La señal de la cruz (2 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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Llevaba tres días en la cárcel y todavía no había habido ningún cambio. Tres malditos días.

Todo había empezado la semana anterior. Estaban en Pamplona, en las fiestas de San Fermín, más conocidas por «los encierros». Llevaban en la ciudad un par de días, bebiendo y paseando, cuando los capturaron en el hotel, en un ataque sorpresa que los pilló completamente desprevenidos.

Payne estaba arreglándose para la cena cuando alguien pateó su puerta. Era la policía local, un montón de agentes que estaban allí para detenerlo, y que no paraban de hablar —en un inglés entrecortado— sobre algo que él había hecho hacía mucho tiempo. Aquello no parecía tener ningún sentido hasta que, al fondo del pasillo, alcanzó a ver a Jones, también esposado. Entonces se dio cuenta de que aquello debía de tener alguna relación con sus antiguas ocupaciones, con sus carreras militares. Y si ése era el caso, entonces estaban jodidos, porque todo aquello iba a convertirse en un incidente internacional.

Ambos habían estado al frente de los MANIAC, un selecto grupo anti-rebelde formado por los mejores soldados de los Marines, el Ejército, la Armada, la Aviación y la Guardia Costera.
[3]
Si se trataba de rescates, asuntos no convencionales de guerra, lucha antiguerrilla o defensa internacional, ellos habían visto más mierda que un proctólogo, aunque también habían contribuido a repartirla. Participaban en operaciones clandestinas en todo el planeta, misiones de las que nadie más podía ocuparse. Cuando recibían un encargo, venía directamente desde arriba, desde el Pentágono. Y por una sencilla razón: cuanta menos gente supiera de los MANIAC, mejor. Eran el arma secreta del gobierno, la tropa no reconocida de Estados Unidos, la que no se podía admitir que existiera.

Y eso era lo que preocupaba a Payne. Si lo habían arrestado por algo que había hecho con los MANIAC, ¿acudiría el Pentágono en su ayuda? ¿Podían permitirse ese tipo de publicidad?

Hasta ahora habían pasado tres días y ni una sola palabra.

Tres días y a saber…

3
Orvieto, Italia
(
cien kilómetros al noroeste de Roma
)

E
l doctor Charles Boyd dejó caer su martillo y buscó su cantimplora. Estaba en buena forma para ser un hombre de cincuenta y ocho años, pero el calor de los reflectores era brutal. El sudor resbalaba de su cuero cabelludo como si fuera lluvia.

—¡Por el amor de Dios! —se quejó.

María Pelati sonrió pero continuó trabajando. Tenía la mitad de la edad de su profesor y el doble de su energía. Y mientras él sufría, enfundado en un típico traje de arqueólogo —pantalones caqui, camisa de algodón, botas de montaña— ella llevaba una camiseta y unos pantalones cortos.

Habían pasado los últimos días juntos, excavando la meseta de doscientos setenta metros que alza a Orvieto por encima de los viñedos del valle del Paglia, una zona tan impenetrable que los papas de la Edad Media la usaban como refugio. Existían documentos papales que atestiguaban que los papas italianos habían transformado Orvieto en el Vaticano vacacional, su hogar alejado del hogar durante la época más tumultuosa de la historia de la Iglesia católica romana. Por desgracia, a los escribas papales se les prohibió describir los detalles por temor a que la información pudiera ser utilizada por sus enemigos para planear un ataque, pero no había podido evitarse que corrieran rumores.

Según la leyenda, se suponía que por debajo de la ciudad se había construido otra ciudad —las Catacumbas de Orvieto—, que se usaba para guardar los documentos más importantes de la Iglesia y para proteger sus objetos más preciados. La mayoría de los expertos desechaban la idea de las Catacumbas como si fuera un cuento de hadas, o la invención de un monje ebrio del siglo XIV. Pero el doctor Boyd no. El no sólo creía en su existencia, sino que dedicaba todo su tiempo libre a buscarlas.

—¿
Professore
? Cuando yo era pequeña, mi padre solía hablar de las Catacumbas, pero nunca lo hizo como si fuesen reales. Siempre las consideró como la Atlántida. —Pelati inspiró hondo y se apartó el cabello de los ojos, algo que hacía cuando estaba nerviosa—. Señor, estaba pensando, ¿por qué está usted seguro de que las Catacumbas existen?

El le sostuvo la mirada durante algunos segundos, luego suavizó la tensión con media sonrisa:

—Créeme, querida, no eres la primera persona que me lo pregunta. Quiero decir, ¿quién en su sano juicio perdería el tiempo buscando las Catacumbas? También podría estar intentando pescar al monstruo del lago Ness.

—Y probablemente, lo digo para que lo sepa, se esté más fresco a orillas del lago Ness.

—Y sólo para que tú lo sepas, no estoy ni siquiera un poco loco.

—Nunca he dicho que lo estuviera.

—Pero lo has considerado. Si no lo hubieses hecho, la loca serías tú.

Ella volvió a apartarse el cabello de los ojos:

—Hay una línea muy fina entre genio y locura, y nunca lo he visto cruzar esa línea… Aunque, desde luego, sí es algo elusivo. Todavía no me ha contado sobre las Catacumbas.

—Ah, sí. Las Catacumbas. Dime, querida, ¿qué sabes sobre el Imperio romano?

—¿El Imperio romano? —preguntó ella, perpleja—. Sé bastante, supongo.

Sin decir palabra, él le entregó una serie de documentos que sacó de su riñonera, y se sentó a la sombra de la pared, esperando la reacción que sabía que vendría.

—¡
Santa María
! —chilló ella—. ¡Esto es romano!

—De ahí mi pregunta sobre el Imperio. Pensé que lo había dejado bastante claro.

Pelati movió la cabeza, sorprendida, y luego volvió a mirar los documentos. A primera vista parecían ilustrar un elaborado sistema de túneles escondidos bajo las calles de Orvieto, pero no eran los mapas ni las ilustraciones lo que más la asombraba, sino el idioma. El documento estaba escrito a mano, en un tipo de latín que era incapaz de traducir.

—¿Es auténtico? —preguntó.

—Eso depende del punto de vista. Lo que tienes en la manos es una fotocopia de un rollo de pergamino que encontré en Inglaterra. La fotocopia es, obviamente, falsa. El original es bastante real.

—¿En Inglaterra? ¿Encontró usted el pergamino en Inglaterra?

—¿Por qué te sorprende tanto? Julio César pasó algún tiempo allí. Y también el emperador Claudio.

—Pero ¿eso qué tiene que ver con las Catacumbas? Si los papas vinieron a Orvieto mil años después de la caída de Roma, ¿cómo puede haber una relación?

Pelati sabía que el papa Gregorio XI había muerto por causa natural en 1378, dejando una vacante que fue ocupada por el papa Urbano VI. Varios cardenales protestaron alegando que había sido elegido ilegítimamente, y reclamaron una segunda elección. Cuando el segundo resultado fue diferente, la Iglesia católica se fracturó, dividiéndose en dos facciones, cada una de las cuales apoyaba a un papa diferente. Italia, Alemania, y la mayor parte de la Europa del norte reconocían a Urbano VI, mientras que Francia y España apoyaban a Clemente VII.

Esta rivalidad, conocida como el Gran Cisma de Occidente, dividió el catolicismo durante casi cuarenta años, y puso en peligro las cortes papales —no sólo pública sino también internamente—. Por eso, los papas italianos pasaban buena parte de su tiempo en Orvieto, que era virtualmente impenetrable a los ataques, a causa de su peculiar emplazamiento, en la meseta. Y era allí mismo, en las profundidades de la piedra toba, donde se suponía que habían sido construidas las legendarias Catacumbas.

Boyd sonrió ante la mirada confundida que vio en el rostro de su discípula. Sin querer facilitarle mucho las cosas, dijo:

—Dime, querida, ¿alguna vez has estado en las ruinas romanas de Bath?

Ella gruñó de frustración.

—No, señor. ¿Por qué lo pregunta?

—Ah —suspiró él recordando el pintoresco pueblo a orillas del río Avon—. Allí estás en el medio de la campiña inglesa, y rodeado de ruinas de la antigua Roma. Es tan surrealista. ¿Y sabes lo más sorprendente? Las termas todavía funcionan. Los manantiales tibios aún burbujean desde la tierra, y la arquitectura todavía se erige orgullosa. Desde las mágicas aguas subterráneas surgen columnas antiguas que se levantan al cielo. Es algo asombroso.

Confundida por el relato, Pelati frunció el cejo:

—No es por ser grosera, señor, pero ¿adonde quiere llegar?

—Piensa en ello, querida. Los papas del 1300 utilizaron las Catacumbas como protección. Sin embargo, eso no significa que las construyeran. Los antiguos romanos disponían de grandes adelantos, ¿no? Me imagino que si fueron capaces de construir baños que dos mil años después todavía funcionan, seguramente pudieron haber construido algunos túneles que setecientos años después aún se mantuvieran en pie.

—¡Espere! Entonces por eso no había registros de su construcción. ¿Ya estaban allí cuando el papa llegó?

Él asintió, señalando los documentos que ella tenía en la mano.

—Cuando encontré el pergamino original, supuse que era una tomadura de pelo. Quiero decir, ¿cómo iba a ser real? Entonces lo hice analizar, y los resultados fueron concluyentes. El pergamino es más de mil años anterior al Cisma, lo que prueba de una vez por todas que las Catacumbas existieron realmente. Y más todavía, que no fueron construidas por los papas de la Edad Media, sino por los antiguos romanos.

—Una fecha —exigió ella—. ¿Tiene usted una fecha exacta para el pergamino?

—Como sabes, el procedimiento del carbono no es tan específico. Lo máximo que pude conseguir fue una época. —Boyd bebió un sorbo de agua, intentando prolongar el suspense—. Según mis pruebas, las Catacumbas de Orvieto fueron construidas durante la vida de Cristo.

4

C
erca de trescientos mil turistas se congregan en el castillo Kronborg cada año, pero ninguno de ellos había visto nunca algo así. Y los que lo vieron desearían no haberlo visto.

Cuando Erik Jansen fue encontrado, su torso era blanco grisáceo y sus piernas tenían el morado pálido que provoca la lividez post mórtem. Los pájaros comían de su carne como en un picnic campestre.

Un grupo de estudiantes vio a Jansen al otro lado del patio y supuso que se trataba de algún monumento histórico. Así que se acercaron, asombrados por los detalles que le daban tanta verosimilitud: el color de su piel, el horror en su rostro, la textura de su pelo color arena, que se movía con el viento.

Se agolparon a su alrededor y empezaron a fotografiarse junto al objeto exhibido, hasta que uno de ellos sintió que le caía una gota encima. Una única gota de sangre, y estalló el caos. Los niños chillaban. Los padres gritaban. Los maestros corrían en busca de ayuda.

Se llamó a la policía local, pero la situación los superaba. Ellos estaban acostumbrados a accidentes de coche y a delitos menores, no a asesinatos. Desde luego nunca nada de esa magnitud. En un lugar tranquilo como Helsingor no podía esperarse nada así. Estaba ubicado en la costa noroeste de la isla Selandia, al otro lado del estrecho de 0resund viniendo desde Helsingborg, Suecia, lejos de la vida urbana de Copenhague. La última vez que alguien fue asesinado allí había sido en 1944, y aquello lo habían hecho los nazis.

Aun así, no debieron haber cometido los errores que cometieron. Algunos eran inexcusables.

La primera patrulla llegó en bote y atracó en la misma orilla que los asesinos. Como la playa del castillo era privada, los policías debieron haber acordonado el área para proteger las pruebas que tenían ante ellos y que daban pistas sobre el asesinato: la cantidad de atacantes, sus tallas aproximadas, o el momento de su huida. Todo eso estaba allí, en la arena, esperando ser descubierto. Pero no por mucho tiempo, porque el oficial en jefe no atinó a pensarlo, y prefirió corretear por la playa como un soldado en Normandía, pronto seguido por el resto de sus hombres.

En un instante, las pruebas quedaron borradas.

Su siguiente error fue aún mucho peor. La clase de error que se comete cuando la gente grita, suenan las sirenas, y no hay tiempo para pensar. Cuando los policías llegaron donde estaba el cuerpo, oyeron la historia sobre las gotas de sangre y dieron por sentado que Jansen todavía estaba vivo. Su temperatura les debió haber indicado lo contrario, lo mismo que el color de su piel. Pero, sin dudarlo un momento, arrancaron la cruz de la tierra con la esperanza de revivirlo practicándole una reanimación cardiorrespiratoria, aunque lo único que consiguieron fue destruir más pruebas. Pruebas cruciales, que podrían haber servido para detener a los asesinos antes de que pudiesen atacar otra vez.

Irónicamente, los esfuerzos de la policía por salvar una vida garantizaron que otra sería aniquilada.

Nick Dial era americano, lo que lo convertía en muy poco popular en ciertos sitios del planeta, al igual que su profesión. Dirigía la recién creada División de Homicidios de la Interpol (la Organización Internacional de Policial Criminal), la mayor organización internacional de lucha contra el crimen del mundo, lo que significaba que se pasaba la vida tratando con la muerte, y en todos los lugares del planeta.

Para decirlo de modo sencillo, coordinaba el flujo de información entre los departamentos de policía cada vez que la investigación de un asesinato cruzaba las fronteras nacionales. En total, estaba a cargo de 179 países diferentes —con miles de millones de personas y docenas de idiomas— y sin embargo tenía aún menos presupuesto que cualquier escuela de barrio americana.

Uno de los mayores malentendidos sobre la Interpol es su papel contra el crimen. Rara vez envían agentes a investigar un caso. En lugar de ello, tienen oficinas locales llamadas Oficinas Centrales Nacionales en todos los países miembros, y las OCN controlan su territorio y envían información pertinente a la Oficina Central de Interpol en Lyon, Francia. Desde allí, los datos son introducidos en una base central a la que se puede acceder a través de la red computarizada de la Interpol. Huellas digitales, ADN, actuaciones terroristas recientes, métodos. Todo ello disponible las veinticuatro horas al día.

Desgraciadamente, no siempre bastaba. Algunas veces, el jefe de una división (Drogas, Falsificaciones, Terrorismo, etc.) se veía forzado a montarse en un avión y hacerse cargo de un caso, posiblemente para saltarse el papeleo, para manejar una disputa de fronteras, o para vérselas con los medios de comunicación. Todo lo que Nick Dial odiaba hacer. Él creía que en su ámbito de trabajo lo único que importaba de verdad era la justicia. Corregir un error del mejor modo posible. Ése era su lema, el credo según el que trataba de vivir. Se imaginaba que si hacía eso, entonces toda la otra mierda se arreglaría por sí sola.

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