La silla de plata (14 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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Finalmente, el barco atracó en un muelle y allí lo amarraron. Llevaron a los tres viajeros a tierra y los hicieron marchar hasta la ciudad. Un gentío de terrígeros, todos distintos, se codeaban con ellos en las calles atestadas, y la triste luz caía sobre incontables rostros tristes y grotescos. Mas ninguno mostraba el menor interés en los extranjeros. Parecía que cada gnomo estaba tan atareado como triste, a pesar de que Jill nunca supo en qué estaban tan ocupados. Pero continuaba la actividad sin fin: los empujones, la precipitación y el silencioso vagabundear.

Por fin llegaron a lo que parecía ser un gran castillo, aunque sólo algunas de las ventanas tenían luz. Los hicieron entrar, cruzar un patio y subir varias escaleras, hasta desembocar en una enorme habitación lóbregamente iluminada. Pero en un rincón —¡oh dicha!— había un vestíbulo lleno de una luz muy diferente: la honesta, amarillenta, cálida luz de una lámpara como las que usamos los humanos. Lo que dejaba ver la luz de ese vestíbulo era el pie de una escalera que se perdía hacia lo alto entre paredes de piedra. La luz parecía venir de arriba. Parados a cada lado del vestíbulo había dos terrígeros, posiblemente centinelas o lacayos.

El guardián se dirigió hacia ellos y les dijo, como si fuera un santo y seña:

—Muchos se hunden en el Mundo Subterráneo.

—Y pocos regresan a las tierras soleadas —respondieron ellos, como si fuera la contraseña.

Entonces los tres, juntando sus cabezas, se pusieron a conversar. Por fin uno de los gnomos sirvientes dijo:

—Sé que su Majestad la Reina ha salido de aquí, a su gran aventura. Es mejor que mantengamos bajo estricta vigilancia a estos tres habitantes de arriba hasta su retorno. Pocos regresan a las tierras soleadas.

En ese momento la conversación fue interrumpida por algo que a Jill le pareció el sonido más delicioso del mundo. Venía de arriba, del extremo de la escalera; y era una clara y resonante voz perfectamente humana: la voz de un joven.

—¿Qué tumulto tienen allá abajo, Mulugúderun? —gritó—. ¡Ah, gente de Sobretierra! Tráiganmelos de inmediato.

—¿Quisiera su Alteza recordar...? —comenzó Mulugúderun, pero la voz lo cortó en seco.

—Mi Alteza quiere antes que nada ser obedecido, viejo rezongón. Tráelos arriba —gritó.

Mulugúderun meneó la cabeza, hizo señas a los viajeros para que lo siguieran y principió a subir la escalera. A cada paso aumentaba la luminosidad. Suntuosos tapices colgaban de las paredes. La luz de la lámpara brillaba dorada a través de las delgadas cortinas al final de la escalera. Los terrígeros corrieron las cortinas y se quedaron a un lado. Los tres entraron y se encontraron en una hermosa habitación, adornada con una magnífica tapicería; había un fuego chisporroteando en el limpio hogar, y vino tinto y cristal cortado relucían sobre la mesa. Un joven de cabello claro se levantó para recibirlos. Era buenmozo y tenía un aire atrevido y bondadoso a la vez, a pesar de que había algo raro en su cara. Vestía de negro y, por su aspecto, se parecía un poquito a Hamlet.

—¡Bienvenidos, habitantes de arriba! —gritó—. Pero quédense un momento, ¡Por piedad! Los he visto antes a ustedes dos, gentiles niños, y a éste, su extraño guía. ¿No fueron ustedes tres a quienes conocí junto al puente en las fronteras del Páramo de Ettins cuando cabalgaba al lado de mi Señora?

—Oh... ¿tú eres el Caballero de Negro que no hablaba? —exclamó Jill.

—¿Y esa señora era la Reina de Bajotierra? —preguntó Barroquejón, con tono muy poco cordial.

Y Scrubb, que estaba pensando lo mismo, gritó violentamente:

—Porque si era ella, creo que fue sumamente malvada al mandarnos a un castillo de gigantes que pretendían comernos. Me gustaría saber qué mal le hemos hecho a ella nosotros.

—¿Cómo? —dijo el Caballero Negro, frunciendo el ceño—. Si no fueras un guerrero tan joven, niño, nos habríamos batido a muerte tú y yo en esta disputa. No acepto oír palabras en contra del honor de mi Señora. Pero ten por seguro que lo que te haya dicho, lo dijo con buena intención. No la conoces. Ella es un ramillete de virtudes, de veracidad, de compasión, de constancia, de bondad, de valor, y todo lo demás. Yo bien lo sé. Solamente su amabilidad conmigo, que no tengo con qué retribuir, constituiría una historia admirable. Pero de ahora en adelante la conocerán y la amarán. Mientras tanto, ¿qué han venido a hacer al Reino de las Profundidades?

Y antes de que Barroquejón pudiera pararla, Jill dejó escapar estas palabras:

—Por favor, estamos tratando de encontrar al Príncipe Rilian de Narnia.

Y entonces se dio cuenta del terrible riesgo que corría; esta persona bien podía ser un enemigo. Pero el Caballero no demostró interés.

—¿Rilian? ¿Narnia? —dijo despreocupadamente—. ¿Narnia? ¿Qué país es ése? Nunca oí ese nombre. Debe estar a miles de leguas de los lugares de Sobretierra que yo conozco. Pero fue una extraña fantasía la que los trajo a buscar a ese ¿cómo se llama? ¿Bilian, Trilian? en el reino de mi Señora. En verdad, que yo sepa, ese hombre no está aquí.

Se rió muy fuerte y Jill pensó para sí: “¿Será
eso
lo raro que hay en su cara? ¿Será un poco tonto?”

—Nos dijeron que buscáramos un mensaje en las piedras de la ciudad en ruinas —dijo Scrubb—. Y vimos las palabras DEBAJO DE MI.

El Caballero se rió aún con más ganas que antes.

—Los engañaron —dijo—. Esas palabras no tienen ningún significado para el propósito de ustedes. Mejor hubiera sido que le hubieran preguntado a mi Señora. Ella les habría dado el mejor consejo. Pues esas palabras son todo lo que queda de una larga inscripción que en tiempos antiguos, como ella recuerda muy bien, expresaba estos versos:

Aunque bajo Tierra y sin trono ahora me vi

Mas, mientras viví, toda Tierra estaba debajo de mí

Por lo cual está clarísimo que algún gran rey de los antiguos gigantes, que está enterrado ahí, hizo que se grabara esa fanfarronada en las piedras que cubren su sepulcro; aunque al quebrarse algunas piedras y al llevar otras para las nuevas construcciones, han quedado solamente tres palabras que todavía se pueden leer. ¿No es el chiste más divertido del mundo que ustedes hayan pensado que lo habían escrito para ustedes?

Fue como un balde de agua fría para Scrubb y Jill, pues les pareció muy posible que las palabras no tuvieran absolutamente nada que ver con su búsqueda, y que los hubiera llevado hasta allá una simple casualidad.

—No se preocupen —dijo Barroquejón—.
No existen
las casualidades. Es Aslan quien nos guía; y él estaba allí cuando el rey gigante mandó esculpir las letras, y ya sabía todo lo que sucedería después; incluyendo
esto.

—Este guía tuyo debe ser un viejo vividor, amigo mío —dijo el Caballero con otra de sus risotadas.

Jill empezaba a encontrarlo un poco pesado.

—Y a mí me parece, señor —replicó Barroquejón—, que esa Señora tuya debe ser una vieja vividora también, si recuerda los versos tal como los esculpieron.

—Muy astuto, Cara de Rana —dijo el Caballero, palmoteando a Barroquejón en el hombro y riendo otra vez—. Y le acertaste a la verdad. Ella es de estirpe divina, y no conoce la edad ni la muerte. Yo le estoy muy agradecido por su infinita generosidad con un pobre desgraciado mortal como yo. Porque han de saber, señores, que soy un hombre víctima de los más extraños sufrimientos, y nadie más que su Majestad la Reina habría tenido paciencia conmigo. ¿Paciencia, dije? Pero, si va mucho más allá que eso. Ella me ha prometido un gran reino en Sobretierra, y cuando sea rey, su graciosa mano en matrimonio. Pero la historia es demasiado larga para que ustedes la escuchen en ayunas y de pie. ¡Eh, alguno de ustedes allá afuera! Traigan para mis huéspedes el vino y la comida que agradan a los habitantes de arriba. Por favor, siéntense caballeros. Pequeña doncella, siéntate en esa silla. Van a escuchar toda la historia.

En el Castillo Tenebroso

Cuando trajeron la comida (que era pastel de pichón, jamón frío, ensalada y bizcochos), acercaron sus sillas a la mesa y empezaron a comer. El Caballero continuó:

—Ustedes deben entender, amigos, que yo no sé nada de quién fui ni de cuándo vine a este mundo sombrío. No recuerdo haber vivido en otra parte fuera de la corte de esta tan celestial Reina; pero creo que ella me salvó de algún maligno encantamiento y me trajo hasta aquí por su excesiva generosidad. (Honrado Cara de Rana, tu copa está vacía. Permíteme que te la vuelva a llenar). Y esto me parece lo más posible, pues aún ahora estoy ligado a un hechizo, del cual sólo mi Señora puede liberarme. Todas las noches llega una hora en que mi mente sufre un horrible cambio, y, tras la mente, todo mi cuerpo. Al principio me pongo furioso y violento y me abalanzaría contra mis mejores amigos para asesinarlos, si no estuviera atado. Y al minuto después, tomo la apariencia de una enorme serpiente, hambrienta, feroz y mortal. (Señor, por favor, sírvete otra pechuga de pichón, te lo ruego). Así me han dicho, y seguramente dicen la verdad, ya que mi Señora dice lo mismo. Yo no sé nada de eso, porque cuando pasa mi hora, despierto olvidando todo aquel ruin arrebato y con mi mismo aspecto y mi mente sana, salvo que muy fatigado. (Damita, come uno de esos bizcochos de miel que traen para mí desde alguna tierra de bárbaros en el lejano sur del mundo). Ahora su Majestad la Reina sabe, por sus artes, que me veré libre de este hechizo una vez que ella me haya hecho rey de una tierra en el Mundo de Encima y haya puesto su corona sobre mi cabeza. La tierra ya está elegida, así como el lugar exacto para nuestra evasión. Sus terrígeros han trabajado día y noche cavando un camino por debajo y ya han ido tan lejos y a tal altura que han hecho un túnel de una veintena de metros justo debajo del pasto sobre el que caminan los habitantes de ese país de arriba. Y dentro de muy poco se cumplirá el sino de esos montañeses. La Reina ha ido esta noche a las excavaciones, y yo espero un mensaje para acudir a su lado. Entonces el delgado techo de tierra que todavía me mantiene alejado de mi reino se abrirá, y con ella como guía y mil terrígeros a mis espaldas, cabalgaré hacia adelante en armas, caeré sorpresivamente sobre mis enemigos, mataré a sus jefes, derribaré sus plazas fuertes y, sin duda, seré coronado rey dentro de cuatro y veinte horas.

—Ellos
tienen harta mala suerte, ¿no? —dijo Scrubb.

—¡Sois un muchacho de un ingenio maravilloso y muy ágil! —exclamó el Caballero—. Pues, por mi honor, nunca había pensado en eso antes. Entiendo lo que quieres decir.

Por unos instantes pareció ligeramente, muy ligeramente, perturbado; pero pronto su cara se iluminó y rompió en otra de sus carcajadas.

—¡Pero qué vergüenza tanta gravedad! ¡Es la cosa más cómica y ridícula del mundo pensar en todos ellos yendo a sus trabajos, sin soñar que bajo sus pacíficos campos y suelos, sólo unas brazas más abajo, hay todo un ejército listo para irrumpir allí y caerles encima como un manantial! ¡Y pensar que no se lo han sospechado nunca! ¡Pero si ellos mismos, una vez pasado el primer escozor de su derrota, no tendrán otra alternativa que reírse de todo esto!

—No lo encuentro nada de divertido —dijo Jill—. Creo que vas a ser un perverso tirano.

—¿Qué? —dijo el Caballero, riendo todavía y haciéndole cariño en la cabeza de una manera exasperante—. ¿Nuestra damita es una astuta política? Pero no temas, mi amor. Cuando gobierne esa tierra, haré todo lo que me aconseje mi Señora, que entonces será además mi Reina. Su palabra será mi ley, igual que mi palabra será ley para el pueblo que habremos conquistado.

—Allá de donde yo vengo —dijo Jill, a quien porminutos le desagradaba más el Caballero— no hay muy buena opinión de los hombres que se dejan mandar por sus esposas.

—Pensarás distinto cuando tú misma tengas tu propio hombre, te lo garantizo —repuso el Caballero, pensando aparentemente que esto era muy gracioso—. Pero con mi Señora el asunto es diferente. Yo estoy muy contento de vivir siguiendo sus consejos, que ya me han salvado de miles de peligros. Ninguna madre se ha tomado mayores molestias por su hijo con tanta ternura como su gracia la Reina ha hecho por mí. Vean cómo, en medio de todas sus preocupaciones y trabajos, ha salido conmigo afuera, a Sobretierra para que mis ojos se acostumbren a la luz del sol. Debo ir con toda mi armadura y con la visera bajada, a fin de que ningún hombre pueda ver mi cara, y no puedo hablar con nadie. Pues ella ha sabido por medio de sus artes mágicas que esto dificultaría mi liberación del cruel hechizo que pese sobre mí. ¿No es una dama que merece toda la adoración de un hombre?

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