Sus manos eran pequeñas, del color de las aceitunas pardas, y sujetaban un rosario. En aquella estancia las plegarias ascendían hasta el cielo en un murmullo repetitivo y vehemente, desde la soledad y la sombra, desde la pobreza, desde la intimidad propia de un hombre recluido al servicio ciego de Dios. En ese preciso momento la puerta a sus espaldas se abrió y la irrupción de su superior cortó el trance del hombre desfigurado, que centró su atención en el recién llegado.
El cardenal Iuliano se detuvo frente a Giuglio Battista Èvola, que levantó su horrible faz y ofreció al cardenal una actitud expectante y humilde.
—Hemos encontrado la esfera —confirmó el Gran Inquisidor.
El monje benedictino no hizo ningún movimiento. Sabía muy bien lo que el cardenal sugería con su presencia y lo que la Iglesia le exigiría muy pronto.
—¿Qué deseáis de mí?
El purpurado respiró y su aliento formó una frase:
—Traedme la reliquia.
Nuevamente el silencio. Solamente la fragancia a incienso y las miradas.
El benedictino, muy lentamente, se puso en pie. Dio unos pasos y se detuvo frente a la ventana para observar con detenimiento los jardines vaticanos. Lo hizo con precaución, manteniendo la cortina semiabierta y desde la oscuridad del recinto. Allí estaba la muchacha. Dejó caer el cortinaje a sus espaldas y se volvió.
—Parece ausente —comentó Èvola, el monje benedictino, refiriéndose a ella.
El cardenal Iuliano no respondió de principio. Aún no sabía qué postura adoptar frente a su propia hija.
—Cierto —admitió al fin—, parece estar en otro sitio.
—¿Sospecháis que sea por Angelo DeGrasso?
—Es posible que así sea —se arriesgó a opinar el purpurado tras meditarlo.
Èvola escudriñó al cardenal con su único ojo sano, luego se pasó los dedos por el parche negro y gastado acariciando lentamente el lugar de su párpado ausente.
—Si sigue pensando en DeGrasso no hay nada que podamos hacer, al menos mientras ella sepa nuestros movimientos. Vuestra hija se convertirá en los ojos de él, todo lo que se planifique en Roma llegará tarde o temprano a oídos de su medio hermano. ¿O aún pensáis que el robo de la esfera no ha sido suficiente prueba?
Iuliano asintió en silencio. Internamente borbotaba como el magma a la espera de una erupción colosal y destructiva, pero pese a todo mantuvo la cordura.
—Hermano… —murmuró—, vos sois el único que sabe la verdadera historia de mi vida, tenéis la entereza y el criterio para discernir desde la razón. Decidme: ¿por qué creéis que mi hija hace todo esto? ¿Acaso me odia?
Giuglio Battista Èvola era el perro más fiel del cardenal Iuliano, un mastín rastreador y perspicaz presto a atacar que había percibido en la hija del cardenal lo que este no había podido ver nunca influido por su amor incondicional. El monje deforme había examinado la conducta de Anastasia con vigilancia sutil y sagaz, por eso habló desde el conocimiento:
—Ella no os odia. Y no es este el motivo por el que vuestra hija actúa así. Precisamente es todo lo contrario… Lo hace por amor. Ella vive y respira por amor.
El cardenal se sentía extrañado, dolido y curioso.
—No entiendo. Si decís que me ama, entonces ¿por qué…?
Èvola no le dio tiempo a terminar la pregunta.
—No me refiero al amor que siente por vos, Excelencia, el de una hija hacia su padre, que sin duda existe. Estoy hablando de otro que brilla en sus ojos y que advierto a diario mientras escribe sus cartas, observa las flores y se refleja en las fuentes. Lo hace todo por Angelo DeGrasso. Anastasia ama a vuestro hijo, su medio hermano, y en cierto modo pretende reparar con su fidelidad incondicional los años que ha estado separada de él y el daño y el desprecio que le habéis manifestado, a quien tratasteis como un bastardo y alejasteis de los privilegios que ella ha disfrutado.
Una mueca desagradable y temible contrajo el rostro de Iuliano. El volcán de su interior estaba a punto de estallar, pero el monje continuó:
—Tened a bien no tomar mis palabras como desprecio, mi General. Anastasia os ama, pero la realidad evidencia que ahora la figura de Angelo le ha puesto un velo sobre los ojos. Debéis aceptar que posee el corazón de vuestra hija desde el otoño pasado, cuando asumieron sus lazos de sangre y su vínculo se estrechó, y más todavía desde su persecución y encierro. Ella siente que la desgracia se ceba en él y pretende compensarle por todo lo sufrido con su apoyo ciego, enfrentándose al mundo y a vos si es preciso. Y de ser así, creedme, ella es sus ojos en el Vaticano.
—¡Eso jamás sucederá! —zanjó el Gran Inquisidor.
Se produjo un silencio profundo, forzado.
—El robo de la reliquia corrobora mis afirmaciones —concluyó Èvola—. Es cierto que Anastasia siempre ha estado enormemente interesada en la astrología, la teología y todo lo relacionado con el conocimiento aun a pesar de ser mujer y que, por ello, ha tenido relación con Darko cuando este era el astrólogo del Santo Padre y su consejero, pero no acepto que pueda ser una de sus discípulas. Creo que lo único que ella buscaba en el castillo del Monte al acercarse al viejo brujo era conseguir la esfera para entregársela a DeGrasso y así reparar, de alguna manera, el daño que se le causó cuando se le arrebató el
Necronomicón
. No debéis olvidar que casi perece por mantenerlo alejado de la Iglesia y preservarlo de los brujos para que siguiera en poder de la
Corpus Carus
y así garantizar la supervivencia de su orden, a salvo de la persecución de la Inquisición. Y tampoco que vos ordenasteis el sacrificio de su amada, Raffaella, una inocente que fue quemada como bruja a pesar de que él traicionó a sus hermanos cofrades entregándoos el libro. No cumplisteis vuestra parte del trato y habéis sumido su vida en la desgracia. Es normal que ahora Anastasia, movida por su afán de justicia, quiera reparar vuestros errores para con su hermano.
Sus miradas volvieron a cruzarse y el cardenal, acorralado, asintió con la cabeza.
—Es verdad —dijo—, no puede ser una bruja, quiero creerlo. Ella misma me confesó abiertamente que había robado la reliquia y, gracias a esto, pude enviar un mensajero al lugar adonde la hizo llegar con la exhortación de que nos la devolvieran. Anastasia comprendió que mis días estaban contados y confesó el robo. —Iuliano negó con su cabeza—. Aun así, no la entiendo… con su actitud me flagela y al tiempo me acaricia.
—Lo cual es fiel testimonio de que no ha dejado de amaros. —Èvola cruzó las manos dentro de las mangas de su hábito—. Y aunque la peor de vuestras sospechas no se ha cumplido debemos asumir que Anastasia ha traicionado a Darko el brujo, pero también nos ha engañado a nosotros y ha colocado a la Iglesia en una grave situación. Vos bien sabéis que vuestra hija es muy bella… Los guardias pronto empezaron a rumorear que el brujo no avanzaba sin su presencia ni se inspiraba en su trabajo, pero lo cierto es que nadie en el castillo del Monte le vetó el paso ni impidió aquellas visitas y es lógico, pues vos mismo así lo habíais decretado. Permitisteis que Anastasia accediera al corazón de los secretos más importantes de la Inquisición. No le negáis nada, o acaso ella no os obedece sabiéndose impune, pero el caso es que es por ella y su comportamiento por lo que la esfera ya no se encuentra en nuestro poder.
Su superior guardó silencio, caminó hacia el vano y desde allí se quedó observando con encontradas emociones a Anastasia. Luego volvió sus iris azules hacia el monje y habló de forma pausada.
—La reliquia está en Francia, bajo la protección del archiduque Mustaine de Chamonix, que se ha negado a devolverla.
—¿Es acaso también un cofrade de la
Corpus Carus
? —Èvola frunció el ceño.
—Lo es. Y también quien cobija a Angelo DeGrasso en su fortaleza. —Hizo una gran pausa que sirvió a su subordinado para reflexionar y corroborar sus sospechas. Después, el cardenal le señaló con su mano enguantada—. Vos os encargaréis personalmente de traer la reliquia. Me ocuparé de que recibáis todos los recursos que pidáis, sin límite, para que traigáis la esfera a la seguridad de la Santa Inquisición, para devolver a la Iglesia de Cristo lo que a Cristo pertenece.
Èvola escuchaba atento, asintiendo en la oscuridad de la capucha.
—Esta misma noche saldré en su búsqueda.
El cardenal sonrió.
—Llevaréis con vos poderes firmados de mi puño y letra. Tendréis total libertad de decisión y jurisdicción y el aval directo de Su Santidad para la búsqueda e incautación.
—¿Qué hay de los brujos? —indagó Èvola.
—No hemos podido exterminarlos a todos, aún andan por ahí, escondidos, tramando y conspirando desde las sombras. Saben muy bien que este es el mejor momento para hacerse con la esfera. Por ello, debemos actuar rápido, sin errores ni vacilaciones. —Su voz mostró fortaleza y determinación—. No hará falta que os explique qué sucederá si ese mapa cae en manos de los brujos, ¿verdad?
Giuglio Battista Èvola meditó, y desde las sombras que la capucha proporcionaba a su horrible rostro dirigió a su superior una mueca tan áspera como afilada.
—Dadme treinta días y os traeré la esfera, encerraré a los cofrades de la
Corpus Carus
y eliminaré a todos los brujos que halle en mi camino.
El cardenal Iuliano espiró dejando ir buena parte de la tensión que le atenazaba.
—Id pues cuanto antes. Sois depositario de toda mi confianza, la última que me queda.
—No os defraudaré —respondió el monje en un murmullo.
El máximo responsable de la Inquisición inclinó la frente a modo de saludo y se retiró. La puerta volvió a crujir y el benedictino quedó de nuevo a solas. Se arrodilló en la penumbra y reanudó sus oraciones tomando la siguiente cuenta del rosario. Sus largos días de ayuno habían sido interrumpidos por aquella misión; era muy consciente de que la contemplación y el Evangelio tendrían que quedar relegados a otro momento de paz. Su único ojo se dirigió al fresco de la pared en busca de la Virgen y el Niño, y las plegarias en latín brotaron nuevamente como manantial de sus labios. Entregaba cada rezo, cada respiración a la Madre de Dios pues veía en ella a la madre que nunca tuvo. Contemplando el amor de aquella madre por su hijo intentaba paliar el nefasto recuerdo de su abandono en los oscuros y sucios callejones de su Nápoles natal.
Èvola recuperaría la esfera y el mapa que esta contenía. Lo haría con el fervor ciego y fanático de un cruzado sometiendo a cuantos encontrara en su camino. Para él no había medias tintas en los jardines terrenales: o se estaba con la causa de la Iglesia o con los esbirros de Satán.
El monje benedictino alzó el mentón y miró al Niño de Nazaret en brazos de María.
Juró devolverle la esfera de su misterio.
Esa misma tarde la audiencia papal se llevó a cabo en el tercer piso del palacio Apostólico, en una reunión promovida por el secretario del Estado vaticano, el cardenal Pietro Aldobrandini, que buscaba contrastar los informes de la Inquisición que había reunido el seno del colegio episcopal.
El salón era amplio y cómodo, con tres ventanales que permitían admirar la cúpula de la basílica de San Pedro en todo su esplendor. Su mano impaciente corrió la persiana con delicadeza y observó el patio interior preferido del Papa, el cortile San Dámaso. El cardenal Iuliano, el máximo inquisidor, atravesaba aquel claustro con rostro firme, alborotando a su paso a las palomas que zureaban bajo los últimos rayos del sol.
Fue el último en entrar, se acercó e inclinó la cabeza antes de tomar la mano del Vicario de Cristo y besar su anillo de pescador, aquel que lo distinguía como único sucesor del apóstol Pedro. Clemente VIII sonrió piadosamente e indicó a los presentes que tomaran asiento. También se encontraban allí los dos sobrinos del Papa, los cardenales Cinzio y el ya citado Pietro Aldobrandini, y el teólogo jesuita Roberto Bellarmino en calidad de cardenal asesor.
—Excelencia Iuliano, esta reunión tiene por finalidad esclarecer los sucesos acaecidos en el castillo del Monte —comenzó el secretario de Estado Aldobrandini—. Por ello, querríamos conocer los datos que manejáis sobre el caso y el curso de la investigación practicada al respecto. También desearíamos saber con qué resultado se ha saldado la pesquisa efectuada en las tierras francesas de Chamonix.
El cardenal hablaba con la soltura y energía de un sobrino agraciado por un nepotismo casi obligado debido a la enfermedad que padecía su tío. Iuliano contestó, pero dirigiéndose al papa Clemente VIII.
—En verdad me gustaría entregaros hoy las respuestas que todos necesitáis oír, pero lo cierto es que lo concerniente al robo de la esfera aún es un misterio. He enviado una comitiva de investigación que se dedicará a reunir evidencias sobre el ladrón y la forma en que se produjo el robo. También he dejado en custodia a Darko, quien aún deberá responder varias preguntas ante nuestro tribunal inquisitorial. —Recorrió el rostro de los presentes—. Por último y para apaciguar vuestros ánimos, os comunico que hemos localizado fehacientemente el paradero de la reliquia en Chamonix, en el castillo del archiduque Mustaine quien, por su actitud, es obvio que ha rehusado entregarla.
—¿No os parece extraño que la esfera apareciese en esa localidad? —cuestionó el otro sobrino, Cinzio Aldobrandini, que sabía apuntar certeramente con sus preguntas.
—Nada extraño ocurre en Chamonix —sostuvo el cardenal Iuliano—. El paradero de la esfera no parece atenerse a ninguna lógica o razón, aunque todo continúa bajo investigación.
—¿Es verdad que el inquisidor Angelo DeGrasso se esconde allí? —intervino Pietro, sentado a la derecha del Sumo Pontífice.
Iuliano hizo una pequeña pausa tras la cual contestó.
—Así es, se encuentra en las tierras del archiduque, protegido por él.
—Y entonces ¿por qué omitís la extraña conexión entre él y el paradero de la esfera?
—No la omito, simplemente no he hallado una relación directa entre el robo de la esfera y el monje DeGrasso —mintió—, por lo que no me aventuro a realizar conjeturas.
Cinzio fue muy cauto al dejar entrever sus sospechas.
—He oído que vuestra sobrina Anastasia frecuentaba el castillo donde Darko llevaba a cabo sus estudios. ¿Qué sabéis de eso? ¿Acaso podría estar al tanto de la existencia de la reliquia y su posterior robo?
La hija del cardenal Iuliano no era conocida como tal sino como su sobrina, puesto que los cardenales no podían exponerse como religiosos y padres de familia. Pocos en el Vaticano estaban al corriente de los verdaderos lazos que le unían a Anastasia, aunque esta era ya una vieja habladuría que recorría infatigable los pasillos.