La señal de la cruz (43 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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Solo Harper sabía que tenía que saltarse algunas de las órdenes de Manzak para lograr que el asunto funcionara. De modo que, para no arriesgar su parte de dinero, decidió llamarlo a principios de semana y pedirle autorización. Manzak estuvo tan encantado con la idea que le dijo a Harper que si su equipo lo lograba, se les recompensaría con un extra de cien mil dólares A partir de ese momento no había marcha atrás. Iban a trabajar por aire.

O como le gustaba llamarlo a Harper, iba a empezar la Operación Descendimiento de Jesús.

Antes de despegar, Harper y sus hombres tenían que hacer las mismas cosas que los demás equipos con su víctima.

Azotarlo con un látigo de cuero hasta que su piel quedara colgando de su espalda. Luego fijarlo a la cruz con unos clavos, y colgar un cartel sobre su cabeza. A continuación, y eso era lo más importante, debían asegurarse de que la cruz —con una base reforzada y con ganchos de acero en la parte superior— iba a sostenerse. Si no podría destrozarse en cuanto impactase con el suelo.

—Dos minutos —dijo el piloto mientras escudriñaba el horizonte—. Podemos volar más bajo si quieres.

—Limítate a ajusfarte al plan —gruñó Harper.

Sabía que no era buen momento para improvisar. Había hecho ya los cálculos necesarios, revisado dos veces los resultados después de unas pruebas y explorado cuál era el mejor lugar en el interior de la Ciudad Prohibida para su objetivo. Lo único que tenía que hacer era seguir sus anotaciones, y todo saldría bien.

—En posición.

Los otros dos miembros se pusieron en pie y deslizaron a Adams en su cruz hasta la escotilla especial que permitía tirar grandes paquetes detrás de las líneas enemigas. Encima de la puerta había una especie de cinturones que sujetaban el paracaídas de la cruz, garantizando que la tela de doce metros iba a abrirse en cuanto el aire la golpeara.

—Treinta segundos —gritó el piloto.

Harper miró su reloj. Estaban dentro del horario previsto. Lo único que faltaba era su bromita final antes de empujar a Adams del avión:

—¿Cuáles son tus últimas palabras?

Adams trató de hablar pero no pudo por culpa de la mordaza que llevaba en la boca. Todo el equipo se rió mientras Harper se inclinaba y se colocaba la mano detrás de la oreja, fingiendo escuchar.

—Veinte segundos.

Harper sonreía mientras acercaba la lanza con punta de metal al costado de Adams. El rugir del viento en el exterior tapó el sonido que hizo el crujido de las costillas de Adams y la húmeda aspiración al borbotear el aire en sus pulmones perforados.

La sangre salía por la herida como una botella rota de Chianti, empapando la piel de la víctima. Harper no podía arriesgarse a ser identificado, por lo que empujó la lanza hacia adentro hasta que la punta metálica atravesó la piel del otro lado.

—Cinco segundos.

Harper quitó la mordaza que tapaba la boca de Adams mientras el resto del equipo cortaba las cuerdas de seguridad que sujetaban la base de la madera. De repente, el paracaídas gigante se abrió y un poderoso viento alejó la cruz del avión llevando a Adams hacia los terrenos de la Ciudad Prohibida.

Catrina Collins había perfeccionado sus habilidades en el
Washington Post
y en el
New York Times
antes de conseguir un empleo en la
CNN
. Estaba acostumbrada a vivir junto a su maleta, viajando a donde la noticia la llevara. Solía quedarse una semana aquí o allá, pero nunca tres meses en un mismo sitio, como tenía que hacer ahora: un verano en Pekín.

Un verano increíblemente aburrido.

Tenía que cubrir una especie de cumbre económica que estaba programada en el Extremo Oriente. Embajadores de todo el mundo estaban en China discutiendo sobre el capitalismo y sobre los beneficios que reportaría a largo plazo para Asia. No era una noticia de verdadera trascendencia pero sí lo suficientemente importante como para tener que cubrirla.

Collins se despertó temprano el viernes, y no le apetecía nada la idea de ir a trabajar. Si tenía que escuchar una conferencia más sobre el libre comercio, terminaría por vomitar. Por suerte, aplazaron su visita. Le telefonearon desde las oficinas centrales de la
CNN
. Una llamada anónima le habló de una manifestación que iba a tener lugar cerca de la Ciudad Prohibida. La persona que llamó no específico nada, sólo dijo que iba a ser violento. Y «violento» era la palabra mágica en el mundo de la televisión.

Collins se desanimó al ver que algunas emisoras se le habían adelantado.
ABC, CBS, NCB
y la Fox ya estaban allí; también una docena de reporteros de todo el mundo. Pero ninguno sabía qué iba a pasar, todos habían recibido la misma información que la corresponsal de la
CNN
.

—Cat —la llamó Holly Adamson, una reportera del
Chicago Sun-Times
que solía cubrir las mismas noticias que Collins—. ¿Qué haces aquí?

Collins sonrió y le dio a Adamson un fuerte abrazo.

—Cumbre económica. ¿Y tú?

—Información de interés humano. —En el mundo del periodismo, ésa es la manera educada de decir: se trata de un tema confidencial—. ¿Qué sabes de todo esto?

Se encogió de hombros:

—No mucho. ¿Y tú?

—Mucho menos.

Collins se rió:

—Ya sabes cómo son algunas veces estas informaciones. Probablemente se trate de pura mierda.

—Sí, ya nos enteraremos. Vamos a por unas cañas o algo. Al fin y al cabo es viernes.

—¿Sabes qué? Eso me parece una…

El repentino clic de las máquinas de fotos atrajo la atención de las mujeres. Ambas se volvieron hacia los cámaras y los vieron apuntar los objetivos hacia el cielo. Collins se protegió los ojos y echó la cabeza para atrás, tratando de averiguar qué era lo estaba cayendo desde el cielo.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Adamson.

Collins se encogió los hombros y se volvió hacia su cámara.

—¿Shawn, estas grabando eso?

Shawn Farley estaba enfocando:

—No estoy seguro de lo que es, pero lo estoy grabando.

Collins buscó en la mochila y encontró unos prismáticos.

El sonido de los disparos de las máquinas de fotos continuó entre los comentarios incesantes de los periodistas.

—¿Qué es eso? ¿Es un paracaídas?

—Definitivamente es un paracaídas. Uno rojo. No estoy segura de a qué está atado.

—Espero que no sea una bomba. Eso me estropearía el día.

—Cat. Puede que esté alucinando, pero yo veo a un hombre.

—¡Uau!, un paracaidista chino.

—Y parece que esté atado a una, a una… —Farley hizo un zoom. No podía creer lo que estaba viendo—, a una cruz… Creo que está atado a una cruz.

Collins había seguido los casos de crucifixión mientras mataba el tiempo durante las juntas del comité. Había dado sus primeros pasos en el medio, en un programa de televisión de Washington llamado
Crime Beat
por lo que era una fiel seguidora de los casos de asesinatos en serie. Llamó a su jefe sin perder tiempo.

—No vas a creer lo que estoy viendo.

—Déjame adivinar. Un póster de Yao Ming desnudo.

Ella ignoro el chiste.

—La cuarta crucifixión.

—¿Perdona?

—Y no te vas a creer de dónde ha llegado la víctima. Me juego lo que quieras.

—¿De dónde?

Ella seguía el lento descenso del paracaídas.

—Del cielo.

62
Autopista austríaca
Suiza/frontera austríaca

C
ruzar la frontera puede resultar difícil, sobre todo si los guardias tienen tu foto y se les ha prometido una importante gratificación si descubren dónde está tu culo. Por eso Payne pensó que sería mucho mejor que Ulster y Franz pasaran solos y el resto bajara del camión a un kilómetro de la frontera, para que pasasen a Austria por su cuenta. Payne pensó que, como ya estaba oscureciendo y los árboles eran gruesos, él y Jones podían lograrlo y evitar a la vez que María y Boyd fueran detectados. Pero Ulster descartó la sugerencia. Les aseguró que conocía a todos los funcionarios de la frontera y que nunca registrarían su camión. Tenían un acuerdo previo.

Y Ulster tuvo razón. Diez minutos después estaban camino de Viena. Esta ciudad se halla al noreste de Austria y tiene más de dos millones de habitantes. Conocida por su contribución a la música clásica (Mozart, Beethoven y Brahms) y al psicoanálisis (Sigmund Freud). El mejor y más increíble espectáculo de la ciudad es el Hofburg, un palacio de unos 9.000 metros cuadrados que contiene más de un millón de obras de arte. El Hofburg se convirtió en palacio real en 1533, cuando Fernando I, de la dinastía de los Habsburgo, trasladó allí la residencia imperial. Desde entonces, en Hofburg se han alojado durante cinco siglos grandes dignatarios, incluidos los gobernantes del Sacro Imperio romano (1533 - 1806), los emperadores de Austria (1806 - 1918), y el actual presidente federal de Austria.

El aspecto más interesante del edificio no es, sin embargo, la lista de antiguos residentes, sino lo que hicieron mientras estuvieron ahí. Desde 1278 hasta 1913, cada monarca contribuyó con obras de su gusto, que se iban sumando, y cuya colección prevalece hoy en día. El resultado es que entrar en el edificio es como hacerlo en una máquina del tiempo: decoraciones de todas las épocas, una colección que ocupa dieciocho alas y diecinueve patios con un impresionante despliegue de estilos que incluyen el Barroco, el Renacimiento italiano y francés, el gótico y el estilo decimonónico alemán.

Pero la única decoración que les importaba a ellos era la estatua del hombre riéndose que Payne había visto en la foto de Ulster. Una estatua que estaba detrás de las verjas que había delante de la Casa Blanca austríaca. Tenían que encontrar la manera de examinar la obra sin que les disparasen y sin ser arrestados.

Mientras iba pensando todo eso, Payne oyó a Boyd y a María hablar sobre el significado de la estatua. El retumbar del motor del camión ahogaba la mitad de sus palabras, pero su pasión por el tema compensaba las sílabas que faltaban. Boyd argumentaba que la presencia de esa figura en Viena era la prueba de que los romanos tuvieron éxito en su conspiración. De otro modo, ¿por qué se le iban a rendir honores en un edificio tan importante?

Pero María no estaba convencida. Le recordó a Boyd que ella había visto al hombre que reía también en el Duomo de Milán, aunque nadie sabía quién era ni por qué estaba allí. Por otra parte, como la estatua estaba hecha de mármol vienés, argumentó que probablemente fuera obra de un artesano local. Eso podía significar que la de Hofburg quizá no fuera más que una réplica del original milanés. O viceversa.

Jones estaba sentado al lado de Payne, leyendo sobre el Hofburg en una guía de viajes que había encontrado en una caja, y dijo:

—¿Habéis oído hablar de los niños cantores de Viena? Cantan en la misa del Hofburg cada domingo. Si esperamos hasta ese día, podríamos mezclarnos con el resto de los feligreses.

Una misa semanal dentro de un edificio gubernamental intrigaba a Payne. No sólo porque era un hueco de seguridad que podría ser explotado, sino también porque subrayaba una diferencia interesante entre Austria y Estados Unidos. Al ofrecer un servicio católico en el Hofburg, el gobierno austríaco estaba apoyando abiertamente el catolicismo como religión oficial.

Payne pregunto:

—¿Es qué aquí no han oído hablar sobre la separación de la Iglesia y el Estado?

Jones les contestó con la guía. En ésta se referían a la relación entre Austria y la Iglesia católica romana como la relación entre el trono y el altar; dos instancias que trabajaban codo con codo para la mejora del catolicismo:

—Dice que el Vaticano tiene un acuerdo que le garantiza el apoyo financiero del gobierno austríaco. Los ciudadanos pueden profesar la religión que quieran, sin embargo, el uno por ciento de sus ingresos va a parar directamente a la Iglesia católica romana.

—¿En serio? Nunca había oído algo parecido.

—Yo tampoco. De cualquier manera, creo que su alianza tiene algo de sentido. Su conexión con Roma se remonta a hace más de dos mil años, cuando Viena era un enclave militar romano. De hecho, jamás creeríais quién fue uno de los fundadores de Viena. Nada más y nada menos que Tiberio. Al parecer era el jefe de la guarnición romana que ocupaba las faldas de los Alpes. Mientras estaba ahí, comprendió la importancia de la región y ordenó a sus hombres apoderarse de la ciudad celta, Vindobona. Cuando lo lograron la convirtió en una fortaleza militar que se mantuvo activa más de quinientos años.

Hasta ese momento, Payne no estaba seguro de si merecía la pena hacer un trayecto de diez horas para ver la estatua de un hombre riéndose. Pensaba que podrían encontrar una pis ta o dos, pero no estaba convencido de que valiera la pena arriesgarse tanto, sobre todo porque el Hofburg era un edificio federal. Podían salir mal miles de cosas, les advirtió. Demasiados guardias entrenados estarían muy cerca. Pero Boyd y María persistieron, prácticamente exigieron ir a Viena.

Esa última información leída por Jones, hizo que Payne entendiera el porqué. Por raro que pareciera, el vínculo entre Tiberio y el hombre que se reía era irrefutable, pero por alguna razón su relación nunca había sido reconocida en los libros de historia.

Eso significaba que alguien había hecho que se escondiera la alianza entre esos dos hombres. Y en el preciso momento en que el secreto de esa ocultación se vio amenazado, el pánico hizo mella en quienquiera que fuese y ordenaron liquidar a María y a Boyd en las Catacumbas, primero, y volar un autobús después, para silenciar a cualquiera que hubiera podido oír algo al respecto.

Pero ¿por qué? Y todavía más importante, ¿quién? Nadie se tomaría tantas molestias a menos que existiera un secreto vigente e importante. Si fuese así, tendría que ser algo relacionado con Dios y con los creyentes. No podía haber otra explicación que justificase una actitud tan temeraria.

Payne susurró:

—¿Qué piensas de la Iglesia católica? O mejor dicho, ¿crees que están detrás de todo esto?

—Es una pregunta difícil de responder. La mayoría de la gente cree que su Iglesia es infalible. Pero en cuanto añades humanos a la mezcla, todo es posible. —Jones reflexionó unos segundos antes de proseguir—: ¿Has oído hablar del papa Juan VIII? La leyenda dice que era un escribano inglés que trabajó como notario papal. Años más tarde, tras haber dedicado su vida entera a la Iglesia, fue nombrado papa. Una historia con final feliz, ¿no? Pues no. Desafortunadamente, el final es trágico. Poco después de haber comenzado su papado, sintió un agudo dolor en medio de una procesión pública. Antes de que pudiera hacerse nada para ayudarlo, el papa murió en plena calle de Roma, a la vista de todo el mundo… ¿Alguna idea de la causa de la muerte?

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