La silla de plata (4 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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—Conque apareciste otra vez, ¿ah? —dijo Scrubb, en tono antipático (y tenía algo de razón)—. ¿Podrías quedarte callada? Quiero escuchar.

—No seas tonto —insistió Jill—. No hay tiempo que perder. ¿No ves a ningún antiguo amigo tuyo por aquí? Si lo ves, tienes que ir a hablar con él inmediatamente.

—¿De qué estás hablando? —dijo Scrubb.

—Es Aslan, el León, el que dijo que tienes que hacerlo —explicó desesperada Jill—. Yo lo he visto.

—Ah ¿sí? Y ¿qué te dijo?

—Me dijo que la primera persona que tú verías en Narnia sería un viejo amigo, y que tenías que ir y hablarle al instante.

—Bueno, pero aquí no hay nadie que yo haya visto antes en mi vida; y además no sé si ésta es Narnia.

—Pensé que habías dicho que estuviste aquí antes —dijo Jill.

—Entonces, pensaste mal.

—¡Ah, qué estupendo! Tú me dijiste...

—Por Dios, cállate y déjame escuchar lo que están diciendo.

El Rey le hablaba al Enano, pero Jill no podía oír lo que decía. Y, por lo que pudo entender, el Enano no respondió, aunque movía constantemente la cabeza, asintiendo. Luego el Rey levantó la voz y se dirigió a toda la Corte; pero su voz era tan vieja y cascada que Jill comprendió muy poco de su discurso, sobre todo que mencionaba personas y lugares que ella no conocía. Cuando terminó, el Rey se inclinó y besó al Enano en ambas mejillas, se enderezó, levantó su mano derecha como dando su bendición, y subió lentamente y con paso débil por la pasarela del navío. Los cortesanos se conmovieron muchísimo con su partida. Sacaron sus pañuelos y se oían sollozos por todas partes. La pasarela fue retirada, sonaron trompetas en la popa y la nave comenzó a alejarse del muelle (la remolcaba un bote a remos, pero Jill no alcanzaba a verlo).

—Y ahora —principió a decir Scrubb, pero no siguió, pues en ese momento un enorme objeto blanco —Jill creyó por un segundo que era un volantín— planeó en el aire y vino a aterrizar a sus pies. Era un búho blanco, pero tan grande como un enano de tamaño corriente.

Parpadeó y entornó los ojos como si fuera corto de vista, ladeó un poco la cabeza y dijo con voz suave y ululante:

—¡Tufú, tufú! ¿Quién eres tú?

—Me llamo Scrubb y ella es Pole —respondió Eustaquio—. ¿Podrías decirnos dónde estamos?

—En la tierra de Narnia, en Cair Paravel, el castillo del Rey.

—¿Era el Rey el que acaba de irse en el barco?

—Cierto, muy cierto —dijo con tristeza el Búho, meneando su enorme cabeza—. Pero ¿quiénes son ustedes? Hay algo mágico en ustedes dos. Los vi llegar: vinieron volando. Todos los demás estaban tan ocupados en despedir al Rey que no se dieron cuenta. Pero yo sí; por casualidad los vi, los vi volar.

—Aslan nos mandó aquí —dijo Eustaquio en voz baja.

—¡Tufú, tufú! —dijo el Búho, con sus plumas erizadas—. Esto es casi demasiado para mí, a tan temprana ahora de la tarde. No me repongo hasta que baja el sol.

—Y nos envió a buscar al Príncipe perdido —añadió Jill, que esperaba con ansias poder intervenir en la conversación.

—Es primera vez que oigo eso —murmuró Eustaquio—. ¿Qué príncipe?

—Tienen que venir a hablar con el Lord Regente de inmediato —dijo el Búho— Es aquel, en el coche tirado por el burro: el Enano Trumpkin.

El ave se volvió y empezó a guiarlos, refunfuñando para sí:

—¡Fu! ¡Tufú! ¡Qué lío! No puedo pensar claro todavía. Es demasiado temprano.

—¿Cómo se llama el Rey? —preguntó Eustaquio. —Caspian Décimo —contestó el Búho.

Y Jill no podía entender por qué Scrubb se había parado en seco y se había puesto de un color tan raro. Pensó que jamás lo había visto tan afectado por algo. Pero antes de que pudiera hacer cualquiera pregunta, llegaron frente al Enano que ya recogía las riendas de su burro y se preparaba para regresar en su coche al castillo. La muchedumbre de cortesanos se había disuelto y tomaba la misma dirección, de a uno, de a dos o en pequeños grupos, como la gente que se retira después de presenciar un juego o una carrera.

—¡Tufú! ¡Ejem! Lord Regente —dijo el Búho, inclinándose un poco y acercando su pico al oído del Enano.

—¿Eh? ¿Qué pasa? —dijo el Enano.

—Dos forasteros, señor —explicó el Búho.

—¡Abasteros! ¿Qué pretendes decir? —exclamó el Enano—. Yo veo dos cachorros de hombre extraordinariamente puercos. ¿Qué quieren?

—Me llamo Jill —dijo ella, adelantándose. Estaba ansiosa por explicar el importante asunto que los había traído hasta acá.

—La niña se llama Jill —gritó el Búho lo más fuerte que pudo.

—¿Qué pasa? —dijo el Enano—. ¿Que las niñas llegan en abril? No creo una palabra. ¿Qué niñas? ¿Quién las mandó?

—Una sola niña, mi Lord —contestó el Búho—. Su nombre es Jill.

—Habla más fuerte, que no te oigo —dijo el Enano—. No te quedes ahí zumbando y gorjeando en mi oído.
(
,Quién llega en abril?

—Nadie llega en abril —ululó el Búho.

—¿Quién?

—NADIE.

—Está bien, está bien. No tienes que gritarme, no estoy tansordo. ¿Para qué vienes a decirme que nadie llega en abril?¿Por qué tendría que llegar alguien?

—Mejor dile que soy Eustaquio —aconsejó Scrubb.

—Mi Lord, el niño es Eustaquio —ululó el Búho lo más fuerte posible.

—¿Que no vale un apio? Así me parece —dijo el Enano, de malhumor—. Y por eso lo han traído a la Corte, ¿eh?

—No es apio —contestó el Búho—. EUSTAQUIO.

—¿Que está aquí? Ya lo veo. No entiendo de qué diablos estás hablando. Te voy a decir algo, Maestro Plumaluz. Cuando yo era joven, había en este país bestias y aves que
hablan
que realmente podían hablar. No como ahora, este mascullar, murmurar y cuchichear. No se habría tolerado ni un minuto. Ni un minuto, señor. Urno, mi trompeta, por favor.

Un pequeño fauno que había permanecido en silencio todo el tiempo pegado al codo del Enano, le pasó una trompetilla de plata. Tenía la forma de un instrumento musical llamado serpiente, de manera que el tubo se enroscaba justo alrededor del cuello del Enano. Mientras se la colocaba, el Búho Plumaluz dijo sorpresivamente a los niños, en un susurro:

—Mi cerebro está un poco más claro ya. No digan nada sobre el Príncipe perdido. Ya les explicaré más tarde. ¡No serviría de nada, tufú! ¡Ay, qué lío armas tú!

—Bien, —dijo el Enano—, si
tienes
algo sensato que decir, Maestro Plumaluz, trata de decirlo. Respira hondo y no intentes hablar demasiado rápido.

Con la ayuda de los niños, y a pesar de un ataque de tos de parte del Enano, Plumaluz le explicó que los forasteros habían sido enviados por Aslan a visitar la Corte de Narnia. El Enano les dio una rápida mirada, con una nueva expresión en sus ojos.

—¿Enviados por el propio León, eh? —dijo—. Y vienen de... mmm... de aquel otro Lugar... más allá del fin del mundo ¿eh?

—Sí, mi Lord —chilló Eustaquio dentro de la trompeta.

—Hijo de Adán e Hija de Eva ¿eh? —continuó el Enano. Pero los alumnos del Colegio Experimental jamás habían oído hablar de Adán y Eva, por lo que Jill y Eustaquio no pudieron responder. Pero al parecer el Enano no se dio cuenta.

—Bueno, queridos míos —dijo, tomando primero a uno y luego al otro de la mano e inclinando un poco su cabeza—, Son muy cordialmente bienvenidos. Si el buen Rey, mi pobre amo, no se hubiera embarcado recién rumbo a las Siete Islas, se habría alegrado mucho de vuestra venida. Le habrían traído por un momento recuerdos de su juventud, por un momento... Pero ya es hora de ir a comer. Mañana nos reuniremos en consejo pleno y me dirán a qué han venido. Maestro Plumaluz, preocúpate de que se les den a nuestros huéspedes los mejores dormitorios y ropa apropiada. Y, Plumaluz, déjame decirte al oído...

Y el Enano puso su boca muy junto a la cabeza del Búho y, sin duda, pretendió hablar en voz baja, pero, como la mayoría de los sordos, no era capaz de juzgar el volumen de su propia voz, y ambos niños escucharon que decía: “Preocúpate de que los laven bien”.

Entonces el Enano dio un latigazo a su burro y éste se puso en camino hacia el castillo en una mezcla de trote y contoneo de pato (era un animalito muy gordo), mientras el Fauno, el Búho y los niños lo seguían a paso más bien lento. Se había puesto el sol y el aire comenzaba a refrescar.

Cruzaron el prado y, en seguida, un huerto hasta llegar a la puerta norte de Cair Paravel. Estaba abierta de par en par. Adentro se encontraron en un patio cubierto de hierba. Ya se veían las luces encendidas en las ventanas del gran salón a su derecha y también las de otra complicadísima masa de edificios al frente. El Búho los introdujo en estos últimos, donde una persona muy encantadora se encargó de atender a Jill. No era mucho más alta que Jill y mucho más delgada, pero era obviamente una persona adulta, graciosa como un sauce; su pelo parecía el de un sauce también y se diría que tenía musgo. Llevó a Jill hasta una sala redonda en unode los torreones, donde había una pequeña bañera hundida en el piso y un fuego de leña de dulce olor quemándose en el hogar plano y una lámpara colgada con una cadena de plata del techo abovedado. La ventana miraba al oeste hacia la extraña tierra de Narnia; Jill contempló los rojos vestigios de la puesta de sol que aún relucían tras las lejanas montañas. Todo esto la hizo desear con ansias vivir más aventuras y tuvo la certeza de que era sólo el comienzo.

Después de darse un baño, cepillar su cabello, y ponerse la ropa que le habían preparado —era esa clase de ropa que no solamente es agradable al tacto, sino que además es linda, y huele bien, y suena bien cuando te mueves—, iba a seguir contemplando el paisaje apasionante que ofrecía esa ventana, pero la interrumpió un golpe en la puerta.

—Entre —dijo Jill.

Y entró Scrubb, también bañado y espléndidamente vestido con ropa narniana. Pero por la expresión de su cara no parecía estar disfrutándolo.

—Ah, aquí estás, por fin —dijo, malhumorado, dejándose caer en una silla—. Hace horas que trato de encontrarte.

—Bueno, ya me encontraste —repuso Jill—. Oye, Scrubb, ¿no crees que todo esto es superfascinante y sensacional?

Se había olvidado totalmente de las Señales y del príncipe perdido.

—¡Ah! Eso piensas tú, ¿ah? —dijo Scrubb; y agregó, después de una pausa—. ¡Ojalá no hubiéramos venido nunca!

—¿Pero por qué?

—No puedo soportarlo —dijo Scrubb—. Ver al Rey, a Caspian, convertido en un viejo viejísimo. Es... es espantoso.

—¿Y qué te importa a ti?

—Oh, tú no entiendes. Y si lo pienso bien, no puedes entender. No te he dicho que en este mundo el tiempo es distinto al nuestro.

—¿Qué quieres decir?

—El tiempo que tú pasas aquí no se cuenta en nuestro tiempo. ¿Entiendes? Quiero decir que por mucho tiempo que pasemos aquí, volveremos al Colegio Experimental en el mismo momento en que salimos.

—No va a ser muy divertido...

—¡Cállate la boca! No sigas interrumpiendo. Y cuando regresas a Inglaterra, a nuestro mundo, no puedes comprender cómo pasa el tiempo acá. Puede transcurrir cualquier cantidad de años en Narnia mientras allá pasa un año. Los Pevensie me lo explicaron todo, pero se me olvidó como un tonto. Y ahora parece que hace setenta años —años de Narnia— que estuve aquí. ¿Entiendes ahora? Y vuelvo y encuentro que Caspian es ya un viejito.

—¡Entonces el Rey
era
un antiguo amigo tuyo! —exclamó Jill. Se le vino a la mente una idea horrible.

—Debí darme cuenta de que era él —dijo Scrubb, con tristeza—. El mejor amigo que un tipo puede encontrar. Y la última vez tenía unos pocos años más que yo solamente. Y ver este anciano de barba blanca, y recordar a Caspian como era la mañana en que conquistamos las Islas Desiertas, o en la lucha con la serpiente de mar... oh, es tan terrible. Es peorque haberlo encontrado muerto.

—¡Cállate! —exclamó Jill, impaciente—. Es mucho peorde lo que tú crees. Fallamos en la primera Señal.

Claro que Scrubb no entendió nada. Entonces Jill le contó su conversación con Aslan y lo de las cuatro Señales y la tarea que les había encomendado a ellos dos: encontrar al príncipe perdido.

—Así es que ya ves —concluyó—, viste a un viejo amigo tuyo, tal como dijo Aslan, y debías haber ido a hablar con él en ese mismo momento. Pero no lo hiciste, y ahora todo parte mal desde el principio.

—Pero ¿cómo iba yo a saber eso? —dijo Scrubb.

—Si me hubieras escuchado cuando traté de decírtelo, todo andaría bien —repuso Jill.

—Sí, y si no te hubieras hecho la valiente al borde del acantilado y no me hubieras casi casi asesinado... sí, dije
asesinar,
y lo diré las veces que se me dé la gana, así es que no te sulfures... habríamos venido juntos y entonces los dos sabríamos lo que teníamos que hacer.

—¿Fue él la
primera
persona que viste? —preguntó Jill—. Debes haber estado aquí horas antes que yo. ¿Estás seguro de que no viste a nadie más primero?

—Llegué aquí apenas unos minutos antes que tú contestó Scrubb—. Debe haberte soplado más rápido que a mí. Para ganar tiempo; el tiempo que

perdiste.

—¡No seas idiota, Scrubb! —exclamó Jill—. Pero ¿qué es eso?

Era la campana del castillo anunciando la comida, y de esta manera, felizmente, se cortó en seco lo que podía haberse transformado en una pelea de primera categoría. Los dos tenían bastante hambre a esas alturas.

Una cena en el gran salón del castillo es la cosa más espléndida que ambos hubieran visto jamás; pues aunque Eustaquio había visitado ese mundo antes, pasó toda su estadía en el mar y no conoció nada del esplendor y cortesía con que recibían los narnianos en sus casas, allá en su patria. Los pendones colgaban del techo, y cada plato era traído a la mesa al son de trompetas y timbales. Sirvieron sopas que te hacían agua la boca de sólo pensar en ellas; y los deliciosos pescados llamados pavenders; y venado, y pavo real, y empanadas, y helados y gelatinas y fruta y nueces, y toda clase de vinos y bebidas de fruta. Hasta Eustaquio se animó y admitió que “esto sí que es cenar”. Y cuando terminó la seria tarea de comer y beber, se adelantó un poeta ciego y empezó a cantar el grandioso y antiguo poema sobre el Príncipe Cor y Aravis y el caballo Bri, llamado
El Caballo y su Niño,
que narra una aventura ocurrida en Narnia y en Calormen y en las tierras situadas entre ambos países, en la Epoca de Oro cuando Pedro era el gran Rey en Cair Paravel. (No tengo tiempo de contarlo ahora, aunque vale la pena oírlo).

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