La silla de plata (9 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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—Supongo que será tímido —replicó Jill—. O a lo mejor lo único que quiere hacer es mirarla a ella y escuchar su adorable voz. Yo haría lo mismo si fuera él, te aseguro.

—Me pregunto —dijo Barroquejón— qué verías en realidad si levantaras la visera de ese casco y miraras dentro.

—¡Hasta cuándo! —gritó Scrubb—. ¡Piensa en la forma de la armadura! ¿Qué otra cosa
podría
haber dentro si no es un hombre?

—¿Por qué no un esqueleto? —sugirió el Renacuajo del Pantano, con su humor macabro—. O quizás —agregó, como una idea tardía—, absolutamente nada. Es decir, nada que ustedes pudieran ver. Alguien invisible.

—Realmente, Barroquejón —dijo Jill, sintiendo un escalofrío—, tienes unas ideas horribles. ¿De dónde las sacas?

—¡Al diablo sus ideas! —exclamó Scrubb—. Siempre está esperando lo peor, y siempre se equivoca. Pensemos más bien en esos Gigantes Amables y vámonos a Harfang lo antes posible. Qué ganas de saber si queda muy lejos...

Y entonces estuvieron a punto de iniciar la primera de esas peleas que Barroquejón había pronosticado; no es que Jill y Scrubb no hayan estado antes amagando golpes e insultándose muchas veces, pero éste fue el primer desacuerdo verdaderamente serio. Barroquejón no quería por ningún motivo que fueran a Harfang. Decía que no sabía qué significaba para un gigante ser “amable” y que, de todos modos, nada decían las Señales de Aslan acerca de alojarse con gigantes, amables o lo que sea. Los niños, por su parte, hartos de viento y lluvia, y aves escuálidas asadas en fogatas de campamento, y de dormir en tierra dura y helada, estaban absolutamente resueltos a visitar a los Gigantes Amables. Al final, Barroquejón consintió en ir, pero sólo bajo una condición. Los otros dos debían prometer seriamente que, a menos que él se los permitiera, no dirían a los Gigantes Amables que venían de Narnia o que estaban buscando al Príncipe Rilian. Los niños lo prometieron y prosiguieron su marcha.

Después de la conversación con la Dama, las cosas empeoraron por dos motivos. En primer lugar, el paraje era cada vez más inhóspito. El camino los llevaba por interminables valles estrechos donde un cruel viento norte les daba constantemente en la cara. No encontraron de qué echar mano para encender un fuego, ni tampoco ninguna pequeña hondonada que sirviera para acampar, como en el páramo. Y el suelo era pura piedra, y te hacía doler los pies todo el día, y por la noche te dolía el cuerpo entero.

En segundo lugar fuera lo que fuera lo que la Dama pretendió al hablarles de Harfang, el efecto real que hizo en los niños fue malo. No pensaban más que en camas y baños y comidas calientes y en lo delicioso que iba a ser estar bajo techo. Ya no hablaban más de Aslan, ni siquiera del Príncipe perdido. Y Jill abandonó su costumbre de recitar las Señales cada noche y cada mañana. Al principio se decía que estaba demasiado cansada, pero pronto se olvidó de todo. Y aunque podrías suponer que la idea de pasarlo bien en Harfang los alegraría, en realidad los hizo compadecerse y los volvió más gruñones y rabiosos entre ellos y contra Barroquejón.

Por fin una tarde llegaron a un sitio donde la garganta por la que viajaban se ensanchaba y oscuros bosques de abetos se alzaban a ambos lados. Miraron más adelante y vieron que ya habían atravesado las montañas. Ante ellos se abría una desolada llanura rocosa; más allá, otras lejanas montañas coronadas de nieve. Pero entre ellos y aquellas lejanas montañas se elevaba una colina de baja altura, de cumbre irregular y plana.

—¡Miren! ¡Miren! —gritó Jill, señalando algo al otro lado de la llanura.

Y allí, en la casi oscuridad del anochecer, más allá de la plana colina, todos vieron luces. ¡Luces! No luz de luna, ni fuegos, sino una familiar y alegre hilera de ventanas iluminadas. Si nunca has estado en la soledad de un desierto, día y noche, durante semanas, difícilmente podrás comprender lo que ellos sintieron.

—¡Harfang! —gritaron Scrubb y Jill, con voces excitadas y alegres.

—Harfang —repitió Barroquejón, con voz monótona y sombría. Pero agregó—. ¡Hola! ¡Gansos salvajes!

En un segundo sacó el arco que traía colgado de su hombro, y derribó dos buenos gansos gordos. Era demasiado tarde ya para pensar en llegar a Harfang ese día. Pero comieron comida caliente y tuvieron una fogata, y empezaron la noche mucho más abrigados de lo que habían estado por más de una semana. Cuando se apagó el fuego, la noche se hizo glacialmente helada, y al despertar a la mañana siguiente, sus mantas estaban tiesas de escarcha.

—¡No importa! —dijo Jill, pateando en el suelo—. ¡Baño caliente esta noche!

La colina de las zanjas extrañas

No se puede negar que el día estaba horrible. Arriba un cielo sin sol, tapado de nubes cargadas de nieve; a sus pies, una escarcha negra; y por todos lados soplaba un viento que parecía iba a arrancarte la piel. Cuando bajaron a la llanura se encontraron con que esa parte del antiguo camino estaba en un estado mucho más ruinoso que todo lo que ya habían recorrido. Se vieron obligados a andar con gran tiento por entre guijarros, y encima de enormes piedras quebradas y a través de escombros: duro camino para pies adoloridos. Y, por muy cansados que se sintieran, hacía demasiado frío para detenerse.

A eso de las diez comenzaron a caer perezosamente los primeros diminutos copos de nieve y se fueron acumulando en el brazo de Jill. Diez minutos más tarde caían mucho más tupido. En veinte minutos el suelo estaba ya notoriamente blanco. Y al cabo de media hora una buena y pertinaz tormenta de nieve, que tenía aspecto de querer durar todo el día, les azotaba la cara impidiéndoles ver claro.

Para poder entender lo que pasó después, no debes olvidar lo poco que veían. A medida que se acercaban a la pequeña colina que los separaba del lugar donde la tarde anterior habían aparecido las ventanas iluminadas, perdían la visión general del panorama. Ya sólo se trataba de lograr ver unos pocos pasos adelante, e incluso para eso debías entrecerrar los ojos. De más está decir que no hablaban ni una palabra.

Al llegar al pie de la colina vislumbraron algo que podría ser rocas a ambos lados, rocas medio cuadradas si las mirabas con atención, pero nadie lo hizo. A todos preocupaba más el peñasco que frente a ellos les cerraba el paso.

Tendría un metro y medio de alto, más o menos. El Renacuajo del Pantano, con sus piernas largas, no tuvo dificultad para saltar encima, y luego ayudó a los demás a subir. Fue un ascenso desagradable y húmedo para ellos, no asípara él, porque ahora el peñasco estaba cubierto de nieve. Después de una difícil subida —Jillse cayó una vez— de unos cien metros por terreno muy áspero, llegaron ante un segundo peñasco. En total había cuatro, a intervalos sumamente irregulares.

Mientras avanzaban con gran esfuerzo hacia el cuarto peñasco, ya no les cupo la menor duda de que habían llegado a la cima de esa plana colina. Hasta ese momento la ladera les había servido de reparo; acá, tuvieron que soportar toda la furia del viento. Pues la cima de la colina, por extraño que parezca, era tan plana como la veían a la distancia: una gran meseta chata, indefensa a los embates de la tormenta. En varias partes la nieve apenas alcanzaba a acumularse, ya que el viento la barría constantemente del suelo, formaba capas y nubes, y las arrojaba a la cara de los viajeros. Alrededor de sus pies jugueteaban pequeños remolinos de nieve, como habrás visto a veces sobre el hielo. Y, en verdad, en muchos lugares la superficie era casi tan tersa como el hielo. Pero, para empeorar las cosas, estaba atravesada y entrecruzada por curiosos terraplenes o acequias, que algunas veces la cortaban en cuadrados y rectángulos. Y, por supuesto, había que subir por todos ellos; su altura variaba entre cincuenta centímetros y un metro y medio y tenían cerca de un par de metros de ancho. Al norte de cada terraplén la nieve ya se había apilado en grandes cúmulos, y cada vez que subías, al bajar te caías en un montón de nieve y te empapabas.

Abriéndose camino con el capuchón subido y la cabeza gacha y las entumecidas manos metidas debajo de su capa, Jill lograba entrever otras cosas raras en esa horrible meseta, unas cosas a su derecha vagamente semejantes a chimeneas de fábrica, y a su izquierda un profundo precipicio, más recto de lo que debe ser un precipicio. Pero no le interesaba para nada y no pensó más en ellos. En lo único que pensaba era en sus manos heladas (y nariz y mentón y orejas) y en los baños y camas calientes de Harfang.

De repente patinó, resbaló más de un metro y, para su gran espanto, se encontró deslizándose dentro de una oscura y estrecha grieta que parecía haber surgido en ese instante ante ella. Medio segundo más tarde llegó al fondo. Parecía que estaba en una especie de zanja o surco, de no más de un metro de ancho. Y aunque desconcertada por la caída, lo primero que advirtió fue el alivio de estar libre del viento, pues las paredes de la zanja se elevaban muy por encima de su cabeza. La siguiente cosa que advirtió fue, naturalmente, las caras ansiosas de Scrubb y de Barroquejón mirándola desde el borde.

—¿Estás herida, Pole? —gritó Scrubb.

—Las
dos
piernas quebradas, no me extrañaría nada —gritó Barroquejón.

Jill se puso de pie y les explicó que estaba bien, pero que tendrían que ayudarla a subir.

—¿En qué caíste? —preguntó Scrubb.

—En una especie de zanja, o podría ser también una especie de callejón hundido o algo así —contestó Jill—. Es muy recto.

—¡Sí, claro que sí! —exclamó Scrubb—. ¡Y va derecho al norte! ¿No será una especie de camino? Si así fuera, allá abajo nos libraríamos de este viento infernal. ¿Hay mucha nieve al fondo?

—Casi nada. Me imagino que se amontona toda arriba.

—¿Qué hay más adelante?

—Espérate medio segundo, voy a ir a ver —respondió Jill.

Se levantó y anduvo algunos pasos por la zanja; pero antes de que se alejara mucho, ésta doblaba bruscamente a la derecha. Dio a gritos esta información a los demás.

—¿Qué hay a la vuelta de esa esquina? —preguntó Scrubb.

Pero daba la casualidad que Jill tenía la misma sensación respecto a pasadizos retorcidos y lugares oscuros bajo tierra, o aunque fuera sólo un poco bajo tierra, que Scrubb respecto de los bordes de los precipicios. No tenía la menor intención de ir sola hasta ese recodo, más aún después de escuchar a Barroquejón advertirle a voz en grito:

—Ten cuidado, Pole, esta es justo la clase de lugar que podría desembocar en la cueva de un dragón. Y en un país de gigantes, debe haber lombrices gigantes y escarabajos gigantes.

—No creo que esto siga mucho más hacia alguna parte —dijo Jill, regresando apresuradamente.

—Lo que es yo, igual voy a ir a darle una mirada —dijo Scrubb—. ¿Qué quieres decir con
no mucho más a alguna parte
?Me gustaría saber.

Así es que se sentó en la orilla de la zanja (estaban todos demasiado mojados como para preocuparse por mojarse un poco más) y se dejó caer adentro. Empujó a Jill al pasar y, aunque no dijo nada, ella tuvo la certeza de que se había dado cuenta de que estaba muerta de miedo. Lo siguió muy de cerca, pero cuidándose de no pasar adelante de él.

Sin embargo, la exploración resultó muy decepcionante. Doblaron a mano derecha y anduvieron unos cuantos pasos. Allí había que elegir entre dos caminos: seguir en línea recta, o torcer bruscamente a la derecha.

—No vale la pena —dijo Scrubb, dando una rápida mirada a la vuelta a mano derecha—, esa dirección nos llevaría de regreso al... sur.

Siguió el camino recto, pero otra vez, a los pocos pasos, se encontraron con una segunda curva a la derecha. Pero esta vez no había otro camino que escoger, pues la zanja por donde iban llegaba aquí a un callejón sin salida.

—Inútil —gruñó Scrubb.

Jill no perdió ni un minuto en darse la vuelta y encabezar el regreso. Cuando volvieron al sitio donde Jill había caído, el Renacuajo no tuvo, gracias a sus brazos largos, ninguna dificultad para subirlos.

Pero fue espantoso estar afuera en la cima otra vez. Abajo, en esas estrechas rendijas de las zanjas, sus orejas había principiado casi a descongelarse; habían podido ver con claridad y respirar fácilmente y oír lo que decía el otro sin necesidad de gritar. Era absolutamente atroz volver a ese frío aplastante. Y les pareció un poco demasiado que Barroquejón eligiera ese momento para decir:

—¿Estás segura todavía de esas Señales, Pole? ¿Cuál deberíamos buscar ahora?

—¡Oh, déjame en paz! ¡A la porra las Señales! —exclamó Pole—. Algo sobre alguien que mencionaba el nombre de Aslan, pero no pienso ponerme a recitarlas aquí.

Como ves, ella llevaba mal el orden. Y era porque había dejado de repetir las Señales por las noches. Aún se las sabía, si se tomaba la molestia de pensar, pero ya no se sabía la lección “al dedillo”, como para estar segura de recitarlas de un tirón en el orden correcto, de inmediato y sin pensar. La pregunta de Barroquejón la irritó, porque para sus adentros estaba enojada consigo misma por no saberse la lección del León tan bien como pensaba que debería saberla. Fue esta molestia, además del sufrimiento de sentir tanto frío y cansancio, lo que la hizo decir “A la porra las Señales”. A lo mejor no quería decir eso.

—Oh, esa es la que sigue ¿no es cierto? —dijo Barroquejón—. Ahora ya no sé si tienes razón. Se te mezclaron todas, no me extrañaría nada. Me parece que valdría la pena pararnos a echar un vistazo a esta colina, a este lugar aplanado en que estamos. ¿Se han fijado...?

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