—Esto es asombroso —dijo él sin aliento—. ¡Sencillamente asombroso!
María corrió tras él y enfocó la cámara sobre una de las tumbas anónimas. Esperaba obtener una vista mejor del largo pasadizo, pero era demasiado estrecho como para que ella pasara delante de Boyd, no tenía más de noventa centímetros de pared a pared.
—Dime, María, ¿qué ves?
—Veo muertos —se rió.
Pero a Boyd se le escapó su referencia a
El sexto sentido
.
—Yo también. ¿No te parece raro?
—¿Qué quiere decir?
—¿Cómo es posible que veamos los cuerpos? Tradicional-mente, la mayoría de los
loculi
se sellaban con baldosas y argamasa después de que los muertos eran colocados dentro. Otros se cubrían con una losa de mármol. Pero nunca había visto esto. ¿Por qué dejarían los cuerpos expuestos?
Ella se quedó pensativa, recordando las Catacumbas de San Calixto en Roma. Construidas por los cristianos a mediados del siglo segundo, abarcaban una área de treinta y seis hectáreas, con cuatro niveles y más de treinta kilómetros cuadrados de galerías.
Cuando ella tenía diez años, visitó las ruinas en un viaje escolar, una experiencia que le gustó tanto que volvió a casa apresurada y les dijo a sus padres que quería ser arqueóloga. Su madre sonrió y le dijo que podría ser lo que quisiese siempre y cuando se esforzara. Pero esa respuesta no concordó con la de su padre. Cuando él dejó de reír, miró a María fijamente a los ojos y le dijo, con mucha seriedad, que abandonara sus sueños y se concentrara en encontrar marido.
Fue un momento que ella nunca olvidaría. Ni perdonaría.
—Corríjame si me equivoco —dijo ella—, pero ¿las tumbas cristianas de San Calixto no están también al descubierto? Recuerdo haber visto muchos huecos en las paredes.
—Viste huecos, pero no cuerpos. Los primeros cristianos tenían por costumbre envolver a sus muertos en una mortaja antes de sellarlos dentro de los
loculi
. Los huecos a los que te refieres fueron abiertos a la fuerza por los saqueadores y los curiosos. Pero aquí ése no es el caso. Si te fijas en…
Boyd se detuvo a mitad de la frase y su atención se centró en el fondo del pasadizo. Había algo que no encajaba. El corredor se extendía hacia la oscuridad, serpenteando a través de la piedra como una culebra negra. Intentó ver el final del pasillo pero no pudo. Unas sombras bailaban a su alrededor, producidas por manos humanas que sobresalían de sus tumbas como si intentaran alcanzar la luz que él llevaba en la mano, como si su presencia hubiese agitado de algún modo su tranquilo sueño de siglos. En un momento de pánico, retrocedió hasta toparse con una de las manos extendidas y sintió unos dedos helados en la parte posterior de su pierna. El terror brotó de sus labios en un grito ahogado, seguido rápidamente por un chillido de María.
—¡¿Qué ha pasado?! —preguntó ella—. ¿Qué sucede? ¿Ha visto algo?
Boyd respiró hondo y se rió, completamente avergonzado.
—Lo siento tanto… Sólo me he asustado a mí mismo, como un tonto. —La cara se le puso roja—. No quería inquietarte. De verdad no quería. Es sólo que soy asustadizo. Nada más… Me he topado con una mano y eso me ha sobresaltado.
—¿Una mano? ¿Se ha topado con una mano? ¡Por Dios,
professore
! Casi me da un infarto.
—Créeme, conozco la sensación. Casi me da uno a mí también.
María se puso la mano sobre el pecho y cerró los ojos. Su corazón parecía un taladro rebotando contra la caja torácica. Inspiró hondo, intentando controlar la adrenalina.
—¿Está seguro de que está bien?
Él asintió tímidamente.
—Sí, querida, lo juro.
—Vamos. Necesito quemar toda esta energía.
Anduvieron juntos durante un rato, dejando atrás una tumba tras otra, sin detenerse nunca a examinar los cadáveres. Todavía estaban demasiado asustados como para eso. Treinta metros más tarde, el pasillo se dividía en dos. El camino de la izquierda conducía a una escalera que describía una suave curva hacia abajo, hacia la oscuridad. El corredor a la derecha continuaba hacia delante, flanqueado por otros cientos de cadáveres. Boyd se volvió hacia María.
—La dama escoge.
—Vamos abajo. Me han dicho que hay una maravillosa tienda de regalos en el sótano.
El asintió, y comenzó a bajar los peldaños. No tenían más de quince centímetros de profundidad —perfectos para los pies de antaño, pero pequeños para los viajeros modernos—, lo que obligaba a Boyd a descender de lado. Para equilibrarse, utilizaba las piedras que sobresalían de la pared como pasamanos.
A mitad de camino, se detuvo y se volvió hacia la cámara de vídeo.
—Creo que ahora estamos bajo el pasillo de arriba, más de seis metros por debajo. Qué logro más increíble, haber cavado tal cantidad de roca y mantenerla oculta del mundo exterior. ¡Sencillamente notable!
—¿Usted cree que el imperio construyó esta escalera, o que fue hecha en la Edad Media?
Él hizo una pausa, mientras lo observaba todo —el techo abovedado, los altos arcos, los colores, los olores, los sonidos— antes de responder.
—Yo diría que el imperio. La poca profundidad de los peldaños es la primera pista, otra es el diseño sencillo. Es muy típico de los antiguos.
Boyd continuó hacia adelante con paso metódico. Normalmente, habría bajado zumbando, a toda velocidad, pero el calor de la cámara exterior había minado su fuerza. Si a eso sumaba la falta de comida y de sueño, tenía suerte de mantenerse en pie.
—¿
Professore
? ¿Qué cree que hay ahí abajo?
Iba a responder cuando el pasillo se hizo visible, extendiéndose delante de él como un arroyo. No había criptas, ni tumbas, ni puertas. Sólo un corredor vacío que llegaba hasta donde alcanzaba su vista.
—Es extraño —murmuró—. Siento como si aquí estuviéramos en un mundo diferente.
—Parece que haya sido decorado por los Amish.
Boyd ignoró su comentario y caminó por el pasillo buscando pistas. Ciento cincuenta metros más adelante, divisó una placa de piedra en la pared izquierda. Su color era del mismo marrón oscuro que el resto del pasillo, pero la superficie era notablemente diferente. Sin decir una palabra, Boyd se apresuró hasta llegar a ella y, de inmediato, colocó las manos sobre la fría superficie. Entonces, como un ciego leyendo, deslizó los dedos por encima, tanteando las pequeñas hendiduras con suaves, tiernas caricias.
María estaba de pie detrás de él, desorientada por su extraño comportamiento. Quería preguntarle qué demonios estaba pasando, por qué estaba actuando de manera todavía más rara que la habitual, pero sólo le hizo falta una mirada para conocer la respuesta. Un vistazo a su expresión y todo cobró sentido.
Su mentor, el único hombre en quien realmente confiaba y creía, le estaba ocultando algo.
D
e camino hacia la costa, que quedaba detrás del castillo, Nick Dial comprendió que la policía danesa nunca resolvería el caso. A menos, por supuesto, que hubiera un testigo que él no conociera o una cámara de seguridad que inadvertidamente hubiese grabado el crimen. De otro modo, era evidente que los métodos de los policías eran demasiado descuidados como para pillar a nadie. No solamente habían movido el cuerpo, sino que además habían hecho muy poco para preservar la escena del crimen.
En un mundo perfecto, habrían acordonado toda el área con mamparas para mantener fuera a la gente y cortar las ráfagas de viento que soplaban desde el estrecho. En lugar de ello, los oficiales deambulaban por la playa como si estuviesen de vacaciones, levantando arena e ignorando escandalosamente las reglas básicas de conservación de pruebas.
—Disculpe, ¿es usted el señor Dial?
Dial se volvió y vio a una mujer bien vestida que se dirigía hacia él. Ella sacó su placa y la sostuvo en alto para que él pudiera estudiarla.
—Sí, soy Dial —contestó finalmente.
—Yo soy Annette Nielson, de la ONC de Copenhague. Soy la agente que llamó para dar el primer informe esta mañana.
Dial le estrechó la mano y sonrió, algo sorprendido de que la oficina local hubiese enviado a una mujer para hacerse cargo de un caso tan importante. No es que él tuviera nada en contra de las mujeres investigadoras, en absoluto, pero sabía que la mayoría de los dirigentes de Interpol eran mucho menos progresistas que él.
—Es un placer conocerla, Annette. Por favor llámeme Nick.
Ella sacó su cuaderno de notas.
—Estoy tan contenta de que esté aquí. He estado intentando conseguir que el jefe local hable conmigo, pero no deja de poner excusas.
«Normal», pensó él.
—¿Qué puede decirme sobre la víctima?
—Varón caucásico, treinta y tantos, sin tatuajes ni
piercings
. La muerte se ha producido en algún momento de esta mañana, probablemente hacia el amanecer. Heridas punzantes en manos, pies y caja torácica. Graves daños en el rostro y la boca. Todo conduce a pensar que fue golpeado para someterlo.
—¿Sabemos el nombre?
Ella se encogió de hombros.
—Los locales le tomaron las huellas, pero no sé si ya tienen los resultados.
—¿Lugar de acceso?
—La mejor hipótesis es la playa. La parte delantera del castillo está bien iluminada y custodiada. También el interior. Desgraciadamente, para cuando yo llegué, los policías locales ya habían tapado todas las huellas de pisadas con las suyas.
—¿Número de atacantes?
—Varios. La cruz es demasiado pesada para uno solo.
—¿Algo más?
—Dejaron una nota.
—¿Dejaron qué? Enséñemela.
Ella lo llevó hasta la cruz, que estaba en el césped, cerca del borde de la arena. El cuerpo no estaba a la vista.
—La nota estaba pintada en una tabla de nogal y fijada al extremo superior de la cruz con un clavo largo, vertical.
Dial leyó el mensaje en voz alta. «EN EL NOMBRE DEL PADRE».
Se arrodilló cerca del letrero para mirarlo de cerca. Las letras eran de doce centímetros de alto y estaban pintadas a mano, en rojo, y con mucha pulcritud. Como si el asesino hubiese recibido clases de caligrafía en su tiempo libre, antes del curso avanzado de talla en madera.
—Supongo que esto no es sangre.
—Pintura roja. Estamos rastreando el tono y el fabricante. ¿Quién sabe? Podríamos descubrir el bote en un basurero cercano.
—Lo dudo. Este letrero no lo pintaron aquí. Lo trajeron con ellos.
—¿Por qué lo dice?
Dial acercó la nariz a la tabla y olfateó.
—Por tres razones. Una, el cartel está seco, si lo hubiesen pintado esta mañana todavía estaría fresco. Hay demasiada humedad en la costa como para que algo se seque deprisa. Dos, si lo hubiesen pintado aquí habría estado hecho un desastre. El viento que sopla en la playa habría provocado que la arena se pegara a la pintura como un imán. De ningún modo lo hicieron aquí. Está demasiado limpio.
—¿Y tres?
Se incorporó e hizo una mueca de disgusto, sabía que aquélla era la primera de una serie de víctimas que se irían sucediendo:
—El letrero es sólo la guinda del pastel. La manera que tienen los asesinos de burlarse de nosotros. Su verdadera obra de arte es la víctima, el modo cómo lo mataron. Tenemos que concentrarnos en eso.
Detrás de Dial se oyó un aplauso, seguido de una expresión burlona:
—¡Bravo!
Dial respiró hondo y se volvió. Estaba seguro de que se trataba del jefe de la policía local, porque había trabajado con idiotas como él muchas veces antes, y siempre era lo mismo. Se burlaban porque era alguien importante de la Interpol que se entrometía en lo que ellos llamaban «su terreno». Después, cuando ya se habían desahogado, Dial llamaba por teléfono a su supervisor inmediato y entonces tenían que lamerle el culo por lo general en una ceremonia muy pública y ponerse a su disposición durante el resto de la semana.
Pero hoy Dial no estaba de humor. No para un mierdecilla que no sabía cómo manejar una escena donde se había cometido un crimen. Así que, en lugar de dejarlo hablar, cargó contra él como un rinoceronte furioso.
—¿Dónde mierda ha estado? Lo he estado buscando durante la última media hora, pero al parecer estaba demasiado asustado como para aparecer por aquí.
—¿Disculpe?
Dial sacó su placa y la acercó a la cara redonda e hinchada del tipo.
—Si usted es la persona responsable, entonces es el tipo que ha estado evitándome.
—Nadie me ha dicho que…
—¿Qué? ¿Que la Interpol estaba involucrada en este caso? Me parece difícil de creer, dado que la agente Nielson ha estado aquí toda la mañana. Según ella, sus hombres han sido todo menos útiles.
El jefe miró a Nielson y luego otra vez a Dial, intentando pensar en algo inteligente que decir. Pero Dial no quiso darle esa oportunidad. Ya había escuchado antes todas las excusas y no iba a escucharlas otra vez. El tiempo era demasiado valioso en un caso como aquél.
—Ahórrese lo de la mierda esa de la jurisdicción. Trajeron a la víctima por el estrecho, y la mitad de esa agua pertenece a Suecia, lo que significa que éste es un caso internacional. Internacional significa Interpol, e Interpol significa yo. ¿Lo ha entendido? ¡Yo! Eso quiere decir que usted tiene que mover el culo y decirme todo lo que necesito saber, o le juro por Dios que llamaré a todos los periodistas de Europa y les diré que usted es el motivo por el que este caso todavía no se ha resuelto.
El hombre parpadeó algunas veces, paralizado. Como si nunca le hubiese tocado estar de ese lado de la jerarquía.
—Ah, sí —añadió Dial—, una cosa más. Cuando haya subido a mi avión y me haya ido de este país olvidado de Dios, espero que usted y su gente traten a la agente Nielson con el máximo respeto. Ella trabaja para la Interpol, lo que significa que es una extensión de mí mismo. ¿Entendido?
El jefe saludó a Nielson con la cabeza y volvió la mirada hacia Dial.
—Bueno, ¿qué tiene para mí, Slim? Ya me ha hecho perder bastante tiempo.
El jefe permaneció boquiabierto durante unos segundos, buscando qué decir.
—Tenemos algo sobre la víctima. Se llamaba Erik Jansen, tenía treinta y dos años y era de Finlandia.
—¿Finlandia? Eso está a más de mil kilómetros de aquí. ¿Por qué estaba en Dinamarca?
El jefe se encogió de hombros.
—Nuestros funcionarios de aduanas no tienen registro de que estuviera aquí. Ni de que hubiese estado nunca antes.