El duque ofreció coñac, y Anastasia aceptó mientras la francesa posaba la vista en las facciones de la recién llegada y en la tersura de su piel y sus labios.
—Lacroix… —repitió la hija del cardenal—. ¿Acaso sois pariente del conde Jean-Claude de Armagnac?
—Soy su hija.
—Qué extraño, tenía entendido que aún erais una niña… —se admiró.
—Según mi padre sigo siéndolo, pues aún no he cumplido los veinte.
El duque tomó asiento a la cabecera de la mesa, con una dama a cada lado, contempló las facciones de Anastasia y agitó su copa.
—¿A qué se debe el honor de vuestra visita precisamente en una noche tan desapacible como esta? —preguntó intrigado.
La joven florentina bebió de la copa, luego sonrió.
—Curiosidad por vos, que tantas veces me habéis ofrecido vuestra hospitalidad, y por vuestras tierras. Ya que el norte de Italia limita en vuestro ducado, son un bastión de contención de los protestantes y un freno para los avances franceses. Tal vez por ello todos os aclaman como digno descendiente de los legionarios romanos.
El duque Bocanegra hinchó el pecho y creyó percibir el aroma glorioso de la admiración y el respeto. Se sintió nuevamente Marco Antonio y le pareció que el viejo foro, las columnas, el arco de Augusto y las demás ruinas imperiales que guardaba su ciudad reverdecían en la boca de aquella hermosa mujer.
—Entonces mañana mismo os llevaré a recorrer mi valle, os mostraré la veintena de castillos que protegen Aosta y la magnífica vista del Monte Bianco o Mont Blanc. Luego os haré entrar en la ciudad por la puerta pretoriana, aquella por la cual entraron los grandes generales del imperio. ¿Nos acompañaréis? —preguntó el duque dirigiéndose a Ségolène.
—Por supuesto, si Anastasia lo desea…
—Será un placer para mí.
Bien entrada la noche, se retiraron todos a dormir. Cada uno apoyó la cabeza en la almohada y pensó en la oscuridad.
Ségolène pensó en Anastasia.
Anastasia pensó en Ségolène. Algo la perturbaba pero aún no había descubierto qué era. No tardaría mucho en hacerlo.
El castillo de Saint-Pierre se encontraba a oscuras. Ségolène Lacroix se movió sigilosa en la penumbra del pasillo. Entró en el cuarto ajeno como un ladrón nocturno. Sabía muy bien lo que había percibido al mirar los ojos de la hija del cardenal, y por eso decidió asumir aquel riesgo.
Se desplazó por el cuarto con sigilo, descalza y en ropa de cama. Sentía el roce del camisón y la libertad de sus piernas desnudas que no tenían que cargar ahora con las pesadas faldas de gala. Anastasia parecía decidida, aunque su respiración era entrecortada.
La italiana abrió los ojos en la oscuridad de su cuarto. Dormía desnuda, sintiendo la caricia de las sábanas en sus senos. Se irguió con los labios entreabiertos, como queriendo besar el aire. Luego quedó en suspenso, escuchando el latir de su corazón y el silencio. Sintió las cosquillas de un presentimiento mientras recordaba a la francesa y permaneció en la penumbra, reflexionando. Su aliento formó un murmullo, como un gemido.
Ségolène tomó la poción alquímica de las manos de Èvola y la apretó contra su pecho.
Y Anastasia, en soledad, recordó.
La francesa retrocedió sobre sus pasos en aquella oscura habitación. Sabía que la guardia armada del duque estaba en la planta baja y los pasillos permanecían solitarios. Nadie debía verla.
¡Esa francesa no era la hija del conde de Armagnac! Al darse cuenta, a Anastasia casi se le escapa un grito. ¡La hija del conde era otra, una niña rubia de catorce años! Ahora lo recordaba con total nitidez.
Ségolène Lacroix abandonó la habitación de Èvola y entró en su dormitorio. Preparó una alforja, se puso un pesado abrigo y salió al pasillo. Lentamente se escabulló hasta alcanzar la planta baja, donde conseguiría el caballo que necesitaba.
Algo más tarde, una sombra avanzó por el pasillo de piedra. Bajo un vitral emergió el rostro deforme de Èvola, grotesco e inexpresivo.
El monje sonrió mientras veía alejarse a la francesa.
MYSTERIIS TERRENUS SATHANAS
Los ojos del archiduque Jacques David Mustaine recorrían sus prados y viñedos. No hallaba en ellos flores ni hierbas ni vides, solo un manto blanco de nieve y las preocupaciones que le acosaban. Poco antes le había llegado la mala nueva, la noticia que lo había empujado a un abismo de silencio.
Sujetaba el halcón en el guante, como todas las tardes, mientras su melena de destellos rojizos y bucles se agitaba con la brisa. Pero el noble no estaba solo, como él suponía. Allí, en el valle de muros viejos y cauces helados, se acercaba alguien que habló a su espalda:
—He recibido una última petición —resonó en la soledad del refugio montañés.
El cetrero se giró y observó al hombre encapuchado apoyado en una vara que había trastocado la quietud de su archiducado.
—Maestro DeGrasso —replicó Mustaine—. ¿A qué debo esta visita?
—Hoy he recibido una última petición —reiteró el dominico.
El francés alzó un trozo de carne y lo dejó en la garra del halcón, que lo prendió y lo desgarró con el pico.
—¿Y qué habéis decidido? —interrogó Mustaine.
Angelo le miró fijamente.
—No entregaré la reliquia.
El noble francés se puso rígido.
—Veo que la ambición está por encima de vuestra misericordia —afirmo sin ambages.
—¿Por qué lo decís, archiduque?
—Porque cargaréis una guerra en vuestra conciencia.
El inquisidor genovés asió la vara con ambas manos.
—¿Desde cuándo reparáis vos en evitar matanzas?
—¿Y desde cuándo vos preferís llevarlas a cabo? —replicó el noble.
El viento pasó entre ellos llevándose consigo sus palabras a través de las profundas cañadas. El halcón desmenuzó la carne y tragó el bocado, luego quedó erguido como el mástil de un buque de guerra en el antebrazo del pelirrojo.
—¿Qué ha sido del caballero francés vehemente que desafió a la Inquisición y este noble dubitativo que ahora contemplo? ¿Qué le ha sucedido al protector de la
Corpus Carus
que me guarece tras sus muros?
El archiduque le observó inquieto. Luego dio un paso hacia el inquisidor genovés.
—¿Acaso tenéis que saberlo todo siempre?
—Es vuestra mirada —reconoció Angelo—, que clama por un oído que os escuche…
—Para ello tengo consejeros… —bufó el archiduque.
—Ellos no os servirán en esta ocasión. Y vos bien sabéis que yo puedo ayudaros.
Jacques Mustaine volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Luego miró los distantes confines de su archiducado. Por último, se dirigió al monje.
—Ha sido mi grupo alpino de exploración quien me ha dado la noticia —confesó—. Hay un ejército de mercenarios moviéndose hacia Aosta por el paso de San Bernardo.
—¿Cuántos son?
—Demasiados.
Angelo se pasó la mano por el mentón. Una tibia sonrisa despuntó en su rostro.
—¿Comenzáis entonces a creer mis palabras?
El francés oteó los riscos lejanos.
—Es verdad. No creí en vos, monje.
—¿Teméis que os ataquen?
—¡Jamás! —contestó furibundo apretando la mandíbula—. Un franco nunca teme a las armas. Soy un guerrero, no un cobarde.
—Pues bien, entonces comenzad a planear una defensa, porque ese ejército del que os han hablado caerá sobre nosotros y nos asediará hasta conseguir la reliquia. Os lo dije en un principio, la Iglesia no está jugando, vendrá como un verdugo.
—¿Y por qué no la entregáis? —preguntó su protector encarándose con Angelo—. ¿Por qué no termináis con todo esto y devolvéis la reliquia a vuestra Santa Inquisición?
—Nunca la entregaré.
—Pero ¿acaso no sois católico? —El francés señaló con el guante—. ¿Por qué no habríais de darle a la Iglesia lo que reclama?
—No confío en sus mensajeros. Creedme, podría depositarla en manos equivocadas y caer en una conjura de brujos que buscaran socavar la Iglesia. —DeGrasso hablaba sumido en la turbación—. Vos no reconocéis la herejía ni conocéis los mil disfraces del Demonio. No es tan sencillo como pensáis.
—¿No confiáis en la Inquisición?
—Claro que sí. Confío en ella, pues soy inquisidor y al Santo Oficio dediqué mi vida. Pero esta misión es delicada y habré de guiarme solo por mi juicio hasta que la tormenta haya pasado. Hoy en día yo soy la Inquisición, yo soy el guardián de nuestra fe y de la ortodoxia cristiana, por eso no entregaré la reliquia sino al Papa en persona. No daré la esfera sino al sucesor de Pedro.
—El Papa no vendrá hasta vos, Angelo.
—Entonces la fe de nuestra Iglesia quedará a salvo en mis manos.
—¡Llevaréis mi archiducado a la guerra! ¿No lo veis, acaso estáis loco? Vuestra terquedad aniquilará a mis soldados. Me obligaréis a hacer lo que mi familia jamás imaginó: ¡luchar contra la Iglesia!
—Yo no; no propiciaré la guerra —negó—. Podéis entregarme si lo deseáis, sois libre de hacerlo; pero será vuestra decisión, no mía.
El francés mostró en los ojos la ira que sentía y la lengua se le disparó.
—¡Sabéis bien que jamás os entregaría: tengo honor y palabra y se lo prometí al Maestre! ¡Sois un retórico que utiliza argumentos tramposos para conseguir vuestro propósito!
—Honrad entonces a vuestro honor y a vuestra palabra —le intimidó DeGrasso—. Preparaos para defenderme a mí y a la esfera como os ha pedido el Maestre. Preparaos para la guerra que vendrá.
Mustaine mostró un hilo de cordura.
—Será una batalla entre católicos… ¿Acaso el Maestre de la
Corpus Carus
no conoce esta flagrante realidad?
—Sé que el Maestre está al tanto de que los brujos siempre acechan, y por eso solo hay una forma de salvar a los hombres de esta reliquia: resguardarla en buenas manos.
—¿Habéis hablado con él? Lo último fue su orden escrita donde pedía que os protegiera. —Mustaine levantó las cejas.
—Quedad tranquilo, él bien sabe lo que está sucediendo. Si no se ha comunicado es porque no hay razón de hacerlo.
—¿Vos lo conocéis? —interrogó el francés—. ¿Lo habéis visto alguna vez?
El monje reparó en los ojos brillantes de curiosidad del archiduque.
—Sabéis que nos está prohibido revelarlo.
—Cierto —aceptó Mustaine frunciendo el ceño—. Y en verdad no me interesa.
Angelo reparó en el ave de rapiña sobre el antebrazo del noble. Admiró su plumaje grisáceo y su pico letal. Llevaba los ojos tapados por la caperuza.
—A veces es mejor confiar sin mirar. Como vuestra ave, que sin veros sabe que en vuestra mano siempre estará segura.
—Solo una cosa más, maestro DeGrasso —solicitó el noble—. ¿Qué guarda esa esfera que merezca el asedio de mi archiducado?
Este hizo una pausa, escuchó el sonido del agua helada que caía entre las rocas y finalmente respondió antes de comenzar a caminar hacia el sendero.
—Contiene lo más preciado que podáis imaginar, algo que debemos conformarnos con tener y no mirar. Tan necesario como el sol de este cielo —dijo, y señaló con su vara—, que de observarlo nos transformaría en ciegos y de no tenerlo nos forzaría a vivir en tinieblas.
Al caer la tarde, el inquisidor Angelo DeGrasso mandó convocar a los cofrades de la
Corpus
en el castillo. Se reunieron junto a la chimenea de piedra, en el salón de audiencias. El jesuita Tami mantenía la vista en los leños, reflexivo. Desde su llegada no había podido descansar lo suficiente, sus pensamientos y sus sueños volvían siempre a lo mismo: a aquella esfera y a su misterio potencialmente devastador. Lentamente, dio la espalda al fuego.
—¿Hay novedades sobre el Maestre?
—Aún no —intervino Angelo.
—Los hombres del castillo murmuran y hablan de mercenarios que se acercan —reveló el Vikingo.
—Sí, esperan al otro lado de las montañas —afirmó—. Sirven al duque de Aosta y pronto vendrán a por mí.
—¿Y el archiduque Mustaine? ¿Qué te ha dicho?
—Es un hombre valiente. Estará listo para protegerme.
—¿Cuántos son? —indagó Tami.
—Miles, tal vez.
—Entonces ya nada tiene sentido —aseguró Nikos Xanthopoulos—. Esperamos señales del Maestre que tal vez nunca lleguen mientras se acerca el olor de la pólvora y el sonido de los cañones. Todo por una esfera que no comprendemos y que se llevará nuestras vidas por delante.
—Y además ya no podremos salir de Chamonix —añadió Killimet—, la Inquisición habrá cerrado ya los pasos fronterizos. Sería inútil escapar y ni siquiera tenemos la oportunidad de escondernos en el bosque: el invierno nos mataría en un par de noches.
—¿Entonces? —preguntó Nikos—. ¿Nos quedaremos aquí a esperar la muerte?
—¿Prefieres escapar mientras el archiduque combate? —le increpó Angelo.
—No soy un cobarde, bien lo sabes. Te he guardado las espaldas desde Génova hasta Sudamérica y de Sevilla a Florencia, pero quiero que salvemos nuestro pellejo, vivir para el próximo día. Aquí estoy en el matadero, aguardando la espada que me cortará el cuello y que presiento antes de que salga de su funda… ¡Me niego a morir así, como un cordero!
—Esperaremos —sentenció Angelo.
El rubio cazador de brujas clavó en él su mirada de hielo.
—La señal del Maestre no llegará —aseguró—. Esta reliquia seguirá tal y como está y nosotros sufriremos las consecuencias. Acuérdate bien de mis palabras.
En ese preciso instante la pesada puerta de roble giró en sus bisagras con clamores de hierro reseco y el archiduque Mustaine irrumpió con vehemencia en la sala cubierto con su capa y sus emblemas. En una mano sostenía la espada y su rostro brillaba encendido, como anticipando el fuego de su propio infierno. Tras él entró su guardia, uno de los soldados arrastraba por el cabello a una dama rubia muy pálida que parecía casi congelada.
—¡Que alguien me diga quién es esta mujer! —gritó el noble encolerizado señalándola con la espada—. ¡La han atrapado en el bosque rondando el castillo y clama por vos, maestro DeGrasso, aunque yo preferiría matarla por espía! ¡Nadie saldrá vivo de estas tierras tras haber visto mis ejércitos y mis cañones ni delatará mis posiciones al duque enemigo!
Los cofrades no salían de su asombro, la escena les paralizó.
Angelo contempló fijamente a aquella mujer vapuleada, se acercó hasta ella y se acuclilló. Mustaine le miraba en silencio, como esperando un gesto suyo para decapitarla. El inquisidor le levantó el rostro suavemente sujetándola por la barbilla.