Authors: C.S. Lewis
Momentos antes pensaban que si, por casualidad, la puerta estaba sin llave, la cruzarían volando como un rayo. Pero cuando la puerta realmente se abrió, se quedaron inmóviles. Porque lo que vieron era muy diferente de lo que esperaban.
Habían esperado ver la grisácea pendiente del potrero cubierto de brezos subiendo y subiendo hasta juntarse con el gris del cielo otoñal. En su lugar los recibió el resplandor del sol que inundaba el portal, como la luz de un día de verano que entra a raudales en la cochera cuando abres la puerta, y hacía que las gotas de agua brillaran como abalorios sobre el pasto, resaltando la suciedad de la cara de Jill, manchada de lágrimas. Laluz del sol provenía de lo que ciertamente parecía ser un mundo diferente... por lo menos lo que ellos alcanzaban a vislumbrar. Vieron un suave césped, más suave y brillante que todos los que Jill había visto antes, y un cielo azul y, moviéndose con gran rapidez de allá para acá, unas cosas tan relucientes que podrían haber sido joyas o enormes mariposas.
Aunque había deseado tanto que sucediera algo así, Jill tuvo miedo. Miró a Scrubb y vio que él también estaba asustado.
—Vamos, Pole —dijo él, casi sin aliento.
—Pero ¿podremos volver? ¿No será peligroso? —preguntó Jill.
En ese momento se escuchó una voz que gritaba detrás de ellos, una vocecilla maligna y llena de rencor.
—Escúchame, Pole —chilló—, todos sabemos que estás ahí. Baja para acá.
Era la voz de Edith Jackle, que no era una de ellos, pero sí pertenecía a su grupo de parásitos y soplones.
—¡Rápido! —dijo Scrubb-. Ven, tomémonos de las manos. No debemos separarnos.
Y antes de que ella se diera cuenta de lo que hacía, agarró su mano y de un tirón la hizo atravesar la puerta, dejando atrás los jardines del colegio, Inglaterra, todo nuestro mundo, para entrar a
Aquel Lugar.
El sonido de la voz de Edith Jackle se apagó súbitamente, como cuando uno corta la radio. Al instante escucharon un sonido muy distinto a su alrededor. Venía de aquellas cosas que brillaban en las alturas y que resultaron ser bandadas de pájaros. Tenían un gran bullicio, pero semejaba más bien una música (una música moderna, de esa que cuesta entender la primera vez que la escuchas) que el acostumbrado canto de los pájaros en nuestro mundo. Sin embargo, a pesar del canto, reinaba un inmenso silencio, que parecía una especie de música de fondo. Aquel silencio, combinado con el frescor del aire, hizo pensar a Jill que se hallaban en la cumbre de una montaña muy alta.
Scrubb la llevaba todavía de la mano mientras caminaban hacia adelante, mirando a todos lados con los ojos que se le salían de la cara. Jill vio que crecían árboles enormes por todas partes, muy parecidos a los cedros, pero mucho más grandes. Pero como no estaban plantados uno al lado del otro, y como no había maleza, permitían ver un buen trecho dentro del bosque, a la derecha y a la izquierda. Y hasta donde los ojos de Jill alcanzaban a ver, todo era igual: un césped parejo, veloces aves de plumaje amarillo, o azul libélula, o color arco iris; sombras azuladas, y el vacío. No había un soplo de viento en ese aire fresco y luminoso. Era un bosque muy solitario.
Más allá ya no había árboles; sólo el cielo azul. Siguieron adelante sin hablar, hasta que de pronto Jill oyó que Scrubb decía: “¡Cuidado!”, y sintió que la tiraban hacia atrás. Estaban al borde mismo de un acantilado.
Jill tenía la suerte de ser de esas personas que no tienen vértigos. No le importaba en lo más mínimo pararse al borde de un precipicio. Se enojó mucho con Scrubb por empujarla hacia atrás. “Como si fuera una niñita”, dijo, y se soltó bruscamente de la mano de Eustaquio. Cuando vio lo pálido que se ponía, lo contempló con desprecio.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
Y para demostrar que ella no tenía miedo, se acercó más todavía al borde; en realidad, se acercó mucho más de lo que hubiera querido. Luego miró hacia abajo.
Entonces pensó que Scrubb tenía algo de razón para estar tan pálido, pues éste era un acantilado que no podría compararse a ninguno de los de nuestro mundo. Imagina que estás en la cima del acantilado más alto que conozcas. Imagina que miras hacia el fondo. Y entonces imagina que el precipicio continúa bajando más allá de ese fondo, y otra vez más abajo, diez veces más, veinte veces más abajo. Y a esa inconmensurable distancia imagina que ves debajo unas cositas blancas que podrían confundirse a primera vista con ovejas, pero luego te das cuenta de que son nubes, no pequeñas guirnaldas de niebla, sino enormes nubes blancas, infladas, tan grandes como cualquiera montaña. Y, por último, por entre aquellas nubes, logras recién divisar el verdadero fondo, tan lejano que no alcanzas a distinguir si es campo o bosque, si es tierra o agua: mucho más abajo de esas nubes de lo que tú estás sobre ellas.
Jill lo miró fijamente. Luego pensó que, después de todo, sería mejor alejarse un par de pasos de la orilla; pero no quería hacerlo por temor a lo que pudiera creer Scrubb. De repente decidió que no le importaba lo que él creyera; podía perfectamente apartarse de esa horrible orilla, y nunca más se burlaría de la gente que teme a las alturas. Pero cuando trató de moverse se dio cuenta de que no podía. Sus piernas parecían estar hechas de masilla. Todo daba vueltas ante sus ojos.
—¿Qué estás haciendo, Pole? ¡Vuelve atrás, grandísima idiota! —gritó Scrubb.
Pero su voz parecía venir de muy lejos. Sintió que trataba de agarrarla, pero ella ya no tenía control sobre sus brazos y piernas. Hubo un momento de forcejeo al borde del acantilado. Jill estaba demasiado asustada y demasiado mareada para saber bien lo que hacía, pero mientras viva recordará dos cosas (a menudo volvían a su memoria en sus sueños). Una fue que se soltó de un tirón de las manos de Scrubb que la apretaban; la otra que, al mismo tiempo, Scrubb, con un grito de terror, perdía el equilibrio y se precipitaba al abismo.
Afortunadamente no alcanzó a pensar en lo que había hecho. Un inmenso animal de brillante colorido se había abalanzado al borde del acantilado. Allí se echó, inclinándose hacia adelante y (esto era lo más extraño de todo) se puso a soplar. No a rugir ni a bufar, sino que simplemente a soplar con la boca muy abierta, de una manera muy regular, como una aspiradora. Jill estaba tendida tan cerca de la criatura que podía sentir su aliento vibrando constantemente por su cuerpo. No se movió, pues no podía levantarse. Estaba medio desvanecida; en realidad, hubiera querido poder desmayarse, pero uno no se desmaya cuando quiere. Por fin vio, muy abajo, un puntito negro que flotaba alejándose del acantilado, un poco hacia arriba. A medida que se elevaba, se alejaba más. Cuando estuvo a la misma altura de la cumbre del acantilado, ya estaba tan demasiado lejos que Jill lo perdió de vista. Era evidente que se apartaba de ellos a toda velocidad. Jill no pudo dejar de pensar que la criatura que se hallaba a su lado lo estaba alejando con su aliento. Se volvió para mirar a la criatura. Era un león.
Sin dar una sola mirada a Jill, el León se paró en sus cuatro patas y sopló por última vez. Luego, como si se diera por satisfecho con su trabajo, se volvió y echó a andar lentamente y con paso majestuoso de regreso al bosque.
—Tiene que ser un sueño, tiene que ser, tiene que ser —se dijo Jill—. Despertaré en cualquier momento.
Pero no era un sueño, y no despertó.
—Ojalá no hubiéramos venido nunca a este espantoso lugar —murmuró Jill—. No creo que Scrubb supiera más que yo de todo esto. O si sabía, no tenía derecho a traerme aquí sin advertirme cómo era. No es culpa mía que se haya caído del acantilado. Si me hubiera dejado en paz, no tendríamos ningún problema ahora.
En eso recordó otra vez el grito de Scrubb al caer, y rompió a llorar.
Hace bien llorar un rato, mientras duran las lágrimas. Pero tienes que parar tarde o temprano y entonces debes decidir lo que vas a hacer. Cuando Jill dejó de llorar se dio cuenta de que tenía una sed atroz. Estaba tendida boca abajo y ahora se levantó. Los pájaros habían cesado de cantar y el silencio era perfecto, quebrado sólo por un leve sonido persistente que parecía venir de muy lejos. Escuchó con más atención y le pareció que era el ruido de una corriente de agua.
Jill se puso de pie y miró detenidamente a su alrededor. No se veían señales del León; pero había tantos árboles que era muy posible que estuviera cerca sin que ella lo supiera. Además, podía haber varios leones. Pero tenía tanta sed que se armó de valor para ir hacia esa corriente. Caminó en la punta de los pies, escabullándose de árbol en árbol, cautelosamente, deteniéndose a cada paso para mirar a su alrededor.
El bosque estaba tan silencioso que no era difícil acercarse al lugar de donde provenía el ruido. Se iba despejando poco a poco y antes de lo que esperaba llegó a un amplio claro y vio el río, brillante como el cristal, que cruzaba el prado muy cerca del lugar donde ella estaba. Pero aunque al ver el agua se sintió diez veces más sedienta, no se abalanzó a beber. Se quedó muy quieta, como si fuera de piedra, y con la boca abierta. Y tenía una buena razón: justo a ese lado del arroyo se encontraba el León.
Estaba echado con su cabeza levantada y sus patas delanteras estiradas al frente, como los leones de la Plaza Trafalgar. Se dio cuenta inmediatamente de que él la había visto, porque la miró directo a los ojos por un momento y después se dio vuelta, como si la conociera demasiado bien y no le gustara nada.
“Si escapo me alcanzará en un segundo —pensó Jill—. Y si sigo, caeré derecho en su boca”.
Como fuese, no podía moverse, aunque hubiera tratado, y tampoco podía apartar sus ojos de los suyos. Cuánto duró esto, no estaba segura; pareció durar horas. Y la sed se hizo tan horrible que llegó a pensar que no le importaría que el León la comiera si antes podía beber un buen trago de agua.
—Puedes beber si tienes sed.
Eran las primeras palabras que escuchaba desde que Scrubb le habló al pie del acantilado. Miró para todos lados, preguntándose quién habría hablado. La voz repitió: “Puedes beber si tienes sed”, y entonces se acordó de lo que Scrubb le había contado sobre los animales que hablan en ese otro mundo, y comprendió que era el León el que había dicho esas palabras. De todos modos, había visto que sus labios se movían, y la voz no era la de un hombre. Era más profunda, más salvaje y con más fuerza; una voz dorada, gruesa. No es que la hubiese tranquilizado mayormente; más bien hizo que se sintiera asustada, pero de un modo bastante distinto.
—¿No tienes sed? —preguntó el León.
—Me
muero
de sed —respondió Jill.
—Entonces, bebe —dijo el León.
—¿Me dejas... podría yo... te importaría alejarte mientras bebo? —dijo Jill.
El León respondió sólo con una mirada y un gruñido apagado. Al contemplar aquella corpulenta masa inmóvil, Jill comprendió que igualmente podría pedirle a la montaña entera que se hiciera a un lado para darle el gusto a ella.
El delicioso murmullo del río la estaba volviendo loca.
—¿Me prometes que no me... harás nada si me acerco? —preguntó Jill.
—Yo no hago promesas —dijo el León.
Jill tenía tanta sed que, sin darse cuenta, se había acercado un paso más.
—¿Te
comes
a las niñas? —preguntó.
—Me he tragado niñas y niños, mujeres y hombres, reyes y emperadores, ciudades y reinos —repuso el León.
No lo dijo como vanagloriándose, ni como si se arrepintiera, ni como si estuviera enojado. Simplemente lo dijo.
—No me atrevo a ir a beber —murmuró Jill.
—Entonces morirás de sed —dijo el León.
—¡Dios mío! —exclamó Jill, acercándose otro paso—. Supongo que tendré que irme y buscar otro río.
—No hay otro río —dijo el León.
Jamás se le ocurrió a Jill no creerle al León —nadie que viera su cara severa podría dudar— y de súbito tomó su decisión. Era lo peor que le había tocado hacer en su vida, pero corrió hacia el río, se arrodilló y empezó a tomar agua con la mano. Era el agua más fría y refrescante que había probado. No necesitabas beber una gran cantidad, porque apagaba de inmediato tu sed. Antes de probarla tenía la intención de escapar del León en cuanto terminara de beber. Ahora se dio cuenta de que eso sería sumamente peligroso. Se puso de pie y se quedó allí, con los labios aún húmedos con el agua.
—Ven —dijo el León.
Y tuvo que ir. Estaba ya casi en medio de sus patas delanteras, mirándolo directo a los ojos. Pero no pudo resistir mucho tiempo; bajó la mirada.
—Niña Humana —dijo el León—, ¿Dónde está el Niño?
—Se cayó por el acantilado —contestó Jill—. Señor —agregó. No sabía cómo llamarlo y le parecía una insolencia no llamarlo de alguna manera.
—¿Cómo le sucedió eso, Niña Humana?
—El estaba tratando de que yo no cayera, señor.
—¿Por qué estabas tan cerca del borde, Niña Humana?
—Estaba haciéndome la valiente, señor.
—Esa es una muy buena respuesta, Niña Humana. No lo hagas nunca más. Y ahora, escucha (esta fue la primera vez que la cara del León se veía menos severa), el Niño está a salvo. Lo soplé hacia Narnia. Mas la tarea tuya será la difícil, por lo que hiciste.
—¿Qué tarea, señor, por favor? —dijo Jill.
—La tarea para la cual los llamé a ti y a él desde vuestro mundo.
Esto intrigó muchísimo a Jill. “Me confunde con otra”, pensó. No se atrevió a decírselo al León, a pesar de que le pareció que se armaría un gran lío si no lo hacía.
—Dime lo que estás pensando, Niña Humana —dijo el León.
—Pensaba... quiero decir... ¿no habrá algún error? Porque nadie nos llamó a Scrubb y a mí. Fuimos nosotros los que pedimos venir acá. Scrubb dijo que teníamos que invocar a... a Alguien, un nombre que yo no conocía... y que tal vez ese Alguien nos dejaría entrar. Y así lo hicimos, y entonces encontramos abierta la puerta.
—Ustedes no me habrían llamado a mí si no hubiera estado yo llamándolos a ustedes —dijo el León.
—Entonces, ¿tú eres Alguien, señor? —preguntó Jill.
—Yo soy. Y ahora, ésta es tu tarea. Muy lejos de aquí, en la tierra de Narnia, vive un anciano Rey que está muy triste porque no tiene un príncipe de su sangre que reine después de él. No tiene heredero, ya que su único hijo le fue raptado hace muchos años y nadie en Narnia sabe dónde está ese Príncipe, ni sabe siquiera si aún está vivo. Pero está vivo. Te impongo este mandato: busca a ese Príncipe perdido hasta que o bien lo encuentres y lo traigas a la casa de su padre, o bien mueras en el intento, o bien regreses a tu propio mundo.