Para verificar la información, Jones descargó una fotografía de Boyd de la agencia de noticias local y la mandó a Randy Raskin al Pentágono, con un mensaje que decía: «¿Se puede beber con Chuck?».
Esa era la manera codificada de averiguar si Boyd estaba considerado como una amenaza por el gobierno de Estados Unidos. Si Jones hubiera querido saber si Boyd tenía acceso a información secreta, hubiera preguntado si se podía comer con Boyd. Si la respuesta de Raskin decía algo sobre un «menú de un plato» entonces era que Boyd tenía acceso a documentos de primer nivel. Un «menú de dos platos» se refería a un segundo nivel, y así sucesivamente. Pero a Jones no le importaba eso. No estaba buscando compartir secretos con el tipo, simplemente quería saber si Boyd mantenía buenas relaciones con la agencia.
Jones también quería saber por qué Raskin no le habló de las misiones de Boyd para la CIA cuando Payne lo llamó desde Milán. No tenía ningún sentido.
Mientras esperaba la respuesta de Raskin, Jones se ocupó de María Pelati y encontró todo lo que quería saber sobre ella. Nació en Roma, se cambió de escuela y se fue a Inglaterra antes de comenzar la adolescencia, y después se matriculó en Dover, donde había estado estudiando los últimos diez años. Los documentos de la Interpol demostraban que raramente salía de Gran Bretaña, ni siquiera en época de vacaciones, lo que indicaba que la relación con su padre era tensa.
La única visita larga que había hecho a Italia durante la última década era la que había llevado a cabo recientemente, hacía dos semanas, volando desde Londres hasta Roma junto con el doctor Boyd. Desde ahí, Jones fue capaz de rastrear sus paraderos por los alrededores de Orvieto siguiendo el hilo del dinero. Una cuenta de hotel aquí, una compra en una tienda allá (siempre dentro de sus posibilidades) y absolutamente nada que sugiriera que eran unos cazadores de tesoros a la espera del gran día de la paga.
Mientras Jones continuaba su investigación, el ordenador le avisó de que Raskin había contestado su correo electrónico. Abrió el mensaje con un click del ratón. Decía:
Puedes beber, amigo, pero no en público. Seguratas extranjeros te pedirían identificación.
A
l principio, Payne pensó que el doctor Boyd bromeaba cuando le pidió que abandonara la habitación de la Colección Romana para dejarle más espacio. Pero vio que iba en serio cuando empezó a hablar sobre la claustrofobia y a protestar de que no había suficiente aire para respirar con toda aquella gente alrededor de la mesa. Payne se quedó pasmado. Después de darle vueltas y más vueltas, se dio cuenta de que Boyd tenía razón: Payne era un negado para la investigación. No sabía latín ni sabía buscar manuscritos antiguos. Y tampoco sabía utilizar el ordenador con la habilidad de Jones. De hecho, cuando se percató de todo eso, supo que no podía hacer más que vigilar la puerta e ir a por sándwiches de jamón york cada vez que tuvieran hambre.
Se convirtió en una especie de mezcla de camarero y policía de alquiler.
Finalmente, Payne decidió no montar una escena y le preguntó a Ulster si podía usar su oficina para trabajar en un proyecto suyo. Ulster se rió y le dijo que se sirviera él mismo, lo que probablemente fue un error, porque Payne estaba a punto de tomar las huellas digitales a dos sospechosos que ni siquiera se encontraban ahí, utilizando las muestras que se llevó de Milán.
El proceso era bastante sencillo. Se presionan los dedos sobre tinta, y después se hacen rodar sobre un papel. Parecido a pintar con las manos, como hacen los niños de parvulario. Sólo que, en ese caso, Payne estaba utilizando los dedos de otras personas.
Cuando Payne terminó, los colocó dentro de una bolsa marrón de papel que decía
NO ME COMAS
y los metió en la nevera de Ulster. Después mandó por fax las huellas digitales a Randy Raskin, pensando que si alguien podía comprobar quiénes eran Manzak y Buckner, sería él. Payne incluyó una pequeña nota en la que le pedía que mandara los resultados al ordenador de Jones lo antes posible.
Cuando terminó, Payne ya no tenía nada que hacer. Entonces decidió explorar los Archivos. Caminó de arriba abajo por los pasillos mirándolo todo: las pinturas, las estatuas y todas las vitrinas. Lo que más le gustó fue una serie de fotografías en blanco y negro tomadas por el abuelo de Ulster en la Viena de 1930. La mayoría de ellas mostraban lugares que Payne no conocía, pero la última, una fotografía de los caballos de Lipizzaner, le robó al momento el corazón.
Cuando era niño, sus padres le tomaban el pelo diciéndole que aquellos caballos blancos que salían por la televisión eran unicornios que habían perdido sus cuernos. Payne se lo creía, puesto que nunca, en toda su vida, había visto un espectáculo más mágico y maravilloso. Los caballos entraban en el Salón Imperial de Equitación, en el Hofburg, al sonido de los violines de la
Suite de L'Arlésienne
de Bizet, después se deslizaban, desafiando la gravedad, con una serie de piruetas, saltos e inclinaciones que simulaban un saludo. Entonces descubrió que los animales podían bailar y girar.
Descolgó la fotografía de la pared y deslizó los dedos por encima de la descolorida imagen. Todos los caballos de la foto habían muerto hacía décadas, incluso antes de que Payne naciera, pero gracias al extraordinario cuidado que les brindaban, cada Lipizzaner estaba marcado con unas manchas particulares que indicaban su ya histórico linaje, por lo que resultaba fascinante el parecido que tenían con aquellos que vio de pequeño. Los mismos cuellos largos y las mismas extremidades poderosas, espaldas musculadas y articulaciones bien formadas, crines espesas y extraordinarios ojos cristalinos.
—¿Sabes que les salvaste la vida? —comentó alguien por el pasillo—. ¡Sí, sí, es verdad!
Perplejo, Payne miró al viejo que caminaba con dificultad hacia él. Su nombre era Franz, y era el empleado de confianza de Ulster.
—¿Qué es lo que acaba de decir?
—¿Eres americano, no? Pues sí, que tú rescataste a los caballos.
—¿Yo lo hice? ¿Y cómo diablos hice eso?
Una sonrisa se dibujó en el arrugado rostro de Franz.
—¡No tú! Los hombres de tu país. ¡Sí, sí!, ellos arriesgaron sus vidas para salvar las de los caballos.
Payne no tenía ni idea de lo que el hombre estaba diciendo, y le pidió que se lo explicara.
—Allá por el año 1945, Viena estaba siendo bombardeada por los aliados. El coronel Podhajsky, el responsable de la Escuela de Equitación, temía por sus caballos, y no sólo por las bombas, sino también por los refugiados hambrientos que registraban la ciudad en busca de carne.
—¿Ha dicho usted carne?
—Sí —le contestó, y la sonrisa desapareció de su rostro—. Con Viena en peligro, el coronel pasó a sus caballos de contrabando miles de kilómetros al norte de San Martín. Luego, como el destino había dispuesto, se cruzó con un viejo amigo que pudo ayudarle a proteger los caballos. ¿Sabes quién era?
Payne jamás había oído hablar de Podhajsky, de manera que no tenía ni idea:
—Me rindo, ¿quién?
—El general americano George S. Patton.
—¿En serio? ¿Y cómo es que lo conocía?
Franz se rió con placer:
—¿Puedes creer que se conocieron en las Olimpiadas de 1912? ¡Sí, sí, es verdad! Ambos compitieron en el pentatlón de los Juegos de Estocolmo.
—¿Patton fue olímpico? Eso no lo sabía.
—Y eso no es nada. Espera a que te cuente lo que pasó después. Para convencer a Patton de que los caballos merecían ser salvados, el coronel celebró un espectáculo Lipizzaner allí mismo, en el campo de batalla. ¿Puedes imaginar el espectáculo? ¡Caballos danzando en mitad de la guerra! —Franz se rió tan fuerte que casi lastimó los oídos de Payne—. El general quedó tan impresionado que los puso bajo protección oficial del ejército de Estados Unidos hasta que Viena fuera declarada una plaza segura para regresar.
Payne sonrió mirando la fotografía.
—Supongo que mis padres tenían razón. Sí, eran mágicos.
—¿Mmm? ¿Qué has dicho?
—Nada —le mintió un poco apenado—. Por curiosidad, ¿puede prestarme esta foto sólo unos minutos? Tengo un amigo allá arriba que siempre trata de impresionarme, y dudo que conozca esa historia. ¿Se molestará Petr si la llevo conmigo arriba?
—¡Petr! —refunfuñó Franz—. Me alegro de que lo hayas mencionado, porque me había olvidado de decírtelo. Petr me mandó a buscarte. Quiere que vayas arriba inmediatamente. Tus amigos quieren hablar contigo.
Excitado por la noticia, Payne se lo agradeció a Franz y se apresuró a subir con la fotografía. Pero cuando entró en la habitación, en seguida se dio cuenta de que tendría que dejar su historia para después, porque al ver la cara de todos, supo que algo malo había pasado.
La piel del doctor Boyd estaba más pálida de lo normal, de manera que las bolsas de sus ojos parecían las de un jugador de fútbol americano cuando se las ha pintado de negro. María estaba sentada a su izquierda, con la cabeza enterrada en la mesa, sobre sus brazos cruzados. Y los labios de Ulster, que parecían poseer una sonrisa perpetua desde que habían llegado, también aparecían fruncidos, aunque era difícil de asegurar por culpa de todo aquel matorral al que llamaba barba. Jones fue la última persona a la que Payne vio, ya que estaba sentado en una esquina lejana de la habitación, pero era su mirada la que le decía a Payne todo lo que necesitaba saber.
De alguna manera, su misión había sufrido un grave contratiempo. Sólo que todavía no podía saber cuál.
Como Ulster era quien le había mandado llamar, Payne se dirigió a él:
—Franz me ha dicho que querías verme. ¿Acaso pasa algo?
—Hablando metafóricamente, diría que hemos tropezado con un iceberg. —Señaló el manuscrito que permanecía sobre la mesa, delante de él—. Este es uno de los documentos de la colección de mi abuelo. Fue mandado a Tiberio por un centurión herido después de una guerra en Britania. Si lo miras detenidamente, verás la señal que dejó el soldado, pues su sangre manchó el papiro mientras escribía el mensaje.
Payne vio la mancha, pero tenía poco interés en un plasma de hacía dos mil años.
—¿Y qué decía?
—Le pedía perdón por escribirle, lo cual era impensable según el protocolo de un centurión, luego informaba a Tiberio de que la hostil tribu de Siluria había atacado a su unidad mientras dormían, masacrando a cientos de romanos durante la noche.
—¿Y eso es importante?
—No por sí mismo, pero lo que sigue sí. Verás, el soldado menciona que el general Pació es una de las primeras víctimas de la emboscada, que lo apuñalaron en el corazón mientras dormía.
—Y eso es malo, ¿no?
—¿Malo? —gruñó Boyd desde un extremo de la sala—. ¡Es jodidamente horrible! Si Pació fue asesinado, obviamente no se hizo cargo de la conspiración en contra de Cristo, o ¿tú que crees?
—Creo que no, aunque no entiendo por qué es tan horrible. ¿Acaso no han limpiado así el nombre de Cristo? Como cristiano, supongo que debe de estar contento. Y tú también, María, ¿no?
Ella se estremeció al oír mencionar su nombre, sorprendida de que a un hombre le interesara su opinión:
—Me gustaría que así fuera. Pero lo único que hemos podido aclarar es la desaparición de Pació. Después de todos es tos años, ya sabemos por qué no aparecía glorificado en los libros de historia romana. Murió sin dignidad, asesinado mientras dormía en el campo de batalla.
—Pero ¿eso no es positivo? Quiero decir, ¿eso no hará que termine la especulación sobre Jesús?
María negó con la cabeza.
—Ahora que Pació ya no es sospechoso, no tenemos ni idea de quién fue el que ayudó a Tiberio.
—Pero ahí es a donde quería llegar. ¿Por qué dais por sentado que pidió ayuda a alguien? ¿Por qué estáis tan seguros de que continuó con su plan contra Cristo?
Ella respondió:
—Porque el material gráfico de las Catacumbas nos informa sobre muchas cosas. ¿Recuerdas las esculturas que ilustraban la crucifixión de Cristo? La figura de la piedra angular se burla de Cristo, de hecho se burla de su muerte. ¿Por qué estaría allí, en una bóveda que Tiberio mandó construir, si el plan no hubiera funcionado? Las esculturas son históricamente precisas, de manera que es obvio que fueron esculpidas después de la crucifixión de Cristo. Sólo así se pudieron representar tan bien los detalles.
Por fin la bombilla se le encendió en el cerebro a Payne:
—¡Oh!, ahora entiendo. Verás, ya había interpretado el material gráfico de forma diferente a ti. Quieres decir que Tiberio estaba tan emocionado con el resultado que decidió honrar a su cómplice tallando su rostro en piedra, para que quedase constancia de su excelente trabajo.
—Exacto. Sólo que no sabemos quién ayudó a Tiberio o qué hizo para convencer a todo mundo de que Jesús era el Mesías. De acuerdo con el manuscrito, Tiberio quería escenificar algo realmente asombroso que hiciera que la gente siguiera hablando del asunto con el paso de los años. Pero no sabemos de qué se trataba.
—¿No lo sabéis?
—No —le aseguró María—. Si lo supiéramos, tendríamos algo que buscar. Pero en este momento no sabemos dónde hacerlo. La muerte de Pació nos ha dejado sin viento en las velas.
Payne se inclinó hacia atrás asombrado. ¿Cómo es que cuatro de las personas más inteligentes que había conocido no veían algo tan obvio?
—No quiero pasar por encima de nadie, pero creo que puedo ayudaros.
—¿Sí? —dijo ella con un tono de suficiencia—. ¿Y cómo podrías?
—Explicándoos cómo los romanos lograron asombrar a Jerusalén.
—Jon —susurró Jones—, no es un buen momento para gastar bromas.
—¿Quién está bromeando? La verdad es que tengo una teoría sobre Tiberio. De hecho, estoy muy sorprendido de que todavía no lo hayáis descifrado. De hecho, es bastante obvio.
—¿Obvio? —gruñó Boyd—. Llevamos pensando en esto desde hace días, investigando día y noche, tratando de comprenderlo, ¿y tú te burlas de nosotros diciendo que es obvio?
—Un segundo. No estaba tratando de insultarlos. La verdad es que, en ocasiones, cuando las personas están muy metidas en sus cosas pierden de vista lo obvio. Yo creo que eso es lo que está pasando aquí, porque estoy seguro de que los romanos sí engañaron a las masas. ¿Os habéis dado cuenta de que he dicho que yo había interpretado el arco de manera diferente que vosotros? Bueno, si no os importa, me gustaría demostraros mi teoría. Creo que puede ser la clave de todo esto.