—Me sobran duques en mi joyero. A quien necesito es al hombre por el que he venido hasta estas tierras.
—Quedaos conmigo —balbuceó Bocanegra ahora suplicante—, os haré duquesa. Tengo un ducado para que viváis vuestro amor y un ejército para protegerlo. Os regalaré un castillo —insistió—. Hoy mismo saldremos al valle y tomaréis el que os plazca.
Anastasia observó el fuego de la chimenea y meditó. Luego se volvió hacia el noble.
—Tengo siete castillos en Volterra. Y ninguno de ellos me retuvo. No entendéis… No me interesa nada en el mundo más que quien me ha traído hasta aquí.
El duque, ciego de pasión, avaricioso, recorrió con su mano el escote de Anastasia y tanteó por encima de la tela que contenía la curva de sus senos. Ella lo observó con frialdad mientras sentía el cosquilleo de aquellos dedos invasores en ese valle prohibido. Con delicadeza posó su mano sobre la de él y le detuvo.
—Detened la guerra contra Chamonix y me quedaré con vos. Seré vuestra duquesa.
—Dios mío… ¿Habláis en serio? —Bocanegra levantó las cejas sorprendido.
—Os doy mi palabra.
Él la escrutó extasiado; sonrió fugazmente, pero luego su semblante se volvió amargo.
—No puedo concederos eso —rechazó—. El asedio ya está en marcha.
—Entonces ayudadme a salvar a un hombre. —Los ojos de Anastasia brillaron al borde de las lágrimas—. Os lo ruego.
—¿Me pedís que salve a un hombre? —El duque frunció el ceño y agitó el líquido de su copa—. ¿Y de quién se trata? —preguntó con recelo—. ¿Ese por quien habéis venido aquí?
—Sí. Es mi medio hermano.
El duque mostró todo su asombro en un gesto involuntario, pero Anastasia continuó con lágrimas y determinación:
—Es Angelo DeGrasso, un hombre que permanece oculto en las tierras que estáis a punto de atacar.
En la habitación de la torre el aire se cortaba con el filo de una daga. Las miradas confluían en la reliquia dorada que refulgía en el centro de la mesa. Angelo observó a cada uno de los presentes, hasta llegar a la francesa Ségolène.
Todo estaba dispuesto para aclarar el enigma. La esfera estaba delante de ellos. Y el líquido de los brujos reposaba a su lado. Pero sabía que no sería fácil, los brujos no dejarían carnada sin anzuelo ni misterio sin trampa. Debía ser precavido y utilizar toda su intuición. Una gota de sudor resbaló por su frente.
—Comencemos. Esta misma noche hemos de lograr leer los pergaminos.
—Bien, hagámoslo pues —le secundó Tami.
—Tú no lo harás. No verás el
Codex Terrenus
. Te irás de esta sala.
Tami frunció el ceño y Xanthopoulos torció el gesto.
—¿Qué dices? —bufó—. Ha cruzado Francia entera por ti, ¿y ahora lo echas?
DeGrasso se volvió hacia él y le habló con inusitada energía.
—¡Tú tampoco! —exclamó—. Vete, sal también de esta habitación.
Ségolène miró al genovés intrigada. Sabía que fueron sus palabras las que influyeron en las sospechas del monje.
—¡Por Dios, Angelo! —bramó Tami—. ¿Acaso desconfías de nosotros?
—Es una orden, y la obedeceréis. —La mirada del inquisidor cobró el brillo que exhibía en la cámara de tortura.
—¿Es por ella? ¿Temes que alguno de nosotros sea un brujo? ¡Si este mismo otoño te salvamos la vida en Florencia!
—Marchaos de esta sala —reiteró Angelo sin concesiones—. Y no apeléis al pasado que tan bien recuerdo. —Lawrence Killimet se quedó en silencio. El jesuita italiano y el ballestero se dirigieron hacia la puerta. No comprendían aquella extraña reacción—. Y llevaos con vosotros a Ségolène. Ella tampoco puede estar aquí.
La francesa recibió aquellas palabras como una saeta en su pecho. Sus profundos ojos azules se llenaron de lágrimas y, desde el centro mismo de su corazón, se lo reprochó:
—Os he dado el frasco, os he advertido de un traidor. He cruzado la montaña hasta casi morir congelada… Os lo he dado todo. Ahora veo qué clase de hombre sois.
—Salid de esta sala, mujer. No sois nadie para juzgarme, y menos cuando hoy mismo he salvado vuestra cabeza de la espada del archiduque. No os debo explicaciones.
—No podéis hacerme esto —reclamó Ségolène impertérrita clavando sus ojos en él.
—¡Fuera he dicho! —gritó Angelo dedicándole una mirada que anticipaba tormenta.
Ella suspiró despacio y, bajando la cabeza, se encaminó hacia la puerta seguida por los dos hombres. Los tres cofrades salieron al lúgubre pasillo de la torre y cerraron la pesada puerta de roble a sus espaldas.
Angelo quedó en silencio, a solas con el irlandés Killimet.
—Aún estás a tiempo de irte tú también. Después de que eche la llave nos convertiremos en los únicos testigos del
Codex
, contemplaremos el manantial que brotará de esta filosofía y seremos los primeros en tocar y creer… o en volvernos cómplices de un error que puede que debamos pagar. Tú decides.
Los candelabros lagrimeaban cera y las llamas iluminaban sus rostros llenos de espanto e incertidumbre.
—Me quedo —respondió Lawrence.
Angelo asintió. Caminó lentamente hacia la puerta y giró la llave.
—Comencemos pues.
La esfera brilló ante la velas.
Y el tiempo pareció detenerse en la sala.
Angelo hizo la señal de la cruz sobre la reliquia y la abrió por tercera vez.
—Espero estar haciendo lo correcto —murmuró, como purgando la culpa de sus dedos.
De esta forma, los doce rollos salieron de nuevo a la luz para que los hombres espiaran el arcano de Dios en la torre más alta del castillo de Chamonix, la nueva Jerusalén.
Al otro lado de las montañas, en el valle de Aosta, una puerta se abrió de improviso. Cinco guardias de la Inquisición se adentraron en la estancia destrozando adornos y derribando sillas a su paso.
El cuarto mostraba aún la chimenea encendida y el perfume femenino seguía flotando en el ambiente. Sus ropas estaban allí, y también sus arcones, pero la mujer había desaparecido. El castillo de Saint-Pierre había sido revisado de arriba abajo, incluso el carruaje en el que había llegado, pero ella ya no estaba.
Detrás de la jauría de soldados entró Èvola, cubierto con su hábito negro y en hermético silencio.
—Se ha marchado —informó el guardia más veterano.
El monje examinó cada recodo de la habitación y le ordenó:
—Seguid sus huellas desde los establos por la nieve y decidme en qué dirección partió.
El soldado asintió y se retiró con los otros cuatro. Èvola caminó hacia la ventana y observó en la distancia la negrura de los bosques congelados.
Anastasia había desaparecido.
Ante el Ángel Negro y su cofrade se hallaba un misterio tan sagrado y devastador como codiciado e incierto.
La reliquia estaba abierta y las miradas cautivas. Angelo volcó sobre la madera los doce pergaminos para acomodarlos uno tras otro. Mostró a Killimet la base inferior de la reliquia y ambos leyeron de nuevo el opúsculo grabado:
El nombre de Dios ha sido falseado ante los hombres para confundir y velar el secreto máximo de su significado. Pero en su raíz aflorará como pétalos, regado por el agua invisible, sobre la flor del que murió dos veces.
Al cruzar el portal de la luz en su recorrido hallarán la esfera en manos del niño soportando la base del conocimiento. Allí lo pescaréis.
—¿Cómo resolveremos este acertijo? —El jesuita estaba desconcertado.
—La poción que ha traído Ségolène es la clave. —Angelo levantó la mirada y buscó las respuestas en el frasco, pero solo halló un líquido turbio—. Ella dijo que sin el brebaje no se podían leer los pergaminos… Este líquido es el único camino.
—¿Cómo? —preguntó Killimet.
—No lo sé. —Angelo tomó el frasco y lo acercó al candelabro—. Es un misterio de brujos, un proceso que nadie conoce…
—¿Y si mojamos los pergaminos con el brebaje?
—Es arriesgado —consideró Angelo mirando al jesuita—. He visto algunos líquidos que disuelven los pergaminos. —Dudó—. Puede que al intentarlo lo perdamos todo. Quizá el líquido sea un seguro ingenioso para proteger la información de quienes no sepan el procedimiento.
—Es posible, pero estoy seguro de que no los destruirá. —Killimet detuvo la vista en el interior de la esfera y permaneció en silencio. Sus ojos leyeron aquel grabado en latín.
—¿Por qué estás tan seguro? —Angelo le miró con curiosidad.
El jesuita pasó el dedo por una oración del opúsculo y leyó en alto.
—«Pero en su raíz aflorará como pétalos, regado por el agua invisible, sobre la flor del que murió dos veces…» El opúsculo nos dice que algo aflorará después de regarlo: es una evidente alusión al líquido, la única mención en el opúsculo a una sustancia.
—Esta no es un agua «invisible» —corrigió Angelo—. Tiene color, es roja.
—Pero tenemos doce pergaminos con un contenido invisible, puesto que no lo vemos, y un brebaje para regarlos… ¿Tienes una interpretación mejor de estas instrucciones?
—Está bien, lo haremos como dices. —Alzó el frasco frente a las velas y contempló el reflejo del líquido, de un rubí intenso similar al más añejo de los vinos. Lo acercó a las llamas y lo giró para derretir el lacre, que goteó derramándose por el vidrio, y por último quitó el tapón—. La base… los mojaremos ahí dentro. —Señaló la esfera.
Killimet, decidido, puso ante sí la parte inferior de la reliquia.
—Si se destruyen será por mi culpa —dijo—, deja que yo lo haga.
Angelo sopesó sus palabras, pasó fugazmente la nariz por la boca del frasco y olfateó. Poseía un aroma que no podía reconocer. Finalmente, tendió la redoma al jesuita.
Killimet tomó el frasco con sumo cuidado y lentamente fue derramando la pócima rojiza en el interior de la esfera hasta la última gota. Dejó el frasco vacío a un lado y ordenó a su compañero:
—Desenróllalos y mételos en la reliquia despacio, de uno en uno. Así tendremos tiempo de detener el proceso y salvar los que podamos si vemos que el líquido los destruye.
El inquisidor comenzó con aquella tarea: uno por uno desplegó cada pergamino y los depositó en la base abierta de la esfera dorada.
—Están todos —anunció.
Killimet esperó a que el monje sacase las manos del recipiente y se aseguró de que todos los pergaminos se encontrasen extendidos en el fondo. A continuación comenzó a verter el líquido hasta cubrirlos por completo. Dentro de la base ya no se veía nada, solo la pócima oscura que tapaba los pequeños documentos.
Killimet acercó su cara y miró con detenimiento.
—Huele raro… Pero creo que el pergamino no se está estropeando.
Angelo le escuchaba y le parecía como si el irlandés estuviera espiando el jardín del Edén. El jesuita hacía oscilar el líquido moviendo la base de oro. De repente, los papiros comenzaron a tomar un color terracota.
—Hay algo —anunció—. Los pergaminos… Están apareciendo unos signos.
—Déjame ver. —El monje se impacientó.
—¡No! —respondió y le detuvo alzando su mano—. Parece una escritura extraña… Deja que yo la examine, después lo harás tú.
Killimet mantenía el rostro a poca distancia de la esfera para poder distinguir los signos que afloraban sobre los papeles sumergidos. Entonces sintió el hedor de un vapor tibio que comenzó a fluir del interior.
—¡Los veo! —exclamó—. ¡Son alfas y omegas! ¡Tenía razón! ¡El líquido las ha traído a la luz! —Luego murmuró sin aliento—: Son hermosas letras grieg…
En ese instante, Killimet abrió las manos, dejó caer la esfera sobre la mesa y chilló con fuerza, un alarido bestial que salió desde el fondo de su garganta. Enloquecido, se retorcía cubriéndose el rostro mientras Angelo le observaba horrorizado, sin comprender nada, sin adivinar la causa de esa brusca enajenación.
La reliquia rodó sobre la mesa y el líquido se derramó. Los pergaminos quedaron apiñados y mojados en su fondo.
El jesuita no dejaba de gritar con las manos sobre su rostro. El inquisidor se abalanzó sobre él y lo contuvo todavía sin saber qué estaba sucediendo. Pero no fue suficiente. Sus gritos y quejidos continuaron hasta que se sentó en una silla. Killimet estaba asustado, temblaba. Fuera, los cofrades golpearon la puerta, pues sabían que algo malo había sucedido.
El Ángel Ne gro separó lentamente las manos del jesuita de su rostro y contempló una visión diabólica y siniestra: sus ojos se habían quemado y tornado blancos.
Algo había salido mal.
Lawrence Killimet se había quedado ciego.
Durante la madrugada la climatología había cambiado. Los vientos helados limpiaron el cielo de nubes y dejaron un manto reluciente de estrellas. Jacques David Mustaine, archiduque de Chamonix, había montado un retén de exploración en Le Savoi, una pequeña aldea cercana a su ciudad, justo al pie de las montañas que caían como cortinas entre sus tierras y las del duque italiano. Esa noche había mandado llamar a sus caudillos, el condestable de Bonneville y el barón de Argentiére, que ahora le contemplaban en silencio.
—Hemos tenido noticias —exclamó Mustaine—, son más de cuatro mil.
—¿Qué planes tenéis? —preguntó el barón de Argentiére tras beber un trago de licor.
—Reuniremos todo el ejército en Les Praz, justo en la desembocadura del paso.
—Sería mejor atacarlos arriba, en la montaña —sugirió Maurice Bonneville mientras se acariciaba la barba.
—Hay mucha nieve —recordó el archiduque—, desperdiciaríamos nuestra caballería. Prefiero combatir en el llano.
—Pelearíamos en inferioridad de condiciones —siguió el condestable—. ¿Por qué esperarlos aquí si podemos emboscarlos en los riscos?
—Porque tienen cañones —confesó el archiduque—, nos dispararían y nuestros caballos no podrían cargar contra ellos. Prefiero usar nuestro puño donde más nos sirve.
—¿De cuántos hombres disponéis? —prosiguió el barón.
Mustaine se encogió de hombros. Luego habló con tranquilidad.
—Quinientos caballeros paladines y mil quinientos soldados de a pie.
El barón de Argentiére tomó asiento y meditó. Su ciudad estaba a escasas leguas.
—Podré sumar doscientos paladines —dijo—. Es toda mi caballería.
—¿Vos, Maurice? —le apremió Mustaine volviéndose hacia él.
—Trescientos… —titubeó el condestable—, trescientos paladines es todo lo que tengo.