Read La Semilla del Diablo Online
Authors: Ira Levin
¿Había querido él que ella estuviera fuera del apartamento aquella noche por alguna razón? ¿Había bajado a comprar las entradas? ¿Para estar libre y poder ensayar la escena que estaba preparando? Pero no tenía ninguna necesidad de engañarla de haber sido ése el motivo; más de una vez en el viejo apartamento de una sola habitación él le había pedido a ella que saliera un par de horas y ella se había ido gustosa. Sin embargo, la mayoría de las veces había querido que ella se quedara, para que fuera su apuntadora y su espectadora.
¿Otra mujer? ¿Uno de sus antiguos amoríos al que hubiera tenido que dedicar más de un par de horas, y cuyo perfume se estuviera quitando en la ducha cuando ella regresó a casa? No, era a raíz de tanis y no a perfume a lo que el apartamento olía aquella noche; ella tuvo que envolver el amuleto en papel metálico precisamente por eso. Y Guy estuvo demasiado enérgico y amoroso para haber pasado la primera parte de la noche con alguien más. Él le había hecho el amor de un modo desusadamente violento, según recordaba; luego, mientras él dormía, ella oyó la flauta y el cántico en el apartamento de Minnie y Roman.
No, no era la flauta; era el magnetófono del doctor Shand.
¿Fue así como Guy se enteró? ¿Había estado allí aquella noche? En un sabbat...
Se detuvo y se quedó mirando los escaparates de las tiendas «Henri Bendel», porque no quería pensar más en brujas, aquelarres, sangre de bebé o en que Guy estuvo allí. ¿Por qué se había encontrado ella con aquel estúpido de Dominick? Ni siquiera debía de haber salido hoy. Era un día demasiado cálido y pegajoso.
Había un gran vestido de crepé color frambuesa que parecía un modelo de Rudi Gernreich. Después del martes, cuando ella tuviera otra vez su silueta normal, vendría y preguntaría el precio. Y se compraría un par de sostenes color amarillo limón y una blusa color frambuesa...
Pero tuvo que seguir su camino. Seguir andando, seguir pensando, con el bebé agitándose en su interior.
El libro (que Guy había tirado) hablaba de ceremonias de iniciación, de aquelarres induciendo a los miembros novicios con votos, juramentos y bautismo; con la unción y la imposición de una «señal de brujería». ¿Era posible (la ducha para quitarse el olor a ungüento de raíz) que Guy se hubiera unido al aquelarre? ¿Que él (¡no, él no podía ser!) fuera uno de ellos, con una señal secreta de miembro en alguna parte de su cuerpo?
Sobre un hombro había llevado una tira de cinta protectora desinfectante. Se la había visto en su camerino de Filadelfia («Ese maldito grano» había dicho él cuando ella le preguntó qué era) y había estado allí unos meses antes («¡No será el mismo grano!», había dicho ella). ¿La seguía teniendo todavía?
Ella lo ignoraba, porque él no había dormido desnudo nunca más. Lo había hecho anteriormente, especialmente cuando apretaba el calor. Pero ahora ya hacía meses que no lo hacía. Se ponía un pijama cada noche. ¿Cuándo lo había visto ella por última vez desnudo?
Un auto le dio un bocinazo; ella iba cruzando la Sexta Avenida.
—¡Por amor de Dios, señora! —le gritó un hombre por detrás.
Pero ¿por qué? ¿Por qué? Él era Guy, no era un viejo chiflado sin nada mejor que hacer, sin ningún otro medio de conseguir sus objetivos y triunfar. Tenía una carrera, una carrera movida, emocionante, ¡una carrera que cada día iba mejor! ¿Para qué necesitaba él varitas mágicas e incensarios y... basura? Con los Wees, los Gilmore y Minnie y Roman. ¿Qué podrían darle ellos que él no pudiera obtener en otra parte?
Sabía la respuesta aún antes de hacerse la pregunta. Formular la pregunta había sido una manera de presentar la respuesta.
La ceguera de Donald Baumgart
¡Increíble!
Pero ella no creía, no creía.
Y sin embargo, ahí estaba Donald Baumgart, ciego, sólo un día o dos después de aquel sábado. Con Guy quedándose en casa para coger el teléfono cada vez que éste sonaba. Esperando la noticia.
La ceguera de Donald Baumgart.
Y de ello había venido todo; la obra, las revistas, la nueva obra, la oferta de la película... Tal vez hasta el papel de Guy en
Greenwich Village
habría sido concedido a Donald Baumgart si no se hubiera quedado inexplicablemente ciego un par de días después de que Guy se hubiera unido (quizá) a un aquelarre (quizá) de brujos (quizá).
Había hechizos para privar a un enemigo de la vista o el oído, decía el libro
Todos ellos brujos
(¡Guy no!). La fuerza de unidad mental de todo el aquelarre, una batería concentrada de malas voluntades, podía cegar, ensordecer, paralizar y finalmente matar a cualquier víctima elegida.
Paralizar y finalmente matar.
—¿Hutch? —preguntó ella en voz alta, quedándose de pie e inmóvil frente al Carnegie Hall. Una niña se la quedó mirando, agarrándose a la mano de su madre.
Él estaba leyendo el libro aquella noche y le pidió que se encontraran a la mañana siguiente. Para decirle que Roman era Steven Marcato. Y Guy sabía lo de la cita, y, sabiéndolo, salió para... ¿qué? ¿Para comprar un helado? Y llamó al timbre del apartamento de Minnie y Roman. ¿Se convocó apresuradamente una reunión? La fuerza de la unidad mental... Pero ¿cómo sabían ellos lo que Hutch le iba a decir? Ella lo ignoraba; eso sólo lo sabía él.
¿Y si la «raíz de tanis» no era tal raíz? Hutch ni siquiera había oído hablar de ella. ¿Y si fuera aquella cosa que él había subrayado en el libro,
hongo del Diablo
o lo que demonios fuera? Él le había dicho a Roman que miraría en los libros a ver qué era; ¿no habría bastado eso para que Roman se sintiera escamado? Por tanto, Roman se apoderó de uno de los guantes de Hutch, ¡porque era imposible arrojar un hechizo sin tener un objeto perteneciente a la víctima! Y entonces, cuando Guy les contó lo de la cita para la mañana siguiente, ellos no quisieron correr riesgos y se pusieron manos a la obra.
Pero no; Roman no podía haberse apoderado del guante de Hutch; ella le había acompañado a la entrada y a la salida.
Era Guy el que había cogido el guante. Había vuelto corriendo a casa con el maquillaje todavía puesto, cosa que jamás había hecho, y había ido a quitárselo al lavabo. Roman debió avisarle, debió decirle: «Este hombre, Hutch, sospecha de la raíz de tanis; vuelve a casa y quítale algún objeto de su pertenencia, ¡por si acaso!». Y Guy obedeció. Para mantener a Donald Baumgart ciego.
Esperando que el semáforo de la calle Cincuenta y Cinco diera luz verde, se pasó su bolso y los sobres bajo el brazo, sujetándolos con él, se desabrochó la cadena por detrás del cuello, y apartó la cadena y el amuleto de su vestido, dejándolos caer a una alcantarilla.
¡A la porra la raíz de tanis! El Hongo del Diablo.
Estaba tan asustada que le dieron ganas de llorar.
Porque sabía lo que Guy iba a darles a cambio de su éxito.
El bebé. Para que lo utilizaran en sus rituales.
Él jamás había querido tener un hijo hasta que Donald Baumgart se quedó ciego. A él no le gustaba sentir cómo se movía; no le gustaba hablar de él; se mantenía distante y atareado como si no existiera tal bebé.
Porque sabía lo que estaban planeando hacer con él tan pronto como él lo entregara.
* * *
En el apartamento, en el apartamento fresco y sombreado, gracias a Dios, ella trató de decirse que estaba loca. «Dentro de cuatro días tendrás tu hijo, joven idiota. Puede que antes. Así que estás nerviosa y chiflada y has inventado toda una historia lunática de persecución sacada de un montón de coincidencias que no guardan ninguna relación entre sí. Los brujos no existen. No hay hechizos en el mundo de la realidad. Hutch murió de muerte natural, aunque los médicos no supieran decir de qué había muerto. Lo mismo podía decirse de la ceguera de Donald Baumgart. Y además, ¿acaso Guy se apoderó de algún objeto perteneciente a Donald Baumgart para que se le arrojara a éste el gran hechizo? ¿Ves como eres idiota, muchacha? Todo se viene abajo si lo analizas con atención.»
Pero ¿por qué le había mentido él con respecto a las entradas?
Se desnudó y tomó una larga ducha fría, dio vueltas torpemente y luego elevó el rostro para que le cayera en él el chorro, tratando de pensar de modo sensible y razonable.
Debía de haber otra razón por la cual él le había mentido. Quizá se había pasado el día en «Downey», sí, y había conseguido las entradas de algún tipo de allí; ¿no se le habría ocurrido entonces contarle que Dominick se las había dado, para no tener que decirle que había estado haciendo el tonto en aquel lugar con alguna copa de más en el cuerpo?
Claro que tuvo que ser una cosa así.
¿Lo ves, joven idiota?
Pero ¿por qué no había querido él que lo viera desnudo desde hacía tantos meses?
Al menos se alegraba de haber tirado aquel maldito amuleto. Debía de haber hecho eso ya hacía tiempo. Para empezar, no debió de habérselo aceptado a Minnie. ¡Qué placer era librarse de ese olor desagradable! Se secó y se friccionó con muchísima colonia.
No había querido que lo vieran desnudo porque tendría una pequeña roncha y eso le azoraría. Los actores son vanidosos,
¿verdad? Elemental.
Pero ¿por qué le había tirado el libro? Y ¿por qué pasaba tanto tiempo en casa de Minnie y Roman? ¿Por qué esperó la noticia de la ceguera de Donald Baumgart? ¿Por qué se apresuró a volver a casa llevando todavía el maquillaje, justo antes de que Hutch echara en falta su guante?
Se cepilló el cabello y luego se lo ató, poniéndose un sostén y bragas. Fue a la cocina y se bebió dos vasos de leche fría.
No lo sabía.
Fue al cuarto de los niños, apartó la bañerita de la pared, y clavó con tachuelas sobre el empapelado de la pared una tela de plástico para protegerlo cuando el bebé salpicara agua al bañarse.
No lo sabía.
No sabía si es que se estaba volviendo loca o volviendo cuerda; si los brujos sólo sienten ansias de poder o si su poder era verdadero y fuerte; si Guy era su amante esposo o el traicionero enemigo del bebé y de ella misma.
Eran casi las cuatro. Él estaría de vuelta dentro de una hora, más o menos.
* * *
Telefoneó a la Asociación de Actores y allí le dieron el número de teléfono de Donald Baumgart.
Contestaron al primer timbrazo con un rápido e impaciente: «¿Sí?».
—¿Donald Baumgart?
—Soy yo.
—Soy Rosemary Woodhouse, la esposa de Guy Woodhouse.
—¡Ah!
—Quería...
—¡Vaya! —dijo él—. ¡Ahora debe ser usted una damita feliz! He oído decir que vive en medio de un esplendor aristocrático en la «Bram», sorbiendo vino de marca en copas de cristal, servida por lacayos uniformados.
—Quería saber cómo se encuentra usted. Si está mejor.
Él se echó a reír:
—¡Dios bendiga a la esposa de Guy Woodhouse! —exclamó—. ¡Me encuentro estupendamente! ¡Espléndido! ¡He mejorado muchísimo! Hoy sólo he roto seis vasos, sólo me caí en tres escalones, y sólo fui corriendo tap-tap-tap con mi bastón delante de dos coches de bomberos. Cada día, en cada sentido, voy mejorando y mejorando.
Rosemary dijo:
—Guy y yo sentimos muchísimo que él consiguiera ese papel por causa de su desgracia.
Donald Baumgart se quedó callado por un momento y luego dijo:
—¡Oh! ¡Qué demonios! Así es la vida. Unos suben, otros bajan. Él hubiera triunfado de todos modos. Si quiere que le diga la verdad, después de aquella segunda audición que hicimos para
Dos horas de sólido crepé
, estuve segurísimo de que él se llevaría el papel. Estuvo magnífico.
—Pues él pensaba que se lo iban a dar a usted —repuso Rosemary—. Y tenía razón.
—La tuvo por poco tiempo.
—Siento mucho no haber ido con él el día que fue a visitarle —dijo Rosemary—. Guy me lo pidió; pero yo no pude.
—¿Visitarme? ¿Se refiere al día que tomamos unas copas?
—Sí —dijo ella—. Me refiero a ese día.
—Hizo bien en no venir —respondió él—. Allí no admiten mujeres, ¿sabe? Bueno, después de las cuatro, sí, y eran después de las cuatro. Fue muy amable por parte de Guy. La mayoría de las personas no habrían tenido la... bueno, la clase, quiero decir. Yo no lo habría hecho, puedo asegurárselo.
—El perdedor invitando a unas copas al ganador —dijo Rosemary.
—¡Y quién nos iba a decir que una semana después...! Bueno, menos de una semana.
—Cierto —convino Rosemary—. Fue sólo unos días antes de que usted...
—Me quedara ciego. Sí. Era un miércoles o un jueves, porque yo había estado en una función matinal. Creo que era miércoles, y al domingo siguiente fue cuando esto me ocurrió. ¡Hey! —se echó a reír—. Guy no me pondría nada en aquella bebida, ¿verdad?
—No, no le puso nada —contestó Rosemary. La voz le temblaba—. Y a propósito, él tiene algo de usted, ya sabe.
—¿Qué quiere decir?
—¿No lo sabe?
—No —respondió él.
—¿No echó nada de menos aquel día?
—Que yo recuerde, no.
—¿Está seguro?
—No se referirá a mi corbata, ¿verdad?
—Sí —dijo ella.
—Bueno, él se llevó la mía y yo me quedé la suya. ¿Quiere que se la devuelva? Puedo dársela; no me importa qué corbata llevo, o si llevo alguna.
—No, él no quiere que se la devuelva —aseguró Rosemary—. No lo entendí bien. Pensé que sólo se la había pedido prestada.
—No. Fue un cambio. No se habrá creído que la robó, ¿verdad?
—Tengo que colgar ahora —dijo Rosemary—. Sólo quería saber si estaba mejor.
—No. Ninguna mejoría. Ha sido muy amable al llamarme.
Ella colgó.
Eran las cuatro y nueve minutos.
Se puso un vestido, un cinturón y unas sandalias. Cogió el dinero para los gastos de emergencia que Guy guardaba bajo su ropa blanca (un fajo no muy grueso de billetes) y lo metió en su bolso; metió también su libreta de direcciones y el frasco de pastillas vitamínicas. Sintió una contracción, y pasó; era la segunda del día. Cogió la maleta que había junto a la puerta del dormitorio y recorrió el pasillo y salió del apartamento.
A mitad de camino hacia el ascensor, se volvió y retrocedió.
Bajó en el montacargas, con dos muchachos repartidores.
Tomó un taxi en la calle Cincuenta y Cinco.
* * *
La señorita Lark, la recepcionista del doctor Sapirstein vio la maleta y preguntó, sonriendo:
—¿No estará usted de parto, verdad?
—No —contestó Rosemary—; pero tengo que ver al doctor. Es muy urgente.