La silla de plata (10 page)

Read La silla de plata Online

Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
5.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Por la flauta! —exclamó Scrubb—. ¿Es el momento para ponernos a admirar el paisaje? Por amor de Dios, vámonos ya.

—¡Miren, miren, miren! —gritó Jill y señaló con el dedo.

Todos se dieron vuelta, y vieron: a lo lejos hacia el norte, y bastante más en alto que la meseta en que se hallaban, había aparecido una hilera de luces. Esta vez se notaba con mayor claridad que realmente eran ventanas que cuando los viajeros las habían visto la noche anterior; pequeñas ventanitas que te hacían pensar con deleite en dormitorios, y ventanas más grandes que te hacían pensar en montañas y un fuego crepitando en la chimenea y sopa caliente o jugosos solomillos humeando en la mesa.

—¡Harfang! —exclamó Scrubb.

—Todo está muy bien —dijo Barroquejón—, pero lo que yo iba a decir era que...

—¡Cállate! —dijo Jill con acritud—. No podemos perder un momento, acuérdense de que la Dama dijo que cerraban la puerta muy temprano. Tenemos que llegar a tiempo, tenemos que llegar, tenemos que llegar. Nos moriremos si no nos dejan entrar en una noche como ésta.

—Bueno, no es exactamente de noche todavía —comentó Barroquejón; pero los niños dijeron “vamos”, y empezaron a avanzar a tropezones por la resbaladiza meseta lo más rápido que sus piernas lo permitían. El Renacuajo los siguió, hablando todavía, pero ahora que de nuevo tenían que caminar contra el viento, los niños no hubieran podido escucharlo, aunque hubiesen querido. Y no querían. Iban imaginando baños y camas y bebidas calientes; y la idea de llegar demasiado tarde a Harfang y de que no los dejaran entrar se les hacía insoportable.

A pesar de su apresuramiento, tardaron largo rato en atravesar la cima achatada de aquel cerro. Y aun después de haberla cruzado, todavía quedaban algunos peñascos por bajar al otro lado. Pero finalmente llegaron abajo y pudieron ver cómo era Harfang.

Se erguía sobre un alto risco y, a pesar de las numerosas torres, parecía más bien una casa inmensa que un castillo. Era evidente que los Gigantes Amables no temían ningún ataque. En el muro exterior había ventanas que llegaban casi hasta el suelo, algo que nadie permitiría en una verdadera fortaleza. Incluso había curiosas puertecitas aquí y allá, de modo que era sumamente fácil entrar y salir del castillo sin atravesar el patio. Este detalle les levantó el ánimo a Jill y a Scrubb, pues hacía que el lugar fuese más acogedor y menos imponente.

Al principio lo alto y escarpado del risco los atemorizó, pero muy pronto advirtieron que había una senda más fácil para subir a la izquierda y que el camino terminaba allí. Después del viaje que ya habían hecho, el ascenso fue terrible y Jill casi se dio por vencida. Scrubb y Barroquejón tuvieron que ayudarla en los últimos cien metros. Pero por fin llegaron a la puerta del castillo. La reja de gruesos barrotes estaba subida y la puerta abierta.

Por muy cansado que estés, necesitas coraje para subir a pie hasta la puerta principal de la casa de un gigante. A pesar de todas sus anteriores advertencias contra Harfang, fue Barroquejón quien demostró más valor.

—A paso firme, ahora —dijo—. No demuestren miedo, pase lo que pase. Hemos hecho la cosa más tonta del mundo viniendo a este lugar, pero ya que estamos aquí, tendremos que enfrentarlo con toda valentía.

Con estas palabras avanzó a grandes zancadas hasta la puerta de entrada, se paró bajo el arco donde el eco ayudaría a su voz y llamó lo más fuerte que pudo.

—¡Oiga! ¡Portero! Huéspedes que buscan alojamiento.

Y mientras esperaba que sucediera algo, se sacó el sombrero y sacudió la pesada masa de nieve que se había juntado en su ancha ala.

—Oye —susurró Scrubb a Jill—. Puede que sea un aguafiestas, pero tiene muchas agallas... y desplante.

Se abrió una puerta, dejando escapar un delicioso resplandor de lumbre, y apareció el portero. Jill se mordió los labios para no gritar. No era un gigante tremendamente enorme; es decir, era bastante más alto que un manzano, pero nunca tan alto como un poste telegráfico. Su pelo era rojo y erizado, vestía un jubón de cuero con láminas de metal pegadas por todos lados, que hacía las veces de una cota de malla; sus rodillas estaban desnudas (realmente muy peludas) y usaba unas cosas como polainas sobre las piernas. Se inclinó y miró a Barroquejón con ojos desorbitados.

—¿Y qué clase de criatura dices que eres? —preguntó.

Jill habló, haciendo de tripas corazón.

—Disculpe —dijo—. La Dama de la Túnica Verde saluda al Rey de los Gigantes Amables, y nos envía a nosotros, dos niños del sur y a este Renacuajo del Pantano (cuyo nombre es Barroquejón) a su banquete de otoño. Si les parece conveniente, por supuesto —añadió.

—¡Ajá! —respondió el portero—. Esa es una historia enteramente diferente. Entren, pequeños, entren. Es mejor que pasen a la portería, mientras mando el recado a su Majestad.

Miró a los niños con curiosidad.

—Caras azules —dijo—. No sabía que eran de ese color. A mí me da lo mismo. Pero creo que se parecen mucho uno al otro. A los escarabajos les gustan los escarabajos, dicen.

—Nuestras caras están azules sólo por el frío —explicó Jill—. No son
realmente
de ese color.

—Entonces, entren y caliéntense. Entren, chiquillos —dijo el portero.

Los niños lo siguieron hasta la portería. Y aunque fue terrible oír cómo esa enorme puerta se cerraba ruidosamente tras ellos, lo olvidaron en cuanto vieron lo que habían estado deseando desde la cena de la noche anterior: un fuego. ¡Y qué fuego! Parecía que en él ardían cuatro o cinco árboles enteros, y hacía tal calor que tenían que permanecer a una buena distancia. Pero los tres se dejaron caer pesadamente en el piso de ladrillos, lo más cerca que podían soportar a causa del calor, exhalando grandes suspiros de alivio.

—Oye, jovencito —dijo el portero a otro gigante que había estado sentado al fondo de la habitación con la mirada fija en los visitantes hasta que pareció que se le iban a salir los ojos de la cara—, corre a la Casa con este mensaje.

Y le repitió lo que Jill le había dicho. El gigante más joven, después de una última mirada y una gran risotada, salió de la sala.

—Y tú, Ranilla —dijo el portero a Barroquejón—, parece que necesitas animarte un poco.

Sacó una botella negra muy similar a la de Barroquejón, pero unas veinte veces más grande.

—A ver, a ver —dijo el Portero—. No te puedo dar una copa, porque te ahogarías. Déjame ver. Este salero es justo lo que necesitamos. Es mejor que no hables de esto en la Casa. La platería
seguirá
llegando acá, y no es culpa mía.

No era un salero como los nuestros, sino más angosto y más vertical, y sirvió muy bien como copa para Barroquejón cuando el gigante lo puso en el suelo a su lado. Los niños suponían que Barroquejón lo rechazaría por lo mucho que desconfiaba de los Gigantes Amables. Pero dijo entre dientes:

—Es tarde ya para estar pensando en tomar precauciones ahora que estamos dentro con la puerta cerrada detrás de nosotros.

Luego olió el licor.

—Huele bien —dijo—. Pero esa no es ninguna prueba. Mejor asegurarse —y tomó un trago—. Tiene bastante buen gusto también. Pero puede que sea sólo al primer sorbo. A ver qué tal está —se tomó un trago más largo—. ¡Ah! Pero, ¿será siempre igual? —y tomó otro—. Debe tener algo asqueroso al fondo, no me extrañaría nada —dijo, y terminó de bebérselo. Se relamió y advirtió a los niños.

—Esta será una prueba, ya verán. Si me enrollo como un ovillo, o reviento, o me transformo en lagarto, o algo así, entonces sabrán que no deben aceptar nada que les ofrezcan.

Pero el gigante, que estaba a demasiada altura como para escuchar lo que había dicho Barroquejón en voz baja, se puso a reír a carcajadas diciendo:

—¡Pero, Ranilla, si eres todo un hombre! ¡Mira cómo se lo zampó!

—Hombre no... Renacuajo del Pantano —replicó Barroquejón, con la lengua un tanto enredada—. Rana tampoco: Renacuajo del Pantano.

En ese momento se abrió la puerta a sus espaldas y el gigante joven entró diciendo:

—Deben ir de inmediato a la sala del trono.

Los niños se pusieron de pie, pero Barroquejón se quedó sentado.

—Renacuajo del Pantano. Renacuajo del Pantano —decía—. Un muy respetable Renacuajo del Pantano. Respeto-renacuajo.

—Muéstrales el camino, jovencito —dijo el gigante portero—. Y más vale que lleves en brazos a la Ranilla. Se tomó unos tragos de más.

—No me pasa nada —dijo Barroquejón—. No soy rana. No me pasa rana. Soy un respeto-petacuajo.

Pero el joven gigante ya lo había cogido por la cintura y hacía señas a los niños de que lo siguieran. Y cruzaron el patio de esa manera tan poco decorosa. Barroquejón, sujeto en el puño del gigante, pataleando apenas en el aire, parecía una verdadera rana. Pero tuvieron poco tiempo para darse cuenta de esto, pues muy pronto cruzaron el gran portal del castillo principal —ambos sentían latir sus corazones más rápido que de costumbre— y, después de corretear a través de numerosos pasillos trotando para ponerse al paso del gigante, se encontraron parpadeando ante la luz en un enorme salón donde brillaban muchas lámparas y un fuego crepitaba en la chimenea, reflejándose en el dorado del techo y las cornisas. Había más gigantes de lo que los niños podían contar y permanecían de pie a su derecha y a su izquierda, todos vestidos con ropajes suntuosos; y sentadas sobre dos tronos al fondo del salón, dos descomunales figuras que aparentemente eran el Rey y la Reina.

Se detuvieron a unos veinte pasos de los tronos. Scrubb y Jill intentaron torpemente hacer una reverencia (a las niñas no les enseñan a hacer reverencias en el Colegio Experimental) y el joven gigante puso con sumo cuidado a Barroquejón en el suelo, donde se desplomó, quedando en una especie de postura sentada. Con sus miembros tan largos, a decir verdad, se parecía extraordinariamente a una voluminosa araña.

La casa de Harfang

—Vamos, Pole, a ti te toca —susurró Scrubb.

Jill se dio cuenta de que tenía la boca tan seca que no podía pronunciar ni una palabra. Hizo señas, furiosa, a Scrubb.

Pensando para sí que jamás la perdonaría (ni tampoco a Barroquejón), Scrubb se mojó los labios y le gritó para arriba al Rey gigante:

—Con tu permiso, señor: la Dama de la Túnica Verde te saluda por nuestro intermedio, y dice que seguramente te gustaría tenernos para tu banquete de otoño.

El Rey gigante y la Reina gigante se miraron, asintieron, y sonrieron de un modo que a Jill no le gustó mucho. Le gustó más el Rey que la Reina. Tenía una barba elegante y rizada y nariz aguileña y recta y era bastante buenmozo, como gigante. La Reina era espantosamente gorda y tenía doble barba y la cara gorda y empolvada, lo que no es muy agradable la mayoría de las veces y, claro está, es mucho peor cuando es diez veces más grande. De pronto el Rey sacó le lengua y se lamió los labios. Cualquiera puede hacer eso; pero su lengua era tan sumamente grande y roja, y la sacó en forma tan inesperada, que Jill se llevó un buen susto.

—¡Oh, qué niños tan
buenos!
—dijo la Reina.

(“Tal vez sea ella la más simpática, después de todo”, pensó Jill).

—Sí, es cierto —dijo el Rey—, unos niños excelentes. Bienvenidos a nuestra corte. Denme sus manos.

El alargó su enorme mano derecha, muy limpia y con cualquier cantidad de anillos en los dedos, pero con unas horribles uñas puntiagudas. Era demasiado grande para estrechar las manos que los niños, por turno, levantaban hacia él; pero pudo estrechar sus brazos.

—¿Y qué es eso? —preguntó el Rey, señalando a Barroquejón.

—Reshpeto-petacuajo —dijo Barroquejón.

—¡Ay! —chilló la Reina, tapándose casi hasta los tobillos con sus faldas—. ¡Qué cosa más horrorosa! ¡Y está viva!

—No le hará nada, señora, de veras, no le hará nada —dijo Scrubb, con impaciencia—. Le va a gustar mucho cuando lo conozca mejor, estoy seguro.

Espero que no pierdan su interés por Jill en el resto del libro si les digo que en ese instante se puso a llorar. Había muchas razones para excusarla. Sus pies y manos y orejas y nariz empezaban recién a descongelarse; su ropa chorreaba de nieve derretida; casi no había comido o bebido ese día; y le dolían tanto las piernas que sintió que no sería capaz de mantenerse en pie mucho tiempo más. Sin embargo, en ese momento fue lo mejor que pudo haber hecho, pues la Reina dijo:

—¡Ah, la pobrecita! Mi Lord, hacemos mal en tener a nuestros huéspedes de pie. ¡Rápido, uno de ustedes! Llévenselos. Denles comida y vino y un baño. Consuelen a la niñita. Denle caramelos, denle muñecas, denle medicinas, denle todo lo que se les ocurra: leche caliente y confites y alcaraveas y canciones de cuna y juguetes. No llores, niñita, o no servirás para nada cuando empiece el banquete de otoño.

Jill estaba indignada, igual que lo estaríamos tú y yo, al oír mencionar juguetes y muñecas; y aunque los caramelos y los confites eran muy ricos en su especie, ella esperaba ardientemente que le dieran algo más sustancioso. El estúpido discurso de la Reina produjo, sin embargo, excelentes resultados, ya que unos gigantescos camareros cogieron de inmediato a Barroquejón y a Scrubb, y una gigantesca dama de honor a Jill y los llevaron a sus dormitorios.

La habitación de Jill era casi del tamaño de una iglesia, y habría tenido un aspecto muy solemne si no hubiese sido por el fuego que ardía estrepitosamente en la chimenea y por la espesa alfombra carmesí que cubría el piso. Y aquí comenzaron a sucederle cosas deliciosas. Se la entregaron a la vieja niñera de la Reina, que era, desde el punto de vista de un gigante, una anciana pequeña casi doblada en dos por la edad; y desde el punto de vista humano, una giganta lo suficientemente baja como para moverse en una habitación de tamaño normal sin golpearse la cabeza contra el techo. Era muy competente, aunque Jill hubiera preferido que no chasqueara constantemente la lengua ni dijera cosas tales como “¡Oh, la, la! Arriba, primor”, y “Ahí está mi palomita” y “Nos vamos a portar muy bien, mi querida”. Llenó un gigantesco baño de pies con agua caliente y ayudó a Jill a meterse dentro. Si sabes nadar (y Jill sabía) una bañera gigante es algo exquisito. Y las toallas gigantes, aunque un poquito ásperas y toscas, también son exquisitas, porque miden metros y metros. Lo cierto es que no necesitas secarte, basta con envolverte en una frente al fuego y ¡a divertirte! Y cuando terminó, la vistieron con ropa limpia, fresca, tibia: prendas elegantísimas y un poco demasiado grandes para ella, pero que evidentemente estaban hechas para humanos y no para gigantas.

Other books

The Lady in the Tower by Jean Plaidy
Loquela by Carlos Labbé
Crash and Burn by Lange, Artie
The Starcomber by Alfred Bester
Still Here by Lara Vapnyar
Moonlit Embrace by Lyn Brittan
Sad Cypress by Agatha Christie