La silla de plata (15 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: La silla de plata
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—Pareciera ser una dama muy gentil, en realidad —dijo Barroquejón, con una voz que daba a entender exactamente lo contrario.

Antes de que terminara la cena, ya estaban mortalmente cansados con la conversación del Caballero. Barroquejón pensaba: “Me pregunto cuál es el verdadero juego que se trae esa bruja con este joven tonto”. Scrubb pensaba: “Es un niñito grande, realmente: pegado a las faldas de esa mujer; es un estúpido”. Y Jill pensaba: “Es un grosero, tonto, presumido y egoísta como no he visto en mucho tiempo”. Pero cuando terminó la comida, el humor del Caballero había cambiado. Ya no hubo más risas.

—Amigos —dijo—. Mi hora está muy cerca. Me avergüenzo de que me vean, pero me horroriza que me dejen solo. Van a entrar y me amarrarán de manos y pies a aquella silla. ¡Ay de mí! Pero así tiene que ser, porque en mi furia, según me han dicho, podría destruir todo lo que esté a mi alcance.

—Mira —dijo Scrubb—. Siento muchísimo lo de tu encantamiento, claro, pero ¿qué nos harán a
nosotros
esos tipos cuando vengan a amarrarte? Dijeron que nos meterían en prisión. Y no nos gustan mucho esos lugares tan oscuros. Preferimos quedarnos aquí hasta que tú estés… mejor... si es que podemos.

—Bien pensado —respondió el Caballero—. Es costumbre que nadie más que la Reina se quede conmigo en mi hora de maldad. Es tal su tierna preocupación por mi honor que no podría soportar que otros oídos fuera de los suyos escucharan las palabras que profiero en mi frenesí. Pero no será fácil persuadir a mis gnomos sirvientes de que ustedes deben permanecer conmigo. Y parece que ya oigo sus pasos suaves por las escaleras. Crucen aquella puerta, que lleva a mis otros aposentos. Allí esperen mi regreso después de que ellos me desaten; o bien, si lo prefieren, vuelvan y quédense conmigo en mis desvaríos.

Siguieron sus instrucciones y salieron de la habitación por una puerta que no habían visto todavía abierta. Llegaron, para su gran alegría, no a la oscuridad sino a un iluminado corredor. Ensayaron varias puertas y encontraron (lo que necesitaban muy urgentemente) agua para lavarse e incluso un espejo.

—Nunca nos ofreció donde lavarnos antes de la cena —dijo Jill, secándose cara—. Grosero, egoísta, egocéntrico.

—¿Vamos a regresar para presenciar el hechizo, o nos quedaremos aquí? —preguntó Scrubb.

—Voto porque nos quedemos aquí —dijo Jill—. Prefiero no verlo.

Pero sentía un poco de curiosidad, de todos modos.

—No, regresemos —dijo Barroquejón—. Puede que recojamos alguna información, y necesitamos echar mano de todo lo que podamos lograr. Estoy convencido de que esa Reina es una bruja, y nuestra enemiga. Y esos terrígeros nos darán un buen golpe en la cabeza en cuanto nos vean. Hay un fuerte olor a peligro y a mentiras y a magia y a traición en esta tierra, como no he olido nunca antes. Tenemos que tener ojos y oídos abiertos.

Volvieron al corredor y empujaron suavemente la puerta abierta. “Todo está bien”, dijo Scrubb, lo que significaba que no se veía ningún terrígero cerca. Entonces regresaron a la habitación donde habían cenado.

Esta vez la puerta principal estaba cerrada, ocultando la cortina por donde habían entrado antes. El Caballero estaba sentado en una curiosa silla de plata, a la que estaba atado por los tobillos, las rodillas, los codos, las muñecas y la cintura. Le corría el sudor por la frente y su rostro mostraba una gran angustia.

—Pasen, amigos —dijo, lanzándoles una rápida mirada—. Todavía no he sufrido el ataque. No hagan ruido; le dije a ese chambelán entrometido que estaban acostados. Ahora... siento que ya viene. ¡Pronto! Escúchenme mientras aún tengo dominio sobre mí mismo. Cuando esté con el ataque, es posible que les ruegue y les implore, con súplicas y amenazas, que suelten mis ataduras. Dicen que así lo hago. Recurriré a lo que sea más sagrado y a lo que sea más horrible para ustedes. Pero no me escuchen. Endurezcan sus corazones y cierren sus oídos. Porque mientras esté atado ustedes estarán a salvo. Pero si me levanto de esta silla, primero vendrá mi furia, y después —se estremeció—, me convertiré en una repugnante serpiente.

—No temas que te desatemos —dijo Barroquejón—. No tenemos ningún deseo de encontrarnos con hombres frenéticos ni con serpientes.

—Claro que no —dijeron Scrubb y Jill al unísono.

—De todos modos —agregó Barroquejón en un susurro—, no estemos tan seguros. Estemos en guardia. Hemos perdido las otras oportunidades, no lo olviden. No me extrañaría que él se pusiera muy astuto, cuando comience. ¿Podemos confiar en nosotros mismos? ¿Prometemos que diga lo que diga no tocaremos esas cuerdas?
¿Diga
lo que
diga?

—¡Ya lo creo! —dijo Scrubb.

—No hay nada en el mundo que él pueda decir o hacer que me haga cambiar de opinión —dijo Jill.

—¡Silencio! Algo pasa —murmuró Barroquejón.

El Caballero estaba gimiendo. Su cara estaba pálida como la cera y se retorcía entre las cuerdas. Y acaso porque sentía lástima por él, o por alguna otra razón, Jill pensó que parecía un hombre mucho más agradable que antes.

—Ah —decía con voz quejumbrosa—. Hechizos, hechizos... la espesa, enmarañada, fría, pegajosa telaraña de la funesta magia. Enterrado vivo. Arrastrado bajo la tierra, en las profundidades de esta oscuridad negra como el hollín... ¿cuántos años hace ya? ¿He vivido diez años, o mil años, en el infierno? Rodeado de hombres gusanos. Oh, tengan piedad. Déjenme salir, déjenme regresar. Déjenme sentir el viento y ver el cielo... Había un pequeño estanque. Cuando miraba en él podía ver que todos los árboles parecían crecer al revés en el agua, toda verde, y debajo de los árboles, al fondo, muy al fondo, el cielo azul.

Había hablado en voz baja; luego levantó la mirada, fijó en ellos sus ojos, y dijo con voz fuerte y clara:

—¡Rápido! Ahora estoy sano. Todas las noches estoy sano. Si pudiera salir de esta silla encantada, estaría sano para siempre. Sería un hombre de nuevo. Pero cada noche me amarran, y así se pierde mi oportunidad. Pero ustedes no son enemigos. Yo no soy vuestro prisionero. ¡Rápido! Corten estas cuerdas.

—¡Manténganse firmes! ¡Tranquilos! —dijo Barroquejón a los niños.

—Les imploro que me escuchen —continuó el Caballero, haciendo un esfuerzo para hablar con calma—. ¿Les han dicho que si me sacan de esta silla los mataré y me convertiré en una serpiente? En sus caras veo que se lo han dicho. Es mentira. Es a esta hora que estoy en mi sano juicio: es todo el resto del día cuando estoy hechizado. Ustedes no son terrígeros ni brujas. ¿Por qué habrían de estar de su lado? Por favor, corten mis ataduras.

—¡Tranquilo! ¡Tranquilo! ¡Tranquilo! —se dijeron los tres viajeros unos a otros.

—Oh, tienen corazones de piedra —gimió el Caballero—. Créanme, están ante un infeliz que ha sufrido más de lo que cualquier otro corazón mortal puede soportar. ¿Qué mal les he hecho para que se unan a mis enemigos para tenerme en tal estado de miseria? Y los minutos pasan. Es
ahora
cuando pueden salvarme; cuando haya pasado este momento, seré un idiota otra vez, el juguete y el perro faldero, no, más bien el instrumento y la herramienta de la más diabólica hechicera que haya jamás planeado el infortunio de los hombres. ¡Y esta noche, entre todas las noches, cuando ella está lejos! Me quitan una ocasión que tal vez no vuelva a tener nunca.

—Esto es horrible. Hubiera preferido que nos quedáramos afuera hasta que terminara —dijo Jill.

—¡Tranquila! —advirtió Barroquejón.

La voz del prisionero iba subiendo hasta ser un chillido.

—Suéltenme, les digo. Denme mi espada. ¡Mi espada! ¡Cuando esté libre me tomaré tal venganza de los terrígeros que en Bajotierra se hablará de ella durante miles de años!

—Está empezando la furia —anunció Scrubb—. Espero que esos nudos estén firmes.

—Sí —asintió Barroquejón—. Tendría el doble de su fuerza normal si se libera ahora. Y yo no soy muy hábil con mi espada. Nos cogería a los dos, no me extrañaría nada; y luego Pole quedaría sola para vérselas con la serpiente.

El prisionero se retorcía de tal manera dentro de sus amarras que se le incrustaban en las muñecas y tobillos.

—Tengan cuidado —dijo—. Tengan cuidado. Una noche
logré
romperlas. Pero la bruja estaba allí esa vez. No la tendrán a ella para que los ayude esta noche. Líbrenme ahora, y seré su amigo. Si no, seré su enemigo mortal.

—Es astuto, ¿no es cierto? —dijo Barroquejón.

—De una vez por todas —dijo el prisionero—, les suplico que me liberen. Por todo el miedo, por todo el amor, por los cielos luminosos de Sobretierra, por el gran León, por el mismo Aslan, los exhorto...

—¡Oh! —gritaron los tres viajeros como si los hubiesen pinchado.

—Es la Señal —dijo Barroquejón.

—Eran las
palabras
de la Señal —dijo Scrubb, más cauteloso.

—¿Y qué vamos a hacer? —exclamó Jill.

Era una pregunta tremenda. ¿De qué servía haber prometido entre ellos que no libertarían por ningún motivo al Caballero, si ahora estaban dispuestos a hacerlo, a la primera mención del nombre que más amaban? Por otra parte, ¿de qué valía aprenderse las Señales si no las iban a obedecer? Y sin embargo, ¿querría Aslan verdaderamente que desataran a cualquiera, aun a un lunático, que lo pidiera en su nombre? ¿No sería una casualidad? ¿Y si la Reina de Bajotierra supiera todo acerca de las Señales y le hubiera enseñado ese nombre al Caballero simplemente para tenderles una trampa? Pero, ¿y si fuera realmente la Señal? ... Habían fallado tres ya; no se atrevían a fallar la cuarta.

—¡Oh, cómo saberlo! —exclamó Jill. —Creo que lo sabemos —dijo Barroquejón.

—¿Quieres decir que crees que todo saldrá bien si lo desatamos? —preguntó Scrubb.

—Eso no lo sé —repuso Barroquejón—. Pero mira, Aslan no le dijo a Jill lo que sucedería; sólo le dijo lo que tenía que hacer. Ese muchacho nos dará muerte en cuanto se levante, no me extrañaría nada. Pero eso no nos impide cumplir con la señal.

Se miraron unos a otros con ojos brillantes. Fue un momento muy terrible.

—¡De acuerdo! —dijo Jill súbitamente—. Acabemos con esto. ¡Adiós a todos...!

Se dieron la mano. El Caballero gritaba y había espuma en sus mejillas.

—Vamos, Scrubb —ordenó Barroquejón. Ambos desenvainaron sus espadas y se volvieron hacia el cautivo.

—En el nombre de Aslan —dijeron y comenzaron a cortar metódicamente las cuerdas.

Al quedar libre, el prisionero al instante cruzó la habitación de un solo salto, empuñó su espada (que le habían quitado y estaba encima de la mesa) y la desenfundó.

—¡Tú primero! —gritó y cayó sobre la silla de plata. Debe haber sido una buena espada. La plata cedió como una cuerda ante su filo, y en pocos momentos sólo quedaban unos cuantos fragmentos retorcidos, que relucían en el piso. Pero al quebrarse la silla, salió de ella un brillante destello, un ruido semejante a un leve trueno, y (por un instante) un olor nauseabundo.

—Yace allí, vil artefacto de hechicería —le dijo—, para que nunca pueda tu dueña usarte con otra víctima.

Luego se volvió y contempló a sus salvadores; y ese algo de maldad, o lo que fuera, había desaparecido de su rostro.

—¿Qué? —exclamó, volviéndose a Barroquejón—. ¿Tengo ante mí a un renacuajo del pantano, a un verdadero, vivo, honrado renacuajo del pantano de Narnia?

—¡Ah, así que
has
oído hablar de Narnia, después de todo! —dijo Jill.

—¿Lo olvidé cuando estaba bajo el sortilegio? —preguntó el Caballero— Bueno, ésa y todas las demás posesiones diabólicas se han terminado. Pueden creerme que conozco Narnia, pues soy Rilian, Príncipe de Narnia, y el gran Rey Caspian es mi padre.

—Su Alteza Real —dijo Barroquejón, hincando una rodilla en el suelo (y los niños hicieron lo mismo)—, hemos venido hasta aquí sin otro fin que encontrarte.

—¿Y quiénes son ustedes, mis otros libertadores? —preguntó el Príncipe a Scrubb y Jill.

—A nosotros nos envió Aslan mismo desde más allá del extremo del mundo para buscar a su Alteza —respondió Scrubb—. Yo soy Eustaquio y navegué con el Rey a la isla de Ramandú.

—Tengo con ustedes una deuda tan grande que jamás se la podré pagar —dijo el Príncipe Rilian—. Pero díganme, ¿mi padre está vivo todavía?

—Se embarcó rumbo al este nuevamente un poco antes de que saliéramos de Narnia, mi Señor —contestó Barroquejón— Pero su Alteza tiene que tener en cuenta que el Rey está muy anciano. Es diez a uno la posibilidad de que su Majestad muera en el viaje.

—Es anciano, dices. ¿Cuánto tiempo he estado en poder de la bruja, entonces?

—Hace más de diez años que su Alteza se extravió en los bosques al norte de Narnia.

—¡Diez años! —murmuró el Príncipe, pasándose la mano por la cara como si quisiera borrar el pasado—. Sí, te creo. Ahora que he vuelto a ser yo mismo puedo recordar esa vida encantada, aunque cuando estaba bajo el encantamiento no podía recordar mi verdadera personalidad. Y ahora, leales amigos..., pero ¡esperen! Oigo sus pies en la escalera. (¿No son para enfermar a un hombre esos pasos acolchonados, aterciopelados? ¡Uf!) Cierra la puerta con llave, niño. O espera, tengo una idea mejor. Voy a engañar a esos terrígeros, si Aslan me da el ingenio. Hagan lo mismo que haré yo.

Caminó resueltamente hacia la puerta y la abrió de par en par.

La Reina de Bajo Tierra

Entraron dos terrígeros a la habitación, pero en lugar de avanzar se colocaron a ambos lados de la puerta e hicieron una profunda reverencia. Los siguió de inmediato la última persona que hubieran esperado o deseado ver: la Dama de la Túnica Verde, la Reina de Bajotierra. Se quedó inmóvil a la entrada de la puerta, y todos pudieron ver que sus ojos se movían abarcando toda la escena: los tres extranjeros, la silla de plata destruida y el Príncipe en libertad, con su espada en la mano.

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