Cuánto falta?
Federica se pasaba mucho tiempo sin salir de su habitación.
Llamaba por teléfono. Escribía cartas. Al final le pidió a su hija que se reuniera con ella. Sofía entró en su cuarto casi de puntillas; en un rincón se quemaba una varilla de incienso y en el casette sonaba la guitarra de diez cuerdas de Ravi Shankar.
Federica le dijo sin ambages:
—Estoy cansada, Sofía. Tengo agotamiento moral. ¡No entiendo el mundo! Pero no estoy preparada para morir y tu padre no quiere llevarme todavía.
Sofía la cogió de las manos. No quería llorar, no sabía cómo consolarla:
—Mamá, qué quieres decir… No vas a morirte, te necesitamos, Tino, yo, Irene…
Federica sonrió:
—No, hija, no nos engañemos. Tino está en Londres, tiene que ganarse la vida, como lo hizo vuestro padre. —Con un resto de su antiguo humor, se echó a reír—. Esperemos que no tenga que emplearse de mecánico de una compañía de aviación, ¡pobres aviones! ¡Como para no subir a ninguno nunca más! Tú no solamente no me necesitas…
Sofía iba a protestar con los ojos llenos de lágrimas, esa mujer que no lloraba nunca, a la que los españoles no hemos visto llorar prácticamente jamás, pero Freddy la cogió por los hombros y los sacudió con suavidad:
—No, Sofi, yo ya te he dado todo lo que podía darte… además, me temo que, por lo visto, no debo haber sido muy buena reina… quizás no soy un buen ejemplo… quizás ni siquiera he sido una buena madre. Tienes más sentido común que yo. —Con una sonrisa pícara se inclinó hacia ella y le clavó el dedo en el pecho—. No te preocupes, solo yo sé que aquí dentro late un corazón tan apasionado y loco como el mío, ¡que no lo sepa nadie, hija mía, te lo romperían! ¡Es mejor que piensen que eres fría e invulnerable! ¡Te creerán fuerte y te respetarán!
Se apartó de ella casi con brusquedad. Sofía le preguntó:
—Pero, mamá, ¿qué vas a hacer?, ¿dónde vas a ir…?
—Bueno, ya no tengo patria, ni ningún país al que volver…
Mi patria es el lugar que me va a instruir y mi país es el corazón de mi maestro…
Fue a un cajón, sacó un mapa que extendió sobre la cama, y le indicó un punto:
—Mira, Sofía, aquí está Madrás, en el sur de la India, ahí hay una persona muy sabia, el profesor Mahadevin, que me ha admitido como alumna.
—Mamá, ¿tú a la universidad?
Federica se echó a reír:
—No, hija, da clases en un piso muy modesto… yo viviré en un ashram y espero llegar a aprender la centésima parte de las cosas que ignoro sobre mí misma… no me llevo nada, ropa, joyas, quédatelo tú, guárdalo para las niñas o repártelo… pero sí me llevo a Irene, ella no me necesita tampoco, pero yo sí la necesito a ella, ¡soy así de egoísta!
Sofía estaba desconcertada. No sabía qué decirle:
—Pero te veré, ¿volverás?
—Claro, no me voy a… ¿cómo se llama eso que tenéis aquí en España tan horrible?, ¿un convento de clausura? Vendremos a veros a vosotros y a los niños, ¡será una fiesta!
Se quedaron la una frente a la otra sin saber muy bien qué hacer. Sofía era más alta que su madre. Freddy tuvo que ponerse de puntillas para besarla en la frente. Y aún le dijo:
—Soy incorregible, me voy a ir dándote un último consejo… no, dos.
—Sí, mamá.
—Estudia tú también, Sofía. Tienes fama de mujer inteligente y culta en España, los dioses sabrán por qué, ¡no los defraudes! Y… tú… Juanito… Juanito y tú… Verás, el amor tan ardiente duele y quema… Juanito…
—¿Sí? ¿Juanito? —preguntó anhelante Sofía.
Pero Federica agitó la mano y dio media vuelta, empezó a recoger las cosas que tenía sueltas por la habitación, un fular de seda, un abanico, la funda de sus gafas, el libro de meditación, no quería que su hija la viera emocionada:
—Déjalo, nada, ¡lo que tenga que pasar, pasará, y de lo otro, para qué preocuparse!
Y así fue como Sofía decidió ir a la universidad.
Mondéjar le aconsejó matricularse en un curso de humanidades que se daba los sábados en la Complutense con todo tipo de asignaturas, filosofía, literatura, historia, política, sociología… con muchos profesores de izquierdas o de formación marxista y junto a cien alumnos más con los que debía hablar, compartir apuntes, hacer trabajos… En casa, por las tardes, se ponía al lado de sus hijos, los cuatro hacían sus deberes en la misma mesa, cada uno bajo un flexo. Llegaba Juanito de sus comidas en Mayte Commodore o de sus reuniones en Nuevo Club oliendo a tabaco, a coñac, a aromas nuevos, lleno de ideas nuevas, afónico por haber hablado tanto, con los ojos rojos, y se encontraba a su mujer con la cabeza inclinada sobre un libro, subrayando una frase, buscando una palabra que no entendía en el diccionario, repitiendo conceptos en voz alta para intentar comprenderlos. Juanito hacía mucho ruido, Sofía levantaba la vista y le pedía con la mano:
—Cinco minutos, por favor.
Su marido se sentaba impaciente en un sillón, cogía un periódico, lo tiraba al suelo, cruzaba una pierna encima de la otra balanceando el pie. Pero, cuando pasaban los cinco minutos, Sofía enfundaba la pluma, cerraba el libro y se disponía a escucharlo, él ya no estaba y solo llegaba su voz desde un teléfono lejano soltando unas carcajadas nuevas con una voz nueva que ella no conocía.
Después ya no pasaba a verla.
Si ella protestaba, le contestaba con impaciencia:
—Sofi, no te enfades… hasta ahora lo hemos hecho todo juntos, ¡no puedes quejarte! ¡Además, tú tienes tu universidad y los niños!
Una compañera de clase contó más tarde:
—La princesa era muy callada, parecía tímida, nunca interrumpía ni preguntaba, aunque a veces, al final de la clase, se quedaba para hablar con el profesor y pedirle alguna aclaración, pero aguardaba su turno como una más. No faltó nunca, ¡ni el día que mataron a Carrero Blanco!
El 20 de diciembre del año 1973, ETA hizo saltar por los aires el Dogde Dart del presidente Carrero Blanco, que murió en el acto, junto a su chófer.
Franco no pudo asistir al funeral; estaba atontado, ido. Repetía:
—Han sido los masones.
La pérdida del hombre que había sido su mano derecha lo dejó envejecido y desorientado. El príncipe de España hubo de asumir la presidencia del desfile mortuorio.
Le prepararon un coche blindado. Antes de salir de casa, se demoró un momento en el vestíbulo, dándole unas caladas compulsivas a su pitillo.
Un cigarrillo, otro. Sofía no hacía más que mirarlo, sin pronunciar palabra. El coche ronroneaba afuera con el chófer al volante.
Al final, con expresión desesperadamente decidida, Juanito tiró el último cigarrillo sobre la hierba, se irguió, se colocó bien el cuello de la guerrera y dijo con tono impersonal:
—Voy a ir caminando, solo, detrás.
Sofía únicamente asintió, sin palabras. Y también sin sorprenderse. Sabía que lo haría. Era lo adecuado. Su padre lo hubiera hecho.
Mondéjar se opuso firmemente:
—Pueden mataros, alteza.
Con la colilla de otro cigarrillo colgándole del labio, el príncipe se puso frente a Sofía, muy derecho:
—¿Llevo bien la chaqueta, Sofi?
—Sí, espera, tira hacia abajo esa punta.
Ahora era Armada el que protestaba:
—Imposible, señor, no hay seguridad que pueda protegeros… puede mataros ETA… o los otros, debéis ir en el coche blindado.
—Sofi, yo creo que sería mejor que me pusiera la gorra, ¿qué te parece?
Mientras Mondéjar, Armada, Fernández Miranda, todos se afanaban a su alrededor, hablaban por micrófono, daban órdenes, miraban sus relojes, Sofía tranquilamente le colocó la gorra en la cabeza, Juanito se ajustó la visera, Sofía le dijo:
—Quítatela a ver.
Se quedó pensando, con la naricilla arrugada, y al final le dijo:
—Mejor llévala debajo del brazo.
Un oficial sin aliento llegó con un chaleco antibalas:
—Póngaselo, alteza, debajo de la guerrera.
Sin dejar de mirar a Sofía, Juanito lo apartó con una sonrisa.
Tampoco quería el chaleco antibalas.
—No fumes más, camina con pasos largos. Papá decía que en los desfiles se debía caminar siempre despacio cuando se es alto.
Sofía le cepilló con la mano en la manga una mancha inexistente, volvió a recolocarle el cuello, le peinó por detrás, gestos que habitualmente no hubiera hecho jamás, cuidados que normalmente Juanito se hubiera sacudido de encima piafando como un caballo encabritado.
Pero ahora se sometía, dócil, a los gestos de su mujer. Sabía que era la forma que tenía ella de decirle te quiero, que no te maten, estoy orgullosa de ti, te quiero, si te matan, me moriré, te quiero.
Él necesitaba oírlo, aunque fuera dicho únicamente con el lenguaje del corazón. Quizás, ni antes, ni después, han estado ni estarán tan unidos como en esos momentos. Era el fulgor del sol antes del ocaso.
Nunca más.
Juan Carlos, vistiendo el uniforme de contraalmirante, bajo un frío estremecedor, siguió a pie por las calles de Madrid el furgón mortuorio del vicepresidente del Gobierno. Caminó él solo a la cabeza de la silenciosa procesión que seguía a la cureña que transportaba al féretro, seguido por las miradas de cien mil madrileños que se lanzaron a la calle y que no profirieron ni un grito, sobrecogidos por aquel acto de valor extraordinario, un hombre caminando solo en aquellos momentos en que había armas, odio, violencia y ganas de matar y tal vez de morir. Detrás de cada esquina de Madrid había una bala que llevaba su nombre.