Angelo no la conocía, pero lo ocultó al archiduque.
—¿Por qué me buscáis? —susurró dulcemente.
—Soy Ségolène… —La joven le miró aturdida. Temblaba de frío y miedo. Intentaba formar palabras que no le salían y su estado pedía a gritos ayuda—. Soy una cofrade de la
Corpus Carus
—balbuceó—. Os traigo una señal del Maestre.
Angelo abrió bien los ojos al oírla. Tras él, los demás quedaron paralizados.
La mujer tomó aire y resopló para explicarle:
—He traído un brebaje que os ayudará con la esfera…
Ségolène buscó entre sus ropas y extrajo un frasco que ofreció con manos temblorosas. Los finos brazaletes de oro que cubrían sus muñecas lanzaron destellos al reflejo de las velas y sacaron curiosas tonalidades rojizas al líquido que contenía la diminuta botella. El Ángel Negro tomó la ampolla, estupefacto. Aquella mujer parecía saber más que él de los secretos de la esfera. Sus manos cubrieron las suyas y sus miradas y pensamientos se acoplaron.
—Hay algo más… —Respiró, casi desmayada con sus ojos azules fijos en los del inquisidor—. Hay un traidor entre vosotros, un brujo infiltrado en la
Corpus
, aquí mismo.
La atención de los presentes se agudizó.
—Puede que esté mintiendo —apuntó Mustaine—. Quizá sea una espía del duque.
Killimet miró a la mujer con detenimiento y se acercó a DeGrasso.
—No deberíamos fiarnos de ella —declaró—. Ninguno de nosotros la ha visto nunca.
El inquisidor la tomó por los hombros y la cobijó en sus brazos. La mejilla de Ségolène se apoyó en su pecho mientras temblaba y miraba aterrada la figura intimidante de Mustaine. Alzó su cabeza hacia Angelo y musitó en su oído:
—Extra ecclesiam nulla salus…
El inquisidor miró a la joven antes de dirigirse a los presentes con voz atronadora:
—La conozco —mintió—. Se quedará con nosotros.
El jesuita Killimet endureció la mirada. El Ángel Negro había salvado a aquella mujer de una muerte segura obra de Mustaine. Un paso incierto hacia un futuro aún más oscuro.
Angelo comenzaba a ser consciente de la nueva realidad. Un traidor anidaba entre ellos.
En el castillo de Verrés, una fortaleza inexpugnable que dominaba el valle desde un páramo rocoso, rodeado de taludes y a pocas leguas del castillo de Saint-Pierre, residencia del duque de Aosta, Bocanegra había preparado la recepción de la comitiva del Santo Oficio, que llegó a primera hora de la mañana.
También Èvola había llegado a Verrés de madrugada a lomos de un cartujano negro con el que había atravesado al galope la espesa niebla de los valles.
A lo largo de todo el día el personal del castillo ayudó a descargar los carruajes de la Inquisición. Entre su equipaje se encontraba una llamativa máquina de tortura que depositaron en el patio de armas. Se trataba de una «dama de hierro», un sarcófago de metal forjado con forma humana que albergaba en su interior un enjambre regulable de afiladísimas púas, un mecanismo agobiante y brutal para arrancar confesiones.
Los soldados de la Inquisición ataron sogas alrededor del sarcófago y lo montaron sobre maderos untados de grasa. De esa forma, con la ayuda de los sirvientes del duque, lo subieron tirando de las cuerdas por los escalones de piedra hasta dejarlo en el lugar que había ordenado el cardenal Iuliano: una sala del tercer piso.
De otro carruaje, más largo y con las ventanas cerradas con barrotes, bajaron a Darko. El Gran Brujo llevaba grilletes en manos y cuello y era escoltado por un séquito de mosqueteros. Fue conducido por lúgubres pasillos hasta una habitación que resultó ser su nueva celda. Allí le quitaron las cadenas pero no lo dejaron solo. El cardenal ordenó a un soldado que lo custodiara dentro de la habitación mientras los demás permanecían en la puerta. Era un fuerte dispositivo de seguridad para tratarse de un anciano ciego, pero todos sabían que Darko era demasiado peligroso y que por ello debía estar incomunicado.
Después del mediodía Iuliano recibió al monje Èvola en audiencia privada, pues en ella se decidirían los pasos finales de su plan. Este último se encontraba de pie, con las manos cruzadas dentro de las mangas del hábito. Su rostro mostraba la expresión fiel de un soldado guiado por la fe.
—Angelo DeGrasso se ha negado a nuestro último requerimiento. No entregará la reliquia —lanzó el monje del ojo parcheado.
Iuliano se tocó el crucifijo que llevaba al pecho y meditó en silencio. Su expresión era severa y firme.
—Era de esperar —respondió—. Parece que hará por su propia cuenta la investigación.
—Hablé con él en la biblioteca del Cluny, pero se negó a cualquier trato. Insiste en que solo depositará la esfera en las manos del Santo Padre.
—Angelo me sorprende —añadió el cardenal negando con la cabeza y esbozando una casi inapreciable sonrisa—. Pide imposibles… y pretende que el mundo le comprenda. Ya no sé qué pensar de él. No sé si es demasiado leal o un traidor.
—Él no es el problema —contradijo Èvola—, sino los brujos que le rodean y merodean como hienas. La esfera corre peligro y sé que muy pronto intentarán robarla.
—¿Por qué lo decís? —Iuliano contuvo su respiración.
—Porque Angelo DeGrasso ya tiene la solución alquímica para desvelar los rollos de la esfera. Pronto el
Codex Terrenus
será leído.
Los ojos azules del cardenal quedaron prendidos en esas palabras.
—Santo Dios. ¡Pero qué decís! —exclamó el General de la Inquisición acosado de pronto por la sensación de que un nudo oprimía su pecho.
—Excelencia, no os alteréis, todo está bajo control. Yo mismo se la entregué a una cofrade encubierta de la
Corpus Carus
.
—¡¿Sabéis lo que decís, y las consecuencias?! —le interrumpió el cardenal estrellando su puño en la mesa. Se volvió y preguntó furioso—: ¿Quién es?
—Su nombre es Ségolène Lacroix. Una francesa de Armagnac que trabajará para nuestros intereses, Excelencia, no os apuréis… Ha renegado de su lealtad a la cofradía. Además de Darko, como bien sabéis vos, DeGrasso es la única persona capaz de desvelar su misterio. Así, cuando por fin los tengamos a los dos, habremos ganado un tiempo precioso.
El purpurado, como si no hubiera escuchado una sola palabra, se volvió con violencia y clavó la vista en su monje.
—No comprendo lo que habéis hecho, Èvola, es como si vos también quisierais poner piedras en mi camino.
—Por favor, creedme como siempre lo habéis hecho: no temáis por la
Corpus
, será nuestro instrumento para hacernos con el secreto de la esfera. Y con Darko bajo nuestra vigilancia personal impediremos que nadie del exterior pueda acceder de nuevo a sus estancias. Los brujos lo observan todo y ahora saben que la esfera se leerá en breve. Por ello os digo que muy pronto intentarán arrebatársela —aseguró Èvola.
—Darko está incomunicado… —rebatió su superior enarcando las cejas—. Es imposible que él esté detrás de todo esto. ¿Cómo se organizarán si su maestro está ciego y encerrado?
—Hay otro brujo que trabaja desde fuera, mejor dicho, una bruja —replicó el tuerto bajando la vista.
Iuliano habría querido evitar oír esas palabras. Sabía que siguiendo la conversación por aquella dirección terminaría encontrándose con lo peor. Pero el benedictino a sus órdenes no se detuvo:
—Recordad que fray Bernardo os advirtió en la carta llegada desde el Nuevo Mundo que vos mismo me leísteis. Por cierto, Excelencia… —Èvola tragó saliva antes de continuar—. Anastasia está en Aosta, en el castillo de Saint-Pierre. Os desobedeció, jamás llegó a Florencia. En vez de eso vino aquí sin previo aviso ni motivo que lo justificase.
Su interlocutor quedó paralizado. Le llevó un instante recordar aquella última conversación con su hija en Roma, donde le había rogado que no se entrometiera en los asuntos de la Iglesia. Recordó su dulce expresión junto a la fuente y su promesa de no interferir. Pero pronto dejó de lado sus recuerdos para centrarse en el rostro horrible de Èvola y tomó asiento. Era consciente de que las decisiones que adoptara ahora tendrían que salir de boca de un guardián de la Iglesia y no de un padre amoroso.
—¿Cuándo llegó?
—La misma noche en que entregué la solución alquímica a la espía francesa. —Èvola hizo una pausa antes de continuar—. Excelencia, me atrevo a recordaros que el tiempo apremia, he de partir… los brujos estarán informados del robo y ahora irán a por la esfera.
Iuliano levantó la vista de los leños; sin embargo, parecía conservar su fuego en los ojos. Cerró su guante negro y apoyó el puño en la mesa para ordenar con vehemencia:
—Comenzad el asedio. Atacad al archiduque francés y haceos cuanto antes con la reliquia y con DeGrasso. No habrá más retrasos.
—¿Y qué sucederá con su hija Anastasia? —murmuró su abnegado servidor.
—Encerradla. Ya tendré tiempo de analizar su situación.
Giuglio Battista Èvola se retiró en silencio. Al cerrar la vieja puerta de roble dejó al cardenal en la soledad de su aposento, hundido en sus pensamientos. Sopesaba detenidamente las consecuencias de un desastre de proporciones bíblicas.
El duque Bocanegra de Aosta se acercó y se sentó junto a ella en el mismo sillón de terciopelo. Dio un largo trago a su copa y la observó.
—¿Cómo habéis pasado la noche? —preguntó el noble—. Sé que os habéis levantado a media mañana.
—Muy plácida. —Anastasia le miró con ojos traslúcidos.
El duque apenas sonrió. Advirtió que aquellos ojos que la noche anterior brillaban verdes ese día estaban grises.
—Fue un largo viaje, dormí sin percatarme de la hora, estaba agotada. —La joven se levantó y caminó hasta la chimenea. Contempló cómo los leños ardían y después miró curiosa por la ventana. Sus ojos recorrieron los bosques nevados y las montañas—. Es hermoso vuestro valle en invierno.
—Hoy os llevaré a recorrer las ruinas —propuso él—, así entenderéis por qué los antiguos romanos decidieron enclavarse aquí. Veréis el arco de Augusto y el antiguo teatro, y comprenderéis el verdadero significado de la palabra belleza.
Anastasia se volvió hacia el duque, que al verla de frente no supo si la verdadera belleza estaba en sus ruinas o en aquel rostro.
—¿Me habéis espiado? —preguntó—. Sabéis cuándo desperté y yo no os lo he dicho.
—Sí. Es verdad —reconoció el duque con una sonrisa—. Dispuse que un chambelán os custodiase. Él me informó.
—¿Desconfiáis de mí? —Su mirada grisácea destelló furiosa.
—No es eso, no. Solo deseo que no carezcáis de ninguna atención. No es suspicacia, simplemente interés.
Ella se acercó a él más calmada, dispuesta para las confidencias.
—He oído rumores por los pasillos —dijo—. Parece que Ségolène nos ha dejado.
Pasquale Bocanegra asintió en silencio. La marcha de la francesa le había causado gran enojo puesto que con ella se había esfumado su seguro para salvaguardar el castillo. Pero la llegada de Anastasia minimizaba su efecto: una garantía por otra y esta, a su modo de ver, era si cabe aún más atractiva. Luego alzó su vista.
—Ciertamente ha sido una grosería indigna de una dama de su alcurnia abandonar el castillo en plena noche, pero por una nota que me ha dejado disculpándose parece ser que su padre la requería con urgencia —afirmó el duque.
—¿Y la guerra? —siguió Anastasia consciente del efecto que iban a producir sus palabras—. Se dice que asediaréis el archiducado de Chamonix. ¿Es que no tenéis bastante con todo lo que poseéis?
El duque desdobló la capa que le cubría el hombro y estiró el brazo hacia la mesa para tomar una botella de licor. Hizo con un gesto un mudo ofrecimiento que Anastasia denegó, pero mantuvo la pregunta con la mirada.
—Sí —confesó mientras se servía—, habrá guerra. No os hacía tan enterada de los movimientos de la Iglesia, aunque siendo vuestro tío quien es…
—¿Qué os han ofrecido por atacar? —insistió la muchacha.
—Sois una dama —advirtió el noble con aire divertido— y la guerra es cuestión de hombres. No deseo hablar de esto con vos. Creedme, hay temas mucho más hermosos y plácidos para vuestros oídos.
Anastasia cambió de expresión como si fuese una gata acorralada. Su belleza era tan inmaculada como peligrosa.
—¿Qué os ha ofrecido mi tío? —repitió sin poder ocultar la ira en sus ojos y se sentó a su lado, muy cerca.
Bocanegra la admiró en silencio y se dio cuenta de que las maravillas naturales de su valle habían palidecido ante aquella impredecible mujer.
—Ya os he dicho que no hablaré de eso con vos. ¿A qué habéis venido? —preguntó—. Por la insistencia en ese tema dudo que haya sido por la historia de mi ducado y sus ruinas imperiales. Además, en vuestros ojos aprecio algo que he imaginado para mí en sueños…
—¿Y qué sentido tiene soñar con una mujer como yo?
Bocanegra admiró la tersura de su cuello y reparó con deleite en aquel escote prohibido, oprimido por un corsé que resistía a duras penas la furia natural de sus pechos.
—Soñar con vos tiene el sentido de espantar mis pesadillas —confesó.
—No me cuesta demasiado arrancar esas palabras de un hombre —reconoció ella con una nueva mirada felina.
—¿Qué buscáis?, ¿qué hay en esta fortaleza que yo os pueda dar?
Anastasia alargó la mano y tomó la copa del duque. Posó los labios en el cristal y bebió de su coñac. Bocanegra se quedó perplejo, con la mano vacía levantada en el aire.
—Nadie bebe de mi copa —murmuró—, nadie intenta lo que vos hacéis…
—Veo que aún no habéis conocido a una mujer con sed. Yo nunca pido permiso para degustar en el licor la saliva de quien deseo. —Devolvió la copa a la mano del duque y este comenzó a sentir un deseó desenfrenado por aquella insolente actitud.
—Debo volver a preguntároslo: ¿a qué habéis venido a mi castillo?
—Estoy aquí por un hombre —respondió ella con su sonrisa perfecta—, un hombre que no posee más que su vestimenta, sus convicciones y sus ideas.
—¿Un hombre? —El duque se enardeció, con parsimonia levantó un dedo enjoyado con el anillo de su emblema y recorrió la mejilla de Anastasia. Acarició el pómulo y luego frenó junto a la comisura de su boca—. ¿Debería estar celoso de él? Ahora soy yo quien está frente a vos, así que ya no necesitaréis otro hombre. —Le brillaron los ojos con codicia, su dedo siguió descendiendo hasta el cuello de ella, muy despacio, y Anastasia lo miró entre la furia y el deseo.