Authors: C.S. Lewis
—Si es del agrado de su Majestad —dijo el más anciano de los enanos—, hay algo así como una cena preparada en aquella cueva, con ocasión del término de la danza de la nieve...
—Con mucho gusto, Padre —respondió el Príncipe—. Pues nunca ningún príncipe, caballero, señor u oso ha tenido tanto apetito como nosotros, estos cuatro vagabundos, tenemos esta noche.
La muchedumbre en masa empezó a cruzar entre los árboles rumbo a la cueva. Jill escuchó que Barroquejón decía a los que se apretujaban a su alrededor:
—No, no, mi historia puede esperar. No me ha sucedido nada que merezca contarse. Quiero saber las noticias. No me las den de a poco, pues prefiero saberlas todas de golpe. ¿El Rey ha naufragado? ¿Ha habido incendios de bosques? ¿No hay guerras en la frontera de Calormen? ¿O unos cuantos dragones? No me extrañaría nada.
Y todas las criaturas se rieron a gritos, diciendo:
—¿No es típico de un renacuajo del pantano?
Los dos niños ya se caían de cansancio y de hambre, pero los revivió algo la tibieza de la cueva, y el solo hecho de ver todo eso: el fuego bailando en las murallas y los aparadores y en las copas y los platillos y los platos y en el terso suelo de piedra, tal como en la cocina de una granja. De todas maneras se quedaron dormidos mientras preparaban la cena, Y mientras dormían, el Príncipe Rilian narró todas sus aventuras a las bestias y enanos más ancianos y sabios. Y entonces todos comprendieron su significado; cómo una pérfida Bruja (sin duda de la misma ralea de la Bruja Blanca que había provocado el Gran Invierno en Narnia mucho tiempo atrás) había tramado todo, asesinando primero a la madre de Rilian y luego hechizándolo a él. Y vieron cómo ella había hecho cavar justo bajo Narnia y se preparaba para invadirla y gobernarla a través de Rilian; y cómo él jamás soñó que el país del cual ella lo haría rey (rey de nombre, pero en realidad su esclavo) era su propia patria. Y por lo que les contaron los niños por su parte, supieron que ella era la aliada y muy amiga de los peligrosos gigantes de Harfang.
—Y la lección que sacamos de todo esto, su Alteza —dijeron los ancianos enanos—, es que esas Brujas del Norte siempre andan tras lo mismo, pero en cada época urden un plan diferente para conseguirlo.
Cuando Jill despertó a la mañana siguiente y se encontró dentro de una cueva, pensó por unos segundos horrendos que estaba de vuelta en el Mundo Subterráneo. Pero cuando se dio cuenta de que estaba tendida en una cama de brezo y tapada con una manta de piel, y vio un alegre fuego chisporroteando (como si lo acabaran de encender) en una chimenea de piedra, y más allá el sol matinal que se introducía por la entrada de la cueva, recordó la feliz verdad. Habían comido una deliciosa cena, todos amontonados en la cueva, a pesar del sueño que los venció antes del postre. Tenía la vaga idea de haber visto a algunos enanos apiñados en torno al fuego con unas sartenes casi más grandes que ellos, y el chirriante y exquisito olor a salchichas, y más y más y más salchichas. Y no unas miserables salchichas con la mitad llena de pan y porotos de soya, sino verdaderas salchichas, carnosas, sabrosas, gruesas y bien calientes y muy rellenas y justo un poquito quemadas. Y enormes tazones de chocolate espumoso, y papas asadas y castañas asadas y manzanas cocidas con uvas clavadas en el lugar del corazón, y luego helados, lo preciso para refrescarte después de tantas cosas calientes.
Jill se incorporó y miró a su alrededor. Barroquejón y Eustaquio estaban acostados no muy lejos de ella, ambos profundamente dormidos.
—¡Ea, ustedes dos! —gritó Jill, con voz bastante fuerte—. ¿No piensan levantarse?
—¡Fu, fu! —dijo una voz soñolienta desde algún sitio encima de ella—. Es hora de portarse bien. Buena siestecita echaste, tú, tú. No armes lío. ¡Tufú!
—Pero no lo puedo creer —dijo Jill, mirando hacia arriba, hacia un bulto blanco de mullidas plumas posado en lo alto de un reloj de caja situado en un rincón de la cueva—. ¡No puedo creer que sea Plumaluz!
—Cierto, cierto —aleteaba el Búho, levantando la cabeza que tenía metida bajo su ala y abriendo un ojo—. Me presenté aquí cerca de las dos con un mensaje para el Príncipe. Las ardillas nos llevaron las buenas noticias. Mensaje para el Príncipe. Se ha ido. Ustedes deben seguirlo también. Buenos días.
Y la cabeza desapareció nuevamente.
Como parecía no haber esperanza alguna de conseguir más información del Búho, Jill se levantó y principió a mirar a su alrededor, buscando algún lugar donde lavarse y tomar desayuno. Pero casi de inmediato un pequeño fauno entró trotando a la cueva, con un agudo clic clac de sus cascos caprinos sobre el piso de piedra.
—¡Ah! Por fin has despertado, Hija de Eva —dijo—. Tal vez es mejor que despiertes al Hijo de Adán. Tienen que salir dentro de pocos minutos y dos centauros han ofrecido muy gentilmente permitirles cabalgar en sus lomos hasta Cair Paravel —y agregó en voz más baja—: Ustedes entenderán, por supuesto, que es un honor muy especial y nunca visto que se les permita montar un centauro. No sé si escuché alguna vez que alguien lo hubiera hecho antes. No estaría bien hacerlos esperar.
—¿Dónde está el Príncipe? —fue lo primero que preguntaron Eustaquio y Barroquejón en cuanto los despertaron.
—Ha ido a reunirse con el Rey, su padre, en Cair Paravel —respondió el fauno, que se llamaba Orruns—. Se espera que el barco de su Majestad llegue a la bahía de un momento a otro. Parece que el Rey se encontró con Aslan —no sé si fue una visión o si fue cara a cara— antes de navegar más lejos, y Aslan lo hizo regresar y le dijo que encontraría a su hijo, perdido por tanto tiempo, esperándolo cuando volviera a Narnia.
Eustaquio ya se había levantado y con Jill se pusieron a ayudar a preparar el desayuno. Le dijeron a Barroquejón que se quedara en la cama. Un centauro llamado Nubenato, un famoso curandero, o (como lo llamaba Orruns), un “doctor”, venía a ver su pie quemado.
—¡Ah! —dijo Barroquejón, en tono casi contento—, va a querer cortarme la pierna hasta la rodilla, no me extrañaría nada. Van a ver.
Pero estaba feliz de quedarse en cama.
El desayuno consistió en huevos revueltos y tostadas, y Eustaquio se lo devoró igual que si no hubiera comido una abundantísima cena a medianoche.
—Mira, Hijo de Adán —dijo el Fauno, mirando con un cierto asombro los bocados de Eustaquio—. No hay necesidad de apurarse tan demasiado terriblemente como lo estás haciendo. No creo que los centauros hayan terminado todavía su desayuno.
—Entonces se deben haber levantado muy tarde —dijo Eustaquio—. Apuesto a que son más de las diez.
—Oh, no —replicó Orruns—. Se levantaron antes de aclarar.
—Entonces deben haber esperado horrores el desayuno —insistió Eustaquio.
—Tampoco —repuso Orruns—. Empezaron a comer en cuanto despertaron.
—¡Chitas! —exclamó Eustaquio—. ¿Toman un desayuno muy contundente?
—Pero, Hijo de Adán, ¿es que no entiendes? Un centauro tiene un estómago de hombre y un estómago de caballo. Y claro que los dos quieren desayuno. Así es que antes que nada, él come
porridge
y
pavenders
y riñones y tocino y tortilla y jamón frío y tostadas y mermelada y café y cerveza. Y después de eso, atiende a su parte de caballo, pastando alrededor de una hora y termina con afrecho remojado caliente, un poco de avena y un saco de azúcar. Por eso es un asunto muy serio invitar a un centauro a pasar el fin de semana. Un asunto realmente muy serio.
En ese momento hubo un ruido de cascos de caballo dando golpecitos en la roca a la entrada de la cueva, y los niños levantaron los ojos. Los dos centauros, uno con barba negra y el otro dorada, que ondeaban sobre sus magníficos pechos desnudos, los estaban esperando, inclinando un poco sus cabezas para mirar dentro de la caverna. Entonces los niños se volvieron sumamente educados y terminaron su desayuno rápidamente. Nadie puede pensar que un centauro sea divertido cuando ve uno. Son gente solemne, majestuosa, empapada de antigua sabiduría que aprendieron de las estrellas; no se alegran ni se irritan con facilidad, pero cuando estalla, su cólera es tan temible como un maremoto.
—Adiós, querido Barroquejón —dijo Jill acercándose al lecho del Renacuajo del Pantano—. Siento tanto haberte llamado aguafiestas.
—Yo igual —dijo Eustaquio—. Has sido el mejor amigo del mundo.
—Y espero que volvamos a encontrarnos —agregó Jill.
—Yo diría que no hay muchas posibilidades —replicó Barroquejón—. Tampoco creo muy posible que vuelva a ver mi choza. Y ese Príncipe es un tipo simpático, pero ¿ustedes lo creen muy fuerte? Constitución arruinada con la vida bajo tierra, no me extrañaría nada. Parece ser de la clase de los que se van cualquier día.
—¡Barroquejón! —dijo Jill—. Eres un auténtico farsante. Te haces el quejumbroso como un funeral y yo creo que eres perfectamente feliz. Y hablas como si tuvieras miedo de todo, cuando en realidad eres valiente como..., como un león.
—Ahora, hablando de funerales —comenzó a decir Barroquejón, pero Jill, que oía los golpes que daban los centauros con sus cascos tras ella, lo sorprendió enormemente al echarle los brazos alrededor de su delgado cuello y besar su cara barrosa, mientras Eustaquio le daba un fuerte apretón de manos. Luego, ambos corrieron hacia los centauros, y el Renacuajo del Pantano, hundiéndose en su lecho, comentó para sus adentros:
—Bueno, jamás habría soñado que ella haría eso. Aunque soy un tipo harto buenmozo.
Montar un centauro es, sin duda, un gran honor (y es muy probable que fuera de Jill y Eustaquio no exista ningún ser viviente hoy en el mundo que lo haya hecho), pero es sumamente incómodo. Porque nadie que aprecie su vida sugeriría ensillar un centauro, y montar en pelo no es nada de divertido; especialmente si, como Eustaquio, no tienes idea de andar a caballo. Los centauros eran muy educados, en su estilo serio, gracioso y adulto, y mientras iban a medio galope por los bosques de Narnia, hablaban sin volver sus cabezas, contándoles a los niños sobre las propiedades de las hierbas y raíces, la influencia de los planetas, los nueve nombres de Aslan con sus significados, y cosas parecidas. Y por muy adoloridos y traqueteados que hayan quedado los dos humanos, ahora darían cualquier cosa por hacer ese viaje otra vez: ver esos claros en el bosque y esas lomas centelleantes por la nieve caída la noche anterior; ver cómo salen a tu encuentro conejos y ardillas y pájaros que te dan los buenos días; respirar nuevamente el aire de Narnia y oír las voces de los árboles de Narnia.
Bajaron hasta el río, que fluía brillando azuloso a la luz del sol invernal, mucho más abajo del último puente (que está en el acogedor pueblito de techos rojos llamado Beruna) y los transbordó un barquero en una barca; o más bien, un barquero renacuajo, ya que son los renacuajos del pantano los que hacen la mayoría de los trabajos que tengan que ver con agua y peces en Narnia. Y después de cruzarlo, siguieron cabalgando por la ribera sur del río y al cabo de poco tiempo llegaron a Cair Paravel. Junto con llegar divisaron el mismo barco resplandeciente que habían visto cuando pisaron tierra en Narnia por primera vez, que se deslizaba río arriba como un ave inmensa. Otra vez estaba toda la corte reunida en el prado entre el castillo y el muelle para dar la bienvenida al Rey Caspian que volvía a su patria. Rilian, que se había quitado sus ropajes negros y vestía ahora una capa escarlata sobre su malla de plata, permanecía de pie junto a la orilla del agua, con la cabeza descubierta, para recibir a su padre; y el Enano Trumpkin estaba a su lado, sentado en su sillita tirada por el burro. Los niños comprendieron que no habría ninguna posibilidad de acercarse al Príncipe a través de aquel gentío, y, de todas maneras, ahora se sentían algo tímidos. Así es que consultaron a los centauros si podían seguir sentados en sus lomos un rato más para poder ver todo por encima de las cabezas de los cortesanos. Y los centauros dijeron que sí podían.
Desde la cubierta del barco, un toque de trompetas de plata atravesó las aguas; los marineros arrojaron una cuerda; ratones (ratones que hablan, por supuesto) y renacuajos del pantano la amarraron en tierra; y el barco fue remolcado hacia la playa, Músicos ocultos en alguna parte en medio de la muchedumbre comenzaron a tocar sones solemnes y triunfales. Y pronto el galeón del Rey atracó y las ratas colocaron la pasarela a bordo.
Jill esperaba ver al anciano Rey descender por ella. Pero al parecer había algún problema. Bajó a tierra un Lord cuyo rostro estaba muy pálido y se arrodilló ante el Príncipe y Trumpkin. Los tres hablaron unos pocos minutos con sus cabezas muy juntas, pero nadie pudo escuchar lo que decían. La música seguía tocando, pero podías darte cuenta de que todos comenzaban a inquietarse. Luego cuatro Caballeros, que portaban algo y caminaban muy lentamente, aparecieron en cubierta. Cuando empezaron a bajar por la pasarela, ya podías ver lo que llevaban: era el anciano Rey, sobre una cama, muy pálido y quieto. Lo depositaron en el suelo. El Príncipe se arrodilló a su lado y lo besó. Pudieron ver cómo el Rey Caspian levantaba su mano para bendecir a su hijo. Y todos aclamaron, pero eran vítores poco entusiastas, pues presentían que algo andaba mal. Y de súbito la cabeza del Rey cayó hacia atrás sobre las almohadas, los músicos callaron y se hizo un silencio sepulcral. El Príncipe, arrodillado junto al lecho del Rey, recostó su cabeza sobre él y lloró.
Hubo cuchicheos y muchas idas y venidas. Después Jill advirtió que todo el que tenía puesto sombrero, gorra, yelmo o capuchón, se lo estaba quitando —incluido Eustaquio—. Luego escuchó el susurrante ruido de algo que ondea encima del castillo; cuando miró, vio que ponían a media asta la gran bandera con el león dorado bordado en ella. Y después de eso, lentamente, despiadadamente, con plañideros acordes y un desconsolado sonar de cuernos, la música comenzó de nuevo: esta vez una melodía que te partía el corazón.