Y Dios era uno. Y Dios era tres. Y quien no entendía incluso rehusaba entrar en ese laberinto intrincado e ilógico. Pero esa era la Verdad. A pesar del ego de los hombres, esa era la única Verdad.
Pero ¿Trinidad está escrito en la Biblia? Angelo negó suavemente con su cabeza… No, no estaba. Y entonces ¿cómo se puede llegar a creer? Pero ¿Dios, en su Omnipotencia, está limitado por palabras escritas en lenguaje de hombres? ¿Acaso Dios está contenido solo en las páginas de un libro? ¿No hay más definiciones de Dios fuera de esas páginas? ¿Acaso la naturaleza en sí no es la Palabra de Dios? ¿Una manzana, un árbol, un río… no son testimonios y «evangelios» de Dios? Sí, porque Dios se revela de manera explícita en el lenguaje de los hombres e implícita en el lenguaje natural. ¿Y por qué no revelar entonces su esencia trina de la misma manera, con datos que inunden los textos sagrados y arrojen sutiles evidencias de ella? ¿Acaso se pretendía que Dios dejase escrita la fórmula matemática de Su existencia para los escépticos e incrédulos?
El auténtico delirio sobrevenía al intentar razonar la existencia del Dios Eterno desde la inteligencia. Por tal motivo, los monjes destinaban su vida a abordar el misterio insondable de la Trinidad a través de la contemplación, como Hugo de San Víctor y san Anselmo, quienes se adentraron en los umbrales de la teología natural, o san Buenaventura, o san Alberto Magno, o el mismo santo Tomás, que llevaron la lógica a niveles excelsos solo para poder rozar a Dios con el intelecto.
Pero aun así, el Todopoderoso rompía las celdas de la mente humana, incluso las de las más eruditas. Y todo intento de abordarlo reclamaba saberes profundos y todo intento de demostrarlo terminaba en brumas.
Y el concepto de Dios seguía mareando y atrapando. La razón del hombre retrocedía y luego volvía a avanzar hacia El, acechándolo, y nuevamente, enloquecida, se derrumbaba.
Y Dios es uno. Y Dios es tres.
Y la mente del hombre se colapsa con este pensamiento e, iluminado por Dios, clama desde su ignorancia.
Angelo clavó su vara en la nieve y contempló aquel paisaje blanco.
¿Alguien podría definir qué es el agua?: ¿el agua es agua cuando está en un cántaro?, ¿o es agua cuando es un trozo de hielo?, ¿o cuando escapa en vapores de un caldero?
Como el agua, Dios no está atrapado en la unidad, ni tampoco separado por las distinciones. En Dios se distinguen tres personas, como en el agua los tres estados.
De esta forma, el monje se adentró en el misterio de la esfera mientras comenzaba a convencerse de que contenía algo perfecto, una perfección que haría palidecer incluso su hermosura exterior. Una perfección como la de aquellas aves que arrullaban en las ramas.
Tres y Uno no era un capricho, también era un mensaje. Tres y Uno. Un mensaje que ahora el inquisidor comenzaba a analizar. Pero un pensamiento se le atravesó como una nube negra: la existencia del mal.
Pensó en los brujos, esos hombres que recorrían la tierra sembrándola de cizaña y blasfemias, y reflexionó. No dudó que buscarían la reliquia.
Los esbirros de Satán llegarían. Lo harían en cualquier momento. Por ello desconfió.
Las criaturas de la noche parecían seguir los pasos del monje por el bosque. El dominico detuvo su marcha y miró hacia las bestias ocultas a sus ojos. Le atraía la oscuridad, pues era un inquisidor. Su curiosidad hurgaba en las mentes más retorcidas y viles como cazador y verdugo de demonios. Su voluntad había sido tormento de herejes; había sido más temido incluso que las fieras que aullaban en ese bosque negro de Chamonix.
Angelo desafió la oscuridad y a los lobos, miró con vehemencia la noche y retó a sus criaturas. Estaba convencido. Si venían por la reliquia, el genovés sometería a los brujos, pues no temía al hombre, ni al Diablo, ni a la noche, ni al frío, ni al hambre, ni a las bestias. Solo temía a Dios y a su juicio terrible.
Angelo Demetrio DeGrasso miraba la esfera con desconfianza y fascinación. Seguía nevando en Chamonix un día después en otro atardecer igual de gélido y sombrío, pero en el interior del molino abandonado todo parecía destellar en reflejos dorados. La reliquia estaba apoyada sobre la seda que había constituido su envoltorio original, y aunque percibía el suave perfume femenino que emanaba del paño, la atención del monje recayó en su brillo inmaculado y sus extraños grabados. La esfera reflejaba el rostro del Ángel Negro sobre su convexidad dorada, que aparecía deformado y mostrando su curiosidad ante el jeroglífico.
El inquisidor salió momentáneamente de su concentración y se acercó hasta la ventana, desde donde observó el valle con las sombras difusas de los muros defensivos y el castillo archiducal. Admiró la perfección del manto blanco y la naturaleza congelada por la nevisca, y captó en esa imagen invernal el instante de un cambio, de un ciclo natural que renacería en brotes con la próxima primavera, una imagen que iba de lo muerto a lo vivo, como el curso mismo del pensamiento humano.
Había pasado gran parte de su vida estudiando filosofía de la naturaleza en su convento de Liguria. En todos sus años como inquisidor jamás perdió el interés por los misterios de la Creación: el porqué del mundo, la naturaleza de las cosas, el tiempo y la existencia de la consciencia en el hombre. Su maestro había fomentado el desarrollo de ese don proponiéndole acertijos y debatiendo sobre temas tan abstractos que incluso rayaban en la incoherencia.
Ahora esa esfera le invitaba a pensar, y por ella recordó las advertencias de Piero del Grande, y la existencia del
Codex Terrenus
, una filosofía inmaculada, tan atractiva y excelsa como destructiva.
La frase grabada en la reliquia se repetía en su mente, «una esencia, tres personas», y Angelo regresó al escritorio, se sentó ante la esfera y comenzó a razonar sobre ella con espíritu teológico, igual que un escultor contempla el mármol antes de cincelar.
Su maestro le había hablado poco del tema y había ocultado el misterio del
Codex Terrenus
que portaba el
Necronomicón
. Quizá su asesinato había impedido la transmisión completa de aquel conocimiento, pero los pocos indicios de que disponía le daban pistas firmes para la reflexión. «Los panteones oscuros del conocimiento» era una frase que le repetía su mentor y Angelo pensaba en ella con pavor: el conocimiento del hombre, tarde o temprano, era reemplazado por otro nuevo. Como el brot>e de los árboles y el cambio de las estaciones, las viejas sabidurías eran condenadas al olvido, marchitas y enterradas en la historia. Toda ciencia presente sería asaltada tarde o temprano, inexorablemente, por un nuevo modo de pensar. Así sucedió. Y así sucederá.
Angelo, en aquel momento, tuvo miedo de la esfera.
Ya en la Antigua Grecia hubo un iluminado que destrozó los moldes filosóficos de la época, Sócrates, que había litigado con el mundo helénico y los sofistas sobre la existencia de un Dios único, dudando desde el pulpito de las plazas de la existencia de dioses hambrientos de sacrificios. Pero fue un revolucionario que pagó caro su atrevimiento, y por eso debió beber la cicuta, por defender la idea de un Dios único y abstracto, que bautizó como «el Divino Arquitecto», del que los griegos oían hablar atónitos y horrorizados.
Comenzó la revolución del pensamiento griego y así fue que un discípulo suyo llamado Platón siguió sus enseñanzas y las amplió. Platón enfrentó los mitos con su erudición, tomó la antorcha del conocimiento y la elevó hasta iluminar lentamente las cabezas de los filósofos y gobernantes. Faltaban cuatro siglos para que Cristo naciera y aun así él hablaba de las tríadas divinas, preparando el camino de los cristianos. Sin embargo sus explicaciones tenían las fuerzas de las olas encrespadas pero sus ideas terminaban en brumas. Eran ideas incompletas que necesitaban una piedra angular que llenara el vacío.
Aun así, el pensamiento platónico revolucionó el concepto existente del cosmos, de las cosas materiales y del hombre en la tierra. Los dioses de la Antigua Grecia vieron derrumbarse su hegemonía; Neptuno maldijo a Platón, Marte le condenó y Diana intentó cazarle, pero sus días terminaron en manos de un verdugo infalible: la nueva filosofía.
Platón también tuvo un discípulo, Aristóteles, que a su vez fue preceptor de Alejandro Magno, quien conquistó el mundo conocido hasta lograr que todos hablaran en griego. Gracias a él los ptolomeos propagaron la cultura helénica en Egipto, los seléucidas lo hicieron en Palestina y los judíos terminaron por escribir la Torá en griego y los gobernantes judíos pensaron como macedonios. El encanto duró hasta que llegó la feroz loba del Tíber.
Entonces Roma lo eclipsó todo con su único culto, el culto al dios «tributo».
Una gota transparente de sudor recorrió la sien del inquisidor. Angelo pensaba y la esfera brillaba ante la llama como complacida de que alguien especulara sobre ella. El genovés la tocó y continuó desgranando la historia en el interior de su capucha:
Los Padres de la Iglesia habían sido en su mayoría griegos y platónicos; incluso san Agustín, que era africano, mantuvo la filosofía neoplatónica. Así, la Iglesia apostólica se dotó de las armaduras racionales de los antiguos griegos que, por accidente u obra de la misma Providencia, había permanecido en el judaísmo y en la obsoleta religión imperial de los romanos y de esta forma lentamente se desarrolló en el mundo cristiano la teología monástica, impulsada por los benedictinos y por los monjes orientales; pero aun así la estabilidad del sistema filosófico de la fe no tardó en agitarse.
DeGrasso recordó a santo Tomás. Recordó que el siglo XIII había traído consigo cambios y tensiones. La filosofía aristotélica, olvidada durante siglos, reapareció a través del mundo árabe para abrir el debate en distintas escuelas del pensamiento. Los franciscanos comenzaron releyendo a Aristóteles e intentaron aplicar su método científico a la Revelación: santo Tomás de Aquino abordó íntegramente la propuesta aristotélica dejando de lado la iluminación agustina y la antigua filosofía griega de Platón, convirtiendo el aristotelismo en un instrumento al servicio de la fe e intentando llegar a Dios con su nuevo pensamiento a través de «las cinco vías».
La escolástica fue el resultado; la metafísica, la solución.
Tanto san Anselmo como santo Tomás —uno con Platón y el otro con Aristóteles— intentaron obsesivamente un mismo objetivo: probar la existencia de Dios.
El monje volvió a mirar la esfera.
¿Y si contuviese una nueva filosofía?
¿Y si el
Codex Terrenus
, del que le advirtiese su maestro capuchino, estuviera allí dentro?
¿Y si la leyenda en griego fuera una advertencia?
Alargó la mano dispuesto a destapar la
bullée
y su pulso le traicionó haciéndole vacilar, como si los espíritus de Agustín, Tomás y Anselmo le advirtiesen espantados de un camino incorrecto. ¿Y si el mundo contemporáneo no estaba en condiciones de resistir un
Codex Terrenus
?
¿Y si todo lo conocido cayese por tierra?
¿Y si «los panteones oscuros del conocimiento» reclamasen ahora al cristianismo?
—Dios mío —exclamó pasándose la mano por la frente—. ¿Qué clase de misterio guardas aquí dentro? —Y sus ojos reflejaron el brillo del oro.
El inquisidor recordó el poder de Satanás y sus tentaciones. Recordó al Diablo ofreciendo al hombre la manzana del conocimiento que luego le expulsó del Edén, miró fijamente la reliquia y supo que la ciencia humana ocultaba tras de sí las púas satánicas más afiladas. El hombre, al investigar, se apartaba lentamente de la fe y se entregaba por completo al ateísmo de la razón terrenal.
Tentado, Angelo movió la mano con delicadeza y arrebatado por su sangre mediterránea se dispuso a destapar la esfera.
A la hora del crepúsculo Anastasia volvió a pasear por los jardines como había hecho durante la mañana y como venía haciendo desde que llegara al Vaticano. Su mirada vagaba perdida entre las hojas secas y el espejo de agua, atrapada en la misma fuente y bajo los mismos árboles, en el mismo invierno y sus días evanescentes.
Sus ojos habían cambiado de color a la par que el crepúsculo, del gris profundo al verde esmeralda, pero mantenían aquella mirada sosegada y reflexiva. Había elegido para esa tarde su mejor vestido, de terciopelo escarlata y escote pronunciado, que oprimía y exaltaba su busto entre festones dorados. Se protegía los hombros del frío con una piel de un negro intenso que dejaba desnudo su cuello, del que pendía una gargantilla de ópalos. Tras ella dos monjas la acompañaban en silencio. La hija del cardenal caminaba abstraída en sus pensamientos.
Repentinamente, las religiosas observaron sorprendidas a dos soldados de la Guardia Suiza que se detuvieron a cierta distancia al tiempo que el cardenal Iuliano se acercaba hasta la fuente y ordenaba a las religiosas que se retiraran.
Su padre había llegado y, con él, el manto oscuro de la Inquisición.
—¿Interrumpo? —murmuró.
Anastasia lo miró. Luego mostró una tibia sonrisa mientras le invitaba a acompañarle. Iuliano le tomó la mano y observó junto a ella el espejo grisáceo del agua estancada.
—No te veo a gusto en Roma —susurró él—, ¿hay algo aquí que te perturbe?
—Preferiría estar en Florencia.
—No es la primera vez que vienes a Roma conmigo, no entiendo qué te sucede.
—Jamás pusiste freno a mi libertad —respondió Anastasia.
El cardenal fijó el azul penetrante de sus ojos.
—No te he quitado libertad.
—No necesito una custodia de monjas ni ser observada desde las ventanas. —Hubo un silencio. Vincenzo no contestó y Anastasia preguntó perpleja—: ¿Acaso ya no confías en mí? Entonces déjame ir a Florencia o regresar a Volterra, allí tendré el consuelo de contemplar nuestros muros familiares y no estos que me son ajenos.
—Te quedarás en Roma, conmigo.
—¡Soy tu hija! —Anastasia se soltó con violencia de la mano de su padre—. No quiero que me obligues como a tus súbditos, no quiero que me ordenes como a tus monjes ni que me tortures como a tus herejes. Quiero sentirme una mujer libre… ¡No quiero ser un trofeo de tu hábito de inquisidor!
—No sabes lo que estás diciendo —replicó el cardenal.
—Lo sé bien pues te conozco como nadie. No en vano porque soy tu hija, la que debes esconder de los prelados, la que tiene un pasado innombrable… La que tiene un padre que disfruta del sabor de la muerte.