—¡Completamente! —Boyd acercó su linterna al objeto y señaló una serie de pequeños grabados que apenas podían verse—. No estoy seguro de si este símbolo puede ser traducido, pero encontré una marca idéntica también en el otro.
María pasó el dedo por los grabados triangulares, intentando tantear las sutiles hendiduras en el metal. El grabado en el cilindro era tan poco profundo que apenas podía sentirlo.
—¿Por qué es tan tenue? Casi no se ve.
—No lo sé —admitió—. Puede haberse desgastado con el tiempo, o quizá era el estilo propio de este grabador. Espero que el contenido del tubo nos dé una pista.
—Eso si es que hay algo dentro.
La mirada de Boyd manifestó que aquella idea no le parecía divertida. Como respuesta, le arrebató el artefacto de las manos.
—No tenemos las herramientas adecuadas para abrir esto. Necesito subir para traerlas. Mientras voy, haz algo útil y termina de grabar esta habitación.
—Por supuesto. Lo que usted quiera, señor.
—Bien, pues eso es lo que quiero. —Boyd dio dos pasos más allá de la arcada, luego se detuvo abruptamente—. Y no toques nada mientras no estoy. ¡Sólo graba!
María contempló a su mentor alejarse a paso firme por el corredor, mientras el haz de luz de su linterna iba oscureciéndose más y más a cada paso que daba. Cuando alcanzó el extremo final del pasillo, Boyd tomó hacia arriba, por la estrecha escalera, y desapareció de su vista, dejándola sola en la gigantesca cámara.
Cuando Boyd llegó arriba, se acercó a las criptas con paso más lento, tratando de no chocar con ninguna de las manos que sobresalían de sus nichos. La luz de su linterna bailaba sobre las paredes mientras caminaba, y producía la ilusión de que ios cadáveres se movían. Por un segundo habría jurado que i ino de los dedos se contraía, como si los esqueletos volvieran a la vida. Se detuvo a examinarlo antes de pasar hacia la primera cámara.
Tenía que proteger el cilindro de bronce, eso lo sabía, así que lo colocó bien en su bolsillo más profundo antes de empezar a trepar para atravesar el agujero de la pared. Abrió su caja de herramientas en un estado de gran alteración nerviosa, arrojó a un lado destornilladores y llaves, martillos y clavos, incluso un pequeño juego de picos de montaña, antes de comprender que no tenía idea de lo que estaba buscando.
Estaba allí de pie, dándole vueltas a la cuestión, cuando se dio cuenta de que las paredes de la cueva parecían estar sacudiéndose, como si vibraran bajo el estallido de olas de energía.
¡Uhhhsh! ¡Uhhhsh! ¡Uhhhsh!
Podía sentir las rocas temblando bajo sus pies.
¡Uhhhsh! ¡Uhhhsh! ¡Uhhhsh!
Boyd puso la mano en la pared para intentar determinar la procedencia de los temblores, pero toda la superficie de la roca vibraba a un ritmo constante. Después, apoyó la oreja sobre la Iría superficie de la pared, esperando así poder establecer el origen de la frecuencia, que era muy grave. Pero el sonido parecía disminuir a medida que él se movía hacia los costados de la cueva.
Rápidamente hizo una serie de cálculos, intentando descubrir qué podía causar tal fenómeno. La resonancia, la ondulación, la energía. Al cabo de un momento, comprendió que probablemente se debía a una fuerza exterior. Pero ¿cuál?
A medida que se movía hacia la entrada, notó un cambio drástico de la temperatura. Su cuerpo, que se había acostumbrado al clima del subsuelo, tenía que vérselas ahora con el caliente sol italiano. Su frente se llenó de grandes perlas de sudor, gotas que se volvían lodo a medida que bajaban por su cara cubierta de suciedad y caían al suelo.
Los ojos, que se le habían habituado a la débil luz de los nineles, de pronto le escocieron bajo el sol de la tarde. La radiación era tan intensa que se sorprendió a sí mismo cubriéndose la cara como alguien que sale de una sesión de cine a mediodía. Y peor todavía, el sonido se volvió más intenso y lo obligó a taparse los oídos al mismo tiempo que se protegía los ojos.
—¿Qué es ese estruendo? —gritó por encima del ruido—. ¿Qué demonios puede ser eso?
Ajena a la conmoción que había arriba, María se movía por la espaciosa cámara, grabando los arcones romanos con meticulosidad. Aunque era una tarea sencilla, sabía que su trabajo iba a ser visto por los arqueólogos y académicos más importantes del mundo, una idea que la excitaba mucho. Por supuesto, esa sensación sería poca cosa en comparación con la dicha que sentiría cuando le contase a su padre su reciente éxito. Ese sería el momento más importante de su vida, porque iba a ser la primera vez en la historia que él tendría que admitir que estaba orgulloso de ella. La jodida primera vez.
Y sería a causa de algo por lo que había trabajado, y para lo que se había preparado, algo en lo que había soñado desde que tenía memoria. El primer logro en una carrera que su padre había desalentado desde el primer día. Iba a ser el momento en que su padre, el gran Benito Pelati, tendría que admitir que una mujer era verdaderamente capaz de marcar un hito en el mundo de la arqueología.
Una sonrisa asomó a su rostro, y se dirigió a la esquina trasera de la habitación. Esquivó el arcón más grande mientras hacía un zum sobre una compleja escena de batalla. Varios segundos después vio que una luz roja parpadeaba en la parte posterior de la cámara de vídeo. La batería estaba a punto de agotarse.
—¡Maldición! ¡No puedo creerlo!
María contempló toda la habitación y comprendió que no había modo de que pudiese terminar su trabajo con tan poca batería. Tendría que subir a la cámara superior a coger la de repuesto antes de poder acabar su tarea.
El helicóptero negro sobrevolaba la meseta, zarandeado por un fuerte viento. El piloto luchaba contra las corrientes de aire lo mejor que podía, pero se dio cuenta de que corría peligro de perder el control.
—Déjeme bajarlo, señor. El viento se arremolina contra esa roca. No sé cuánto tiempo más podré dominarlo.
El único pasajero que había en el helicóptero apartó los binoculares de sus ojos, fríos y negros.
—Lo dominarás hasta que yo te diga lo contrario. Tengo dos hombres sobre esa roca, y mi trabajo es cubrirlos desde una posición aérea.
—Bueno, yo también tengo un trabajo que hacer —respondió el piloto—. Y es imposible hacerlo en estas condiciones. ¡Lo voy a bajar ahora mismo!
—Si lo haces, te juro por Dios que me las pagarás. —La intensidad de su mirada demostraba que hablaba en serio. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir con su misión. Cualquier cosa. Había demasiado en juego—. Dame cinco minutos más, y todo esto habrá terminado.
L
os autobuses pasaban a toda velocidad de camino hacia la puerta principal de la Ciudad Sagrada. Gente con cámaras, y niños revoltosos pasaban por delante de su banco, ignorando por completo quién era él o por qué estaba allí. Lo único que les interesaba era la plaza de San Pedro y la Capilla Sixtina, y todos los objetos gloriosos del museo del Vaticano, y no se fijaban en el viejo vestido con un traje caro ni en los dos guardaespaldas que estaban quietos, detrás de él.
Claro que ésa era la razón por la que le gustaba ir allí, obtenía una perversa diversión al contemplar a tanta gente soltando su dinero, ganado con tanto esfuerzo, en guías de viaje y
tours
privados. Mientras tanto él se sentaba en su banco, sabiendo que la enorme mayoría de los tesoros del Vaticano descansaban escondidos bajo las calles por las que la gente caminaba, resguardados en bóvedas herméticas que hacían que Fort Knox pareciera una guardería. Sonrió, pensando que ninguno de ellos, sin importar quiénes fueran o cuánto dinero tuvieran, vería nunca los tesoros que él veía cada día. El contenido del Archivio Segreto Vaticano. Los Archivos Secretos del Vaticano.
El título oficial de Benito Pelati era el de ministro de Antigüedades, un empleo que había conservado durante más de tres décadas. Extraoficialmente, era conocido por toda Italia como el padrino de la arqueología, porque había hecho voto de proteger cualquier reliquia encontrada en suelo italiano, incluso si eso significaba tener que transgredir algunas leyes. Algunos críticos lo despreciaban por sus dudosos métodos, especialmente durante los primeros años, cuando comenzaba a forjarse su reputación de hombre violento. Pero el Vaticano nunca lo hizo. Sabían que un hombre de su talento era irreemplazable. No sólo por sus conocimientos académicos, sino también por su disposición a hacer lo que fuera necesario para obtener resultados.
Cualquier organización, incluso una tan mojigata como la Iglesia, puede servirse de hombres así.
Pese a todo, al principio fue su pericia en el mundo del arte, y no su brutalidad, la que le dio renombre. El cardenal Pietro Bandolfo, el anterior director del Supremo Concilio Vaticano, era amigo de infancia de Benito y su mayor aliado. Bandolfo entendía la política mejor que sus compañeros cardenales y le aseguró al Vaticano que la única manera de proteger su posición en el mundo moderno era estrechar lazos con Benito, alguien formado fuera de la Iglesia, que podía actualizar su anticuado sistema y que no estaba obstaculizado por la ley papal. Finalmente, el Vaticano accedió, y Benito fue contratado para modernizar sus procedimientos.
Su primer proyecto fue organizar su más valiosa posesión: los Archivos Secretos.
Benito acarició su pelo gris, peinado hacia atrás, y recordó el primer día en que lo llevaron a las bóvedas. Qué honor. Menos de treinta hombres conocían algo del contenido de las colecciones del Vaticano: los conservadores, los miembros
sénior
de la Sagrada Congregación de Cardenales, y la Curia. Todos ellos eran católicos devotos que habían dedicado sus vidas a Dios, y formaban parte de la Iglesia. Pero Benito no. El era el primer hombre ajeno a la institución a quien se daba acceso ilimitado a las bóvedas. Y la experiencia lo estremeció. Nunca antes había visto tantas cosas bellas en un mismo lugar. Pinturas, estatuas y tesoros llenaban habitación tras habitación, además de los más de sesenta kilómetros de estanterías que no sólo contenían documentos escritos: había tantos rollos de papel, pergaminos y tablillas de piedra como los que el ojo alcanzaba a ver.
Desgraciadamente, una vez que se acostumbró a tanta belleza y comenzó a pensar en su trabajo, se dio cuenta de que el sistema de clasificación de los Archivos era un desastre. Los ordenadores todavía quedaban muy lejos en el horizonte de prioridades del Vaticano, así que todo lo que había en las bóvedas había sido registrado en fichas parecidas a las de las bibliotecas públicas. Fichas que podían moverse de sitio, perderse o ser robadas. Y a esa confusión había que añadir la aportada por los propios conservadores. A lo largo de los siglos, los hombres encargados de los Archivos habían tenido diversas preferencias a la hora de almacenar datos. Algunos registraban los objetos según el año, otros por países, otros por tema. Y uno de ellos había utilizado incluso un sistema que Benito ni siquiera podía interpretar. Todo aquello era muy sorprendente. Estaba contemplando la colección más valiosa del mundo, y ésta estaba por completo desordenada.
Sin embargo, estaba encantado con el caos. No sólo porque tendría el honor de colocar todo donde le pareciera, sino porque comprendió que si los propios conservadores no sabían lo que tenían en las bóvedas, entonces tampoco lo sabía el Vaticano. Y si ése era el caso, no había manera de saber lo que se podía encontrar a medida que se penetrara más profundamente en los intestinos de la Iglesia.
El primer día de trabajo, obtuvo un pase para contemplar el tesoro más buscado de todos los tiempos.
Era una oportunidad que iba a cambiar su vida para siempre.
Dante era uno de los mejores asistentes de Benito Pelati, un discípulo correctísimo que hacía lo que hiciese falta para complacer al viejo. Llegaba puntual y saludaba a Benito con un beso en cada mejilla. No había palabras ni intercambio de bromas. Era una reunión de trabajo, no un evento social. Dejarían la charla para otro día, si es que ese día llegaba alguna vez.
Dante era mucho más alto que Benito y tenía la mitad de años. Aun así, los rasgos de ambos eran similares, especialmente la forma en que sus narices bajaban desde sus ojos hundidos. Los romanos llamaban a esa característica
la mirada del emperador
, pero Dante no prestaba atención a su cara, ni a su ropa, ni al aspecto de su coche. No le importaban nada esas cosas porque lo único que le interesaba era su trabajo. Era una adicción que gobernaba su vida.
Los minutos pasaban y Dante estaba allí sentado, quieto, esperando pacientemente a que Benito hablara, porque así era como se hacía en el Viejo País. El viejo había convocado la reunión, así que él controlaba sus impulsos, como cada vez que los dos se reunían. Algún día, Benito moriría, y Dante escalaría en la organización. Pero hasta entonces, Dante se sentaría allí como un perro fiel, observando a la gente que pululaba frente a ellos en el ajetreo de la calle. Esperando ser informado.
De pronto, el viejo dijo:
—Ha sido un mal día para la Iglesia.
Dante permaneció en silencio. Sabía que los detalles irían llegando en estallidos breves, cada frase bien medida antes de salir de la boca del viejo. Como si Benito no supiera cómo hablar con él.
—Un sacerdote ha sido hallado crucificado… Es una advertencia… El Concilio necesita nuestra ayuda.
En la jerarquía de poder del Vaticano, el Concilio Supremo era el segundo mandatario, después del Santo Padre. Por lo menos sobre el papel. En realidad, los siete cardenales que fundaron el Concilio —liderados por el cardenal Vercelli, el hombre que sustituyó al cardenal Bandolfo cuando murió, hacía menos de un año— eran los hombres más poderosos de la Iglesia católica. Ellos decidían lo que el papa sabía y lo que no, protegiendo el trono papal de las cuestiones burocráticas.
Para decirlo de manera sencilla, su trabajo consistía en mantener al papa bien limpio mientras ellos tomaban las decisiones difíciles de puertas adentro. El tipo de decisiones que podían ensuciar al papado y a la Iglesia.
Y cuando estas cuestiones surgían, habitualmente Benito Pelati era la solución.
Por fin, después de varios segundos más de silencio, Benito miró a Dante.
—Necesito que vayas a Viena… Hay una excavación que hay que vigilar… Algo bastante importante.