—Os derrotaré en combate —juró el francés.
—Perderéis —aseveró Bocanegra.
—Eso lo veremos, estamos en mis tierras.
El duque italiano sonrió con ironía.
—Jamás he visto que la tierra combata, pero deseo que la vuestra os ayude pues haré una sangría tal que la teñiré por completo de rojo. Luego colgaré vuestro cuerpo de una lanza y lo exhibiré en lo alto del castillo.
—Espero que vuestras tácticas no os traicionen, pues os juro que daré de comer a mi halcón vuestros ojos y luego momificaré vuestro cuerpo para clavarlo en el pico más alto de estas montañas —espetó el archiduque francés.
El capitán Martínez observaba inquieto el número de franceses que había alrededor, sus armas y el estado de los caballos, mientras escuchaba este cruce de amenazas.
—Veremos quién tiene razón en la batalla —aseguró Boca-negra.
—Si vos os rendís ahora juro que os daré asilo en mi castillo —propuso Mustaine al condotiero español—. Pero si peleáis a las órdenes de este cadáver viviente os mataré al igual que a vuestros mercenarios.
El capitán Martínez no hizo ningún gesto, pero sintió el peso de la aterradora amenaza. Ese hombre pelirrojo hablaba en serio, parecía tener cordura y carácter.
De esa forma, los contingentes se retiraron con una única seguridad: Chamonix tendría espacio para dos nobles siempre y cuando uno de ellos estuviera muerto. La guerra había sido proclamada y la suerte, ahora, estaba en manos del destino.
Bocanegra tenía la ambición y el ejército más grande.
Mustaine un as en la manga. El apoyo secreto de un condestable y un barón.
MITOS EN LA OSCURIDAD
Giuglio Battista Èvola permanecía tendido en el suelo, boca abajo y con las manos extendidas perpendicularmente a su tronco. Su cuerpo dibujaba una cruz perfecta.
Al ser benedictino observaba la liturgia de las horas, en aquel momento era la nona y en ella debía orar donde se encontrara, dejándolo todo y dedicando su tiempo solo al Señor. Por eso tenía ahora la piedra del piso, fría y dura, clavada en la punta de la nariz y en la frente, aunque el rezo le hacía olvidar esa sensación incómoda otorgándole a cambio un vínculo sublime con el plano de la fe. El napolitano oraba en el rigor de su postura, viviendo la crucifixión de su Salvador en la forma y sintiendo la compañía de la Santa Madre, que le comprendía e incrementaba su fervor, como hacía con cualquier pecador que decidiera emprender el empinado sendero de la salvación.
Su imagen permanecía imperturbable bajo la penumbra de la velas, a los pies de un fresco bizantino que representaba a la Madre y al Niño. Nada de lo que pasara en la tierra le importaba, nada de lo que el oro pudiera comprar le seducía. Ni las tentaciones, ni las banales corrupciones del vasto mundo secular. Èvola sabía que había sido marcado con el signo de la repulsión y su rostro deforme así lo demostraba, pero todo tenía un sentido que, en su caso, le había llevado desde un pasado lúgubre en el puerto de Nápoles hasta su entrada en el monasterio. Un peregrino franciscano que fue artífice de su conversión y le apartó del crimen y la noche portuaria le reveló que Dios tenía un propósito para él, y ahora recordaba la promesa que le hizo y el gozo que halló en cumplirla. Aquel peregrino lo había bautizado con el agua salada del puerto y le explicó que Cristo, en la Pasión, se había sentido como él, repudiado, odiado y burlado. Sabía que el joven era un pendenciero del puerto sin más familia que la calle ni más hogar que los burdeles, pero no le importó. Insistió en que Dios tenía un propósito para él y le habló de que sería un hombre nuevo en Cristo y este le brindaría a su propia madre como la suya y María le acogería como a un hijo más, dándole el resguardo maternal que nunca tuvo. Èvola nunca más volvió a ver a aquel peregrino que desapareció en los caminos más agrestes y pedregosos de Campania, pero ese hombre había transformado su vida a pesar de que solo estuvo con él tres días.
Desde entonces, había asumido la dureza de su misión en la viña del Señor. El mismo día en que entró en el monasterio de Montecassino aceptó el mandato de su vocación: cuidar con el máximo rigor la Iglesia de su Señor y honrar su misericordiosa adopción por María. Entendió que su vida se regiría a partir de ese instante por la obediencia y se propuso serle fiel hasta que Dios lo llamase y lo apartara de este mundo. Sin claudicar, sin debilitarse, sin ceder un paso ante los falsos placeres y sus musas.
La puerta chirrió tras ser abierta por una mano impaciente. La capilla estaba oscura, pero el recién llegado, que se cubría con una capa y calzaba una daga en la cintura, caminó hasta el centro del altar recorriendo en el trayecto los rincones y techos con atención. Llegó junto a las columnas y se detuvo ante las velas, delante de la imagen bizantina de la pared. Parecía que su contacto había fallado, tal vez muerto por el frío o el previsible riesgo de alguna de sus conspiraciones. Se volvió para retirarse y se topó al hacerlo con la persona a quien buscaba, un monje deforme que aguardaba en silencio.
—Hermano Èvola —exclamó el recién llegado con un fuerte acento francés—, pensé que ya no os encontraría. Me habéis asustado.
—Es más fácil que yo encuentre a las personas que las personas den conmigo.
—Os traigo noticias —replicó el sujeto, y su mano se acercó a su cintura.
Èvola no perdía detalle de sus movimientos. Si sus dedos tocaban el puñal, aquella sería la última acción que ese hombre realizaría en vida, pero lo que extrajo no fue daga alguna sino un pergamino enrollado.
—Es para vos.
El monje lo tomó, se acercó al velón que iluminaba tenuemente el altar, desenrolló la nota y la leyó con atención.
—Está bien —concluyó Èvola tras finalizar la lectura—. Decidle a vuestro señor que ha hecho lo mejor para él y los suyos. —Sacó de entre sus ropas un pequeño saco de monedas y lo arrojó a su interlocutor, que lo agarró en el aire y sonrió al sopesarlo.
—¿Y esto? —preguntó.
—Es para vos. Id al pueblo de Les Houches y preguntad en la catedral por el enviado del Santo Oficio; decidle que vais de mi parte. Os pedirá que le enseñéis estas monedas, hay en ellas una señal que solo él entenderá, así sabrá que no sois un impostor. Allí os entregarán un arcón lleno de oro que debéis enviar a vuestro amo.
—Bien… Partiré entonces antes del crepúsculo. —El sujeto le miró intrigado—. ¿Es verdad que cruzasteis los Alpes con los invasores italianos?
—Lo es.
—¿Y cómo habéis llegado hasta aquí? En Chamonix todavía gobierna Mustaine; si os sorprendieran en esta iglesia de seguro…
—Sé cuidarme —interrumpió Èvola—. Y os puedo asegurar que conozco lugares mucho más peligrosos que este.
El emisario asintió, le dio la espalda y caminó hacia la puerta. Pero antes, el siniestro monje le dedicó una última advertencia:
—Decidle a vuestro señor que si no cumple con el pacto le mataré.
El sujeto se dio la vuelta para replicarle, pero allí ya no había nadie. Solo la oscuridad.
La noche había llegado y en el castillo de Mustaine se iluminó una pequeña ventana en la torre más alta. Angelo terminó de encender las velas del candelabro, cerró la pesada puerta con doble vuelta de llave, se dirigió al armario, buscó en su interior y extrajo la reliquia. Con ella en las manos miró a sus cofrades y señaló:
—Sigamos con esto.
Ségolène y Killimet estaban junto a él. DeGrasso colocó la esfera en el centro de la mesa, descorrió el seguro que la mantenía cerrada y la destapó.
Allí estaba su secreto.
Los pergaminos permanecían intactos, algo manchados por el brebaje alquímico pero definitivamente revelados. Todos y cada uno de ellos mostraba una serie de dos o tres caracteres. Los signos que se habían cobrado la vista del jesuita.
Angelo los alineó sobre la madera.
El rostro de Ségolène mostró asombro ante el jeroglífico.
—¿Qué es esto? —preguntó, sin poder apartar su vista de ellos.
—Es el comienzo. Son las primeras visiones del misterio —respondió Angelo.
—Describídmelos —pidió Killimet, el jesuita ciego que se aferraba, con los ojos vendados, al brazo de la muchacha.
Ella le detalló cada rasgo y particularidad, cada signo y cada mancha de aquellos pergaminos, pero el Ángel Negro fue mucho más conciso y contundente en su conclusión:
—Son letras. Letras griegas y latinas… Parece un mensaje cifrado.
Angelo volvió a mirar los pergaminos y frunció el ceño. Meditó unos instantes sobre la lógica de aquellos grabados.
—Parece que tendremos que ordenarlo —concluyó. Y se dirigió a sus compañeros—: ¿Ascendente?, ¿descendente?, ¿de izquierda a derecha? ¿Se os ocurre alguna idea?
—Sigamos adelante según el opúsculo —propuso Killimet desde su ceguera.
Angelo asintió con satisfacción al escuchar la voz de alguien que se arriesgaba, que iba directo hacia los umbrales del misterio.
Había oscurecido. Fuera, la nieve caía con intensidad tornando de blanco las copas del bosque y cubriendo las rocas. La noche era oscura y enigmática.
Nikos Xanthopoulos permanecía oculto entre la negrura de los pinos, su bigote y sus cejas se habían cubierto de cristales de hielo. Vigilaba los recodos de aquel paraje desde hacía horas, sabía que sería más útil en los páramos boscosos que dentro de la fortaleza, pues el signo de los brujos era señal inequívoca de que vendrían.
De su cuello pendía un rosario oscuro de cuentas de algarrobo que le caía sobre el pecho. Respiró con levedad, se agachó e inspeccionó la nieve removida. Distinguió unas pisadas frescas que marcaban el camino recorrido por un intruso. Alzó la vista y estudió el sendero. Finalmente, sonrió.
Angelo DeGrasso, ante la esfera y las velas, intentaba transmitir el torrente de ideas que le bullían en la cabeza:
—Para entender estos pergaminos deberé hablaros primero de algo que llevo estudiando largo tiempo y que tiene que ver con la leyenda de la esfera: os hablaré de la Constante Trina —anunció con voz serena pero decidida.
Tanto Killimet como la rubia permanecieron atentos con todos sus sentidos a cada una de las palabras.
—Se trata de algo que se insinúa en los Evangelios como signo indeleble de Dios y aquí se encuentra grabado en el exterior de la esfera. —Angelo mostró el ecuador de la reliquia y leyó—:
Mía ousía, treîs hypóstaseis
: «Una esencia, tres personas». Este es el comienzo para entender el lenguaje de Dios. Todo el Evangelio está plagado de esta constante: Tres y Uno, de la matemática de Dios. Cada suceso importante está marcado por ella, colocada deliberadamente por los autores bíblicos por inspiración divina solo para quienes lo sepan interpretar. Esta reliquia tiene ese mismo lenguaje bíblico.
Tomó aire para continuar y miró a Ségolène. Sabía que tendría que ser muy claro al explicar la cuestión teológica. Este podía ser comprendido por cualquiera, solo había que exponerlo con sencillez.
—La raíz hebrea del nombre de Dios tiene cuatro letras: «YHWH»: Tres letras diferentes más Una repetida. De la misma manera, Tres Reyes Magos siguieron Una estrella, y hubo Tres cofres para Un niño que se hizo hombre y en nombre de Tres recibió el bautismo. —A medida que avanzaba en su exposición, DeGrasso cobró impulso y dotó de fuerza y vehemencia a sus argumentos—. En sus enseñanzas, Cristo reveló que el Reino de los Cielos es semejante a Tres medidas de harina en Una de levadura; también dijo que podría destruir Un templo y en Tres días volverlo a edificar; y vaticinó a Pedro que lo negaría Tres veces antes de que cantara Un gallo, como así sucedió. Una vez que Cristo resucitó preguntó a Pedro si lo quería y este respondió que sí. Cristo replicó: «Apacienta a mis ovejas», y repitió aquella misma pregunta Tres veces, de modo que Pedro necesitó Tres veces para negar a Dios y otras Tres nuevamente para aceptarlo. Y hubo Tres cruces en el Gólgota y Un justo en medio de ellas, y también hubo Un mensaje en esa cruz, en Tres idiomas, y fue allí donde murió Cristo y en Tres días resucitó.
—Impresionante —balbuceó la francesa—. Jamás lo habría relacionado…
—¿Sabéis cuántos días estuvo ciego Pablo tras tener Una visión de Cristo? Tres.
Killimet escuchaba sonriendo la exposición del inquisidor. Para él no era sorprendente, pero seguía intrigado por sus razonamientos, pues todavía no tenía claro adonde quería llegar.
—Pedro recibió Un mensaje de Dios sobre los alimentos prohibidos —continuó Angelo, exaltado y decidido— y le fue repetido Tres veces; Jesús en su infancia se extravió Una vez y fue encontrado en el Templo… ¿ Sabéis en cuántos días? En Tres. Dime, Lawrence, ¿cuánto tiempo permaneció Jonás en el estómago de Una ballena?
—Tres jornadas —afirmó el irlandés.
—Tú lo has dicho —respondió triunfal el dominico, y continuó—: Cristo expiró a la hora nona, es decir, a las Tres, y cuando falleció tenía la edad de Treinta y Tres años. ¿Os parece una coincidencia? —Angelo taladró con sus ojos penetrantes y agudos a sus cofrades—. ¿Cuántas veces cayó en la Vía Dolorosa mientras cargaba con la cruz? Tres. ¡Santo Dios, es que no lo veis! ¡Las Tres caídas de Cristo! —Tomó aliento y dulcificó al instante la expresión—. Hay muchísimos pasajes bíblicos que revelan esta Constante Trina, la que usó Cristo enhebrada en sus parábolas y el Padre para resucitar a su Hijo y los apóstoles para escribir sus cartas y evangelios. Por eso el mundo entero entendió que Dios es Trino, no por casualidad ni por capricho, sino porque esta constante fue inspirada por el Todopoderoso para que el hombre la sospeche pero nunca la pueda demostrar.