—La Inquisición no me quiere a mí —contestó el monje con suavidad y cordura—. Yo no soy importante, pero hay algo que sí les interesa… Buscan recuperar la esfera. La han reclamado desde el primer momento.
Hubo un silencio.
—Esto es Francia, maestro DeGrasso, aquí vivo yo y aquí ha vivido mi familia desde hace siglos. Tengo soldados y caballeros que son temidos… y un rey que no dudará en auxiliarme ante las adversidades. ¿Acaso os parece eso poca cosa?
—La Iglesia no amenaza a menos que guarde una carta ganadora. Si no devuelvo la esfera vuestro archiducado será atacado en breve.
El francés escuchó con cautela, pero cuando el monje calló, estalló en ira.
—¡Mentiras! La Iglesia no usará su ejército por este altercado, no para dirimir la posesión de una reliquia insignificante. Está ocupada con la invasión de Hungría por los turcos, ¡jamás desviarán un soldado para esto! —Mustaine soltó una carcajada—. Os alarmáis por nada, los Balcanes son más importantes que vuestra reliquia. No sabéis de política, solo de teología.
—Roma no moverá ni un soldado papal, pero jugará al ajedrez con piezas prestadas. Utilizará tácticas de conspiración seculares y vos sentiréis su efecto devastador.
—No veo peligro aún, ni a nadie que amenace mi gobierno. —El francés endureció la mirada—. ¿Quién será el atrevido que me desafíe en el campo de combate?
Angelo dejó vagar su mirada hacia las montañas lejanas, tras ellas se podía contemplar la magnificencia rocosa del Mont Blanc, allí donde las curvas caprichosas separaban Francia de los ducados italianos.
—El duque Bocanegra será vuestro verdugo —afirmó.
—¿Bocanegra de Aosta? —Mustaine dirigió un arqueamiento de cejas que revelaba su escepticismo—. Imposible. No tiene agallas ni ejército. Jamás cometerá la locura de atacar mi archiducado.
—La Iglesia bien podrá comprar su coraje y su cordura. Excelencia, sé muy bien cómo trabaja la curia cuando se propone desbancar a los príncipes. Os quedaréis solo y sin ayuda frente al duque de Aosta.
—Bocanegra no es un peligro, sus hombres distan de sumar los necesarios para cruzar los Alpes y asediar mi fortaleza. ¿Qué más diréis ahora, que el Papa cuenta con armas sagradas que desconozco? ¿Enviará plagas a mi archiducado? ¡Es una locura, maestro! ¿Qué noble en su sano juicio iría a la guerra por nada?
—¿Nada? —estalló Angelo DeGrasso—. ¿Es que os parece poco una reliquia capaz de crear tal conmoción?
—Pues bien, devolvedla entonces, entregad la reliquia a la Iglesia y que toda esta inútil conversación quede en el olvido.
—No haré tal cosa —replicó con la vista puesta en los horizontes nevados. Una brisa gélida silbó en las alturas.
—Veo que el obcecado sois vos, Maestro —constató el francés sonriendo levemente.
—Solo busco advertiros de lo que vendrá. Sois mi protector y os debo sinceridad y transparencia, por ello os prevengo.
—Entonces quedad tranquilo. Desde el momento en que os di protección fui muy consciente de los riesgos que asumía. Yo soy el guerrero y vos el teólogo… Dejemos las armas a los soldados y los libros a los pensadores. —Mustaine quitó la caperuza a su ave y la lanzó al vuelo. El halcón adquirió velocidad y cayó sobre su presa—. Nadie me asusta, nadie en su sano juicio se atreverá a provocarme.
Mientras, en la distancia, la sangre del conejo teñía el manto blanco, el ave aguardaba famélica a que su amo le diera de comer.
El archiduque dedicó una sonrisa exaltada al monje. Su voz era sombría y segura:
—Si pensáis que la esfera os pertenece quedaos con ella. Quien venga a través de la nieve solo la regará con su sangre para que nuestras uvas crezcan más rojas y bebamos nuestro vino con el sabor de los caídos.
Angelo quedó en silencio, atrapado en la espantosa visión de una tormenta de almas caídas. Las almas caídas arrastradas a la muerte por su decisión.
Pasquale Bocanegra estiró la cuerda con lentitud, en silencio. Tensó el arco y las hebras trenzadas chillaron en la madera arqueada hasta el límite mientras su ojo certero apuntaba al blanco.
Incluso antes de convertirse en duque de Aosta ya se había ganado el respeto de los maestros arqueros por su técnica. De pequeño aprendió a fabricar sus propias puntas forjadas; mirando y copiando el duro trabajo del herrero de su padre, descubrió cómo seleccionar las mejores flechas e insertar en ellas las plumas. Pronto su alma inquieta mostró unos dones excelsos que parecían provenir de la mismísima diosa Diana.
No vaciló, y el arco escupió la flecha tan lejos que muchos habrían jurado que intentaba asaetear el sol.
—¡Impresionante! —exclamó el
consigliere
.
El duque no contestó y se concentró en observar el resultado en el poste. Ahí estaba. La novena flecha consecutiva asestada en el blanco.
—Es suficiente —finalizó el noble italiano. Un sirviente retiró el arco de sus manos y sirvió una copa de licor—. ¿Qué distancia? —inquirió.
—Setenta —confirmó su consejero—. Treinta y cinco pies más. Habéis mejorado vuestra marca de la semana pasada.
—Creo que soy el mejor del Valle, ¿qué pensáis vos? —afirmó Bocanegra dándose la vuelta.
Martino Parlavicino sabía proteger su posición en el ducado. Contestó sin vacilar:
—Sin duda sois el mejor de toda Aosta.
El noble vació la copa con orgullo, de un trago largo.
Su consejero, viéndolo satisfecho, cambió de tercio:
—Por cierto, el monje Èvola ha llegado desde Francia, lo recibí bien entrada la noche. Ha pedido una audiencia extraordinaria con vos para hoy. Alegó un tema reservado.
—¿En nombre de quién ha venido?
—De la Santa Inquisición. Trae un poder firmado. Parece contar con el aval del cardenal Iuliano.
—Espero que no pretenda reemplazar a los párrocos de nuestra catedral —dijo Bocanegra quitándose su guante—. Hace años que mi pueblo se conforma con ellos… Sea lo que sea —decidió—, lo recibiré tras el almuerzo. Preparad para ello la sala de los trofeos.
Girando sobre sus talones, el duque de Aosta se dirigió hacia su alazán. Agarró las crines pardas y montó de un salto, como buen soldado y cazador. A lomos de su caballo extravió la vista en la lejanía de su valle nevado. Un valle que le quedaba pequeño, que deseaba ampliar. Tanto como la distancia que día a día aumentaba cuando disparaba sus flechas. Tanto como su codicia.
Giuglio Battista Èvola esperaba de pie. En aquella sala se exhibían un sinfín de cabezas disecadas, de ciervos y jabalíes, de lobos y felinos. Incluso el cuerpo entero de un oso pardo amenazaba desde un rincón, erguido, con las fauces abiertas y la mirada colérica momificada.
La sala era tributo al cazador por excelencia, culto al orgullo del duque y testimonio de su maestría. Por eso Bocanegra no dudaba en recibir allí a sus visitas, pues como anfitrión disfrutaba de las miradas curiosas y las preguntas obligadas. Al noble le gustaba impresionar y fabular, pues a pesar de que sus cotos de caza eran seguros inundaba a sus invitados con relatos de arriesgadas y temerarias cacerías en los que cada pieza cobrada se correspondía con una cicatriz de su cuerpo.
Pero el monje Èvola ni siquiera preguntó por el oso ni mucho menos por los lobos. Impasible, se limitó a contemplar al duque, y este observó aquel rostro desfigurado, parco, que empalidecía la bravura de sus criaturas disecadas, un rostro que asombraba a cualquiera, incluso a un amante de lo grotesco.
—Habéis sido muy amable al recibirme, Excelencia —comenzó Èvola.
Bocanegra tardó en reaccionar, la faz deforme del clérigo lo tenía subyugado.
—Siempre guardo esa cortesía para los emisarios de Su Santidad —profirió.
—No pretendo airear problemas con la Inquisición en vuestro ducado, ni tampoco trastocar vuestro sistema diocesano. He venido solo a proponeros un negocio…
—Me sorprendéis, llevo mis negocios con banqueros genoveses, no con monjes.
—Sois prudente —respondió Èvola con el sigilo de un zorro—, pues entonces podríais confundir ganancias con dogmas. Sin embargo, en esta ocasión si escucháis y aceptáis mi propuesta dad por seguro que cambiaréis a los genoveses por los santos que yo os venda… y sabed que el Cielo siempre os recompensará más que los usureros.
El duque quedó desarmado y admirado por el discurso de aquel monje aterrador.
—Os escucho —concedió.
El benedictino cruzó las manos dentro de las mangas y no tardó en lanzar el anzuelo.
—He notado cierta actividad militar en el archiducado de Chamonix, tal vez estéis al tanto de lo que está planeando vuestro vecino francés…
Bocanegra observaba con sus pómulos brillantes y la pequeña papada temblando de ansiedad. Las palabras de Èvola habían despertado en él la más viva curiosidad.
—¿Acaso Jacques Mustaine ha movido a sus soldados? Mis informantes no me han alertado de movimientos en Francia…
—Es difícil que lo noten… incluso en Chamonix el asunto se mantiene en secreto, pero os interesará saber que los oficiales del archiduque han viajado a Borgoña para coordinar una ofensiva secreta y por sorpresa.
—¿Ofensiva… a mis tierras? —El duque Bocanegra sonrió—. ¡Imposible! Eso jamás se le cruzaría al archiduque por la cabeza.
—Entonces hay que reconocer lo acertado que ha estado vuestro enemigo al predecir que vos lo subestimaríais.
—¿Enemigo?
—Así es. El archiduque Mustaine es un enemigo que os encontrará dormido. Y acabará con vuestra vida de gobernante… ¿No sabéis que os dobla en ejército?
Bocanegra caminó hacia un rincón y tomó una copa de coñac. Luego observó los leños que ardían en la chimenea y su jauría disecada de trofeos.
—En menos de cinco días el valle de Aosta podría estar plagado de franceses —aseguró Èvola—. Y vos, Excelencia, siendo optimista, capitularíais en siete, tal vez en diez si decidís recluiros en vuestra fortaleza.
El duque italiano permaneció en silencio. Su cabellera prolijamente rizada le caía sobre los hombros, negra y brillante, como una capa.
—¿Por qué habría de creeros? —dijo finalmente.
—Porque la Santa Sede no desperdicia su tiempo en banalidades. Las cartas elevadas a Roma de los obispos franceses así lo advierten. Yo no tengo dudas sobre ello: Aosta será atacada. Ahora solo resta saber qué haréis vos.
El duque de Aosta dudó. Ese monje parecía totalmente seguro de sus afirmaciones. Por un instante sus palabras le causaron confusión.
A la hora del crepúsculo tres jinetes encapuchados, procedentes de diversos lugares de Francia, se reunieron en el espeso bosque y emergieron de él con las capas ondeando en la niebla, como fantasmas.
Los sementales negros expelían vapores furiosos por los hocicos con cada espuelazo, con cada taconazo lacerante. Las ancas sudadas de los animales evidenciaban lo frenético de su galopar mientras se adentraban en la nieve de Chamonix con el mismo misterio con el que habían partido de su condado en Francia.
Al llegar junto a los muros externos frenaron el galope y se encaminaron lentamente hacia el retén de guardia del archiduque. No tardaron mucho en identificarse y franquear el paso al baluarte fortificado del archiduque Mustaine.
Angelo Demetrio DeGrasso los observó desde su ventana. A continuación, cerró las cortinas de su habitación.
En la torre más elevada del castillo de Chamonix las miradas se cruzaron expectantes, ninguno de los recién llegados alcanzaba a sospechar aún el motivo de esa reunión. Los tres jinetes estaban allí, como había solicitado la misiva, pero desconocían por qué.
Giorgio Cario Tami caminó alrededor de la reliquia, sin apartar su vista de ella.
—
Mía ousía, treîs hypóstaseis
—balbuceó. Sus ojos leyeron la frase inscrita en la esfera y reflejaron la admiración por el descubrimiento.
Los tres habían atravesado Francia para acudir a la llamada de Angelo DeGrasso. Se trataba de algunos de los más destacados miembros de la
Corpus Carus
, viejos amigos del Ángel Negro desde aquellos días, que ahora parecían tan lejanos, en que compartieron peligros y aventuras en Sudamérica intentando proteger el
Necronomicón
de los brujos y la Inquisición.
—Es, simplemente, hermosa —suspiró Xanthopoulos, apodado el Vikingo por su fuerte complexión y las dos largas trenzas en que solía recoger su pelo rubio, quien aún no se había desprendido de la ballesta cruzada sobre la espalda que había llevado consigo todo el viaje.
A su lado, el sajón Lawrence Killimet, también jesuita como Tami, fijaba la atención más allá de la esfera en los gestos inescrutables y silenciosos del inquisidor DeGrasso.
—¿En verdad crees que el enigma del
Necronomicón
se encuentra aquí? —cuestionó.
—Sí. Delante de vosotros, en su interior.
Nuevamente el silencio rodeó la mesa. La esfera brillaba a la luz de los candelabros con fulgores de oro bruñido.
—¿Y el libro? —se interesó Xanthopoulos.
—El
Necronomicón
ya no sirve, sus conjuros ya han sido leídos —le respondió Angelo sin titubear—. Aquí están sus doce versos, el esplendor de la ciencia prohibida que se encriptaba en él. Todo gira alrededor de esta esfera. Si no, no se explica el interés de la Inquisición por ella. Están dispuestos a desencadenar una guerra para conseguirla.
Giorgio Cario Tami detuvo su contemplación de la esfera ante esas palabras. Alzó su mentón y observó a Angelo.
—Así pues, ¿qué contiene?
—El
Codex Terrenus
—afirmó el inquisidor con vehemencia y decisión.
Lawrence Killimet acercó el rostro a la esfera y vio su propio reflejo deformado. El jesuita de Dublín examinó con desconfianza cada detalle de la reliquia, como si se tratase de una manzana caída del árbol prohibido.
—¿Cómo llegó a tus manos? —indagó.
—Simplemente la trajeron hasta aquí, pero ignoro quién —reconoció Angelo DeGrasso tras un breve silencio y contempló a sus cofrades con ojos que intentaba ocultar un nombre.
—Sí que es extraño —murmuró Xanthopoulos.
El inquisidor sonrió y negó con la cabeza. Su voz fue suave y envolvente:
—No creo en casualidades. Detrás de esto hay una trama oculta. Huelo a conjura. A brujos —concluyó Angelo.
Tami, el otro jesuita, terminó de inspeccionar el exterior de la esfera y centró ahora todo su interés en su buen amigo genovés.