La silla de plata (6 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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Llevaron a la Reina muerta a Cair Paravel y Rilian y el Rey y toda Narnia la lloraron amargamente. Fue una gran dama, sensata y graciosa y alegre, la novia que el Rey Caspian trajo desde el confín este del mundo. Y la gente decía que por sus venas corría la sangre de las estrellas. Al Príncipe le produjo una honda impresión la muerte de su madre, y con toda razón. Después de lo ocurrido, andaba siempre cabalgando por las fronteras norte de Narnia, a la caza de aquel reptil venenoso, con el fin de matarlo para vengarse. Nadie se fijó mucho en este hecho, a pesar de que el Príncipe volvía de sus vagabundeos con aspecto cansado y muy turbado. Pero al rededor de un mes después de la muerte de la Reina, alguien notó un cambio en él. Sus ojos tenían la mirada de un hombre que ve visiones, y aunque pasara todo el día afuera, su caballo no mostraba señas de haber cabalgado mucho. Su mejor amigo, entre los cortesanos de más edad, era Lord Drinian, el que fue capitán de su padre en aquella travesía al este del mundo. Una tarde, Drinian dijo al Príncipe:

—Su Alteza debería abandonar cuanto antes la búsqueda del reptil. No se puede tomar venganza contra una bestia que carece de inteligencia como contra un hombre. Te cansas en vano.

—Señor —respondió el Príncipe—, casi me he olvidado del reptil estos últimos siete días.

Drinian le preguntó por qué, entonces, cabalgaba tan a menudo por los bosques del norte.

—Mi querido Lord —replicó el Príncipe—, he visto allí la cosa más bella que pueda existir.

—Buen Príncipe —dijo Drinian—, por favor déjame ir contigo mañana, para que yo también pueda ver esa belleza.

—Con mucho gusto —contestó Rilian.

Así fue como al día siguiente muy temprano ensillaron sus caballos y cabalgaron a todo galope por los bosques del norte, y desmontaron en la misma fuente donde la Reina encontró la muerte. Drinian pensó que era bastante extraño que el príncipe escogiera precisamente ese lugar para descansar. Y ahí permanecieron hasta el mediodía; y justo al mediodía Drinian levantó la mirada y vio la dama más hermosa que había visto en su vida; se hallaba parada al lado norte de la fuente y no dijo una sola palabra, sino que hizo señas con su mano al Príncipe, como ordenándole ir hacia ella. Era alta y distinguida, esplendorosa, y estaba envuelta en una fina túnica verde como el veneno. Y el Príncipe fijaba en ella sus ojos, como un hombre que ha perdido la razón. Pero de súbito ella se fue, Drinian no supo a dónde; y ambos regresaron a Cair Paravel. A Drinian se le metió en la cabeza que esa radiante mujer verde era malvada.

Drinian dudó mucho si debía o no informar al Rey de esta aventura, pero no deseaba pasar por chismoso ni soplón, así es que se quedó callado. Pero más tarde se arrepintió de no haber hablado, pues al día siguiente el Príncipe Rilian salió solo a caballo. Esa noche no regresó, y desde aquel momento nunca más se encontró rastro alguno de él en Narnia ni en las tierras vecinas, y tampoco se encontró su caballo ni su sombrero ni su capa ni nada. Entonces Drinian, con el corazón lleno de amargura, fue donde Caspian y le dijo:

—Señor mi Rey, hazme morir en seguida como al peor de los traidores, pues por mi silencio he matado a tu hijo.

Y le contó lo ocurrido. Caspian cogió un hacha y se abalanzó sobre Drinian para matarlo y Drinian se quedó inmóvil como un tronco esperando el golpe de muerte. Mas al levantar el hacha, de súbito Caspian la arrojó lejos y gritó:

—He perdido a mi reina y a mi hijo; ¿perderé también a mi amigo?

Y echó los brazos al cuello de Drinian, se abrazaron y ambos lloraron, y no se rompió su amistad.

Esa era la historia de Rilian. Y cuando terminó, Jill dijo:

—Apuesto a que esa serpiente y esa mujer eran la misma persona.

—Cierto, cierto, pensamos igual que tú —ulularon los búhos.

—Pero no creemos que ella haya asesinado al Príncipe —dijo Plumaluz—, porque no había huesos…

—Nosotros sabemos que no lo mató —interrumpió Scrubb—. Aslan le dijo a Pole que todavía está vivo, en algún lugar.

—Eso es casi peor —opinó el búho más anciano— Quiere decir que ella pretende utilizarlo y que planea alguna astuta intriga contra Narnia. Hace mucho, mucho tiempo, al principio de todo, una Bruja Blanca vino desde el norte y encerró a nuestro país en nieve y hielo durante cien años. Y pensamos que posiblemente ésta es de la misma camarilla.

—Muy bien, entonces —dijo Scrubb—. Pole y yo tenemos que encontrar a este Príncipe. ¿Pueden ayudarnos?

—¿Tienen algún indicio ustedes dos? —preguntó Plumaluz.

—Sí —respondió Scrubb—. Sabemos que debemos ir hacia el norte. Y sabemos que tenemos que llegar a las ruinas de una ciudad gigantesca.

A estas palabras hubo más “tufúes” que nunca, y ruido de pájaros que movían sus patas y agitaban sus alas, y en seguida todos los búhos empezaron a hablar a la vez. Todos explicaban cuánto lamentaban no poder acompañar personalmente a los niños en su búsqueda del Príncipe perdido.

—Ustedes querrían viajar de día y nosotros querríamos viajar de noche —dijeron—, no va a resultar, no va a resultar.

Un par de búhos añadieron que incluso aquí, en esta ruinosa torre, ya no estaba tan oscuro como al principio, y que el parlamento había durado demasiado. En realidad, la simple mención de un viaje a las ruinas de la ciudad de los gigantes parecía haber enfriado los ánimos de aquellas aves. Pero Plumaluz dijo:

—Si ellos quieren ir allí, al Páramo de Ettins, tendremos que llevarlos donde alguno de los renacuajos del pantano. Son los únicos que los podrán ayudar.

—Cierto, cierto. Llévalos tú —dijeron los búhos.

—Vamos, entonces —dijo Plumaluz—. Yo llevaré a uno. ¿Quién llevará al otro? Tiene que ser esta noche.

—Yo lo llevaré, sólo hasta donde están los renacuajos del pantano —dijo otro búho.

—¿Estás lista? —preguntó Plumaluz a Jill.

—Creo que Pole se quedó dormida —dijo Scrubb.

Barroquejón

Jill dormía. Desde que comenzara el parlamento de los búhoshabía bostezado sin parar y ahora se había quedado dormida. No le gustó nada que la volvieran a despertar, y menos encontrarse tendida sobre tablas peladas en una especiede campanario polvoriento que estaba completamente oscuro, y casi completamente repleto de búhos. Menos todavíale gustó oír decir que debían partir para no sé dónde —y aparentemente no para la cama— sobre el lomo del Búho.

—Vamos, Pole, despabílate —escuchó la voz de Scrubb—. Después de todo,
es
una aventura.

—Estoy harta de aventuras —repuso Jill, de mal humor.

Sin embargo, accedió a encaramarse en el lomo de Plumaluz, y la despertó del todo (por un rato) la inesperada frialdad del aire cuando el ave salió volando con ella y se internó en la noche. La luna había desaparecido y no había estrellas. Detrás de ella, a lo lejos, podía divisar una sola ventana iluminada, en lo alto; sin duda, en una de las torres de Cair Paravel. La hizo añorar estar de regreso en ese delicioso dormitorio, cómodamente acostada, contemplando la luz del fuego en las murallas. Metió las manos bajo su capa y se la enrolló bien apretada. Fue muy extraño escuchar dos voces en medio de la oscuridad a poca distancia de ella: Scrubb y su Búho conversaban. “
El
no parece cansado”, pensó Jill. No comprendía que él había vivido grandes aventuras en ese mundo antes y que el aire de Narnia le estaba devolviendo una fuerza que había adquirido cuando navegó a los mares del este con el Rey Caspian.

Jill tenía que pellizcarse para mantenerse despierta, pues sabía que si dormitaba en el lomo de Plumaluz era muy probable que pudiera caerse. Cuando finalmente los dos búhos terminaron su vuelo, se bajó entumecida de Plumaluz y se encontró sobre suelo liso. Soplaba un viento frío y parecía que estaban en un sitio sin árboles.

—¡Tufú, tufú! —llamaba Plumaluz—. Despierta, Barroquejón, despierta. Se trata de un asunto del León.

No hubo respuesta durante largo rato. De pronto, muy a lo lejos, apareció una luz débil que se fue acercando. Junto con ella llegó una voz:

—¡Búhos a la vista! —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Ha muerto el Rey? ¿Ha desembarcado algún enemigo en Narnia? ¿Ha habido una inundación? ¿O dragones?

Cuando la luz se aproximó a ellos, resultó ser la de un gran farol. Jill podía ver muy poco de la persona que lo sostenía. Parecía ser puras piernas y brazos. Los Búhos hablaban con él y le explicaban todo, pero ella estaba demasiado cansada para prestar atención. Trató de despertarse un poco cuando se dio cuenta de que los búhos se despedían de ella. Pero después no pudo recordar muy bien lo que pasó, excepto que tarde o temprano ella y Scrubb se inclinaron para entrar por una puerta baja y luego (¡gracias al cielo!) se acostaban sobre algo blando y tibio y una voz decía:

—Eso es. Lo mejor que podemos hacer. Se tenderán sobre algo frío y duro. Húmedo, además, no me extrañaría nada. No dormirán ni una pestañada, probablemente; aunque no haya una tormenta de truenos o una inundación, o no se nos caiga la choza encima, como he sabido que suele pasar. Tendremos que conformarnos... —Pero Jill estaba profundamente dormida antes de que la voz se apagara.

Cuando los niños despertaron —tarde— la mañana siguiente, se encontraron en un sitio oscuro, acostados en camas de paja, muy secos y abrigados. Una abertura triangular dejaba entrar la luz del día.

—¿Dónde diablos estamos? —preguntó Jill.

—En la choza de un Renacuajo del Pantano —replicó Eustaquio.

—¿Un qué?

—Un Renacuajo del Pantano. No me preguntes qué es eso. Anoche no lo pude ver. Ahora me voy a levantar, vamos a verlo.

—Qué asquerosa se siente una después de dormir con la misma ropa —murmuró Jill, incorporándose.

—Y yo que estaba pensando en lo rico que era no tener que vestirse —dijo Eustaquio.

—Ni lavarse tampoco, supongo —agregó Jill, desdeñosamente.

Pero Scrubb ya se había levantado, con un gran bostezo, se había sacudido, y gateaba hacia afuera de la choza
.
Jill hizo lo mismo.

El panorama que hallaron al salir era muy distinto al pedacitode Narnia que alcanzaron a ver el día anterior.

Estaban en una extensa llanura lisa, recortada en innumerables islotes por innumerables canales de agua. Las islas estaban cubiertas de áspero pasto y rodeadas de cañas y juncos, A veces se veían macizos de juncos de una media hectárea de longitud. Nubes de pájaros se posaban en ellos y volvían a levantar el vuelo: patos, agachadizas, avetoros, garzas. Diseminadas acá y allá podían verse muchas chozas semejantes a aquella donde pasaron la noche, pero todas a buena distancia unas de otras; porque los renacuajos del pantano son gente que ama la privacidad. Fuera de los del linde del bosque a varios kilómetros al suroeste, no había un solo árbol a la vista. Al este, el liso pantano se extendía hacia los bancos de arena en el horizonte y, por el sabor salado del viento que soplaba de allí, podías deducir que en esa dirección estaba el mar. Al norte había unas lomas bajas de color pálido, como un bastión de roca. El resto era un monótono pantano. Debe ser un paraje deprimente en una tarde de lluvia. Pero en una mañana soleada, con una fresca brisa, y el aire lleno de gritos de pájaros, tenía algo agradable, puro y limpio en su soledad. Los niños sintieron que se les levantaba el ánimo.

—¿Dónde se metió la cosa esa, digo yo?—refunfuñó Jill.

—El Renacuajo del Pantano —aclaró Scrubb, como si estuviera un poco orgulloso de saber la palabra—. Espera... mira, ése debe ser él.

Y entonces ambos lo vieron: sentado dándoles la espalda, estaba pescando a unos cuarenta metros de ellos. Al principio les había costado verlo, porque era casi del mismo color que el pantano y también porque estaba sentado sin moverse.

—Creo que será mejor ir a hablar con él —propuso Jill.

Scrubb asintió; los dos se sentían un poquito nerviosos.

Cuando se le acercaron, la figura volvió la cabeza y les mostró una larga cara delgada, de mejillas hundidas, sin barba, con la boca herméticamente cerrada, y una nariz aguileña. Llevaba puesto un sombrero alto puntiagudo como una aguja con el ala chata y enormemente ancha. El pelo, si es que puede llamarse pelo, le colgaba encima de sus grandes orejas y era de color gris verdoso y cada mechón era más bien plano que redondo, lo que lo hacía asemejarse a minúsculos tallos. Su cara tenía una expresión solemne, su cutis era terroso, y podías darte cuenta de inmediato de que se tomaba la vida muy en serio.

—Buenos días, huéspedes —dijo—. A pesar de que cuando digo
buenos
no quiero significar que no sea probable que se ponga a llover, o pueda nevar, o tronar, o que haya niebla. No me sorprendería si no han podido dormir nada.

—Claro que pudimos dormir, de veras —dijo Jill—. Pasamos muy buena noche.

—Ah —murmuró el Renacuajo, moviendo la cabeza—. Veo que saben buscarles el lado bueno a las dificultades. Eso es. Son muy bien educados, sí, señor. Han aprendido a poner buena cara a todo.

—¿Nos podrías decir tu nombre, por favor? —pidió Scrubb.

—Me llamo Barroquejón. Pero no importa que se les olvide, se los puedo volver a repetir.

Los niños se sentaron junto a él, uno a cada lado. Ahora podían ver que sus piernas y brazos eran larguísimos, de modo que aunque su cuerpo no era más grande que el de un enano, de pie se vería más alto que la mayoría de los hombres. Los dedos de sus manos estaban unidos por membranas como las de las ranas, al igual que sus pies descalzos que se balanceaban en el agua fangosa. Vestía ropas color tierra que le colgaban holgadamente.

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