La Semilla del Diablo (20 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Con
Todos ellos brujos
sobre el tablero, revolvió las letras y luego miró qué podría hacer con ellas. Sacó
Sud los ojos trébol
, y al cabo de un rato de reordenar las letras
Los otros Beuldjos
y
Sojod ellos brutos
. Ninguna de ellas parecía significar nada, ni revelaban nada, ni eran verdaderos anagramas, puesto que eran frases incompletas y sin sentido. Era una tontería. ¿Cómo podía ser el título de un libro el anagrama de un mensaje y mucho menos para ella sola? Hutch había estado delirando; ¿no había dicho eso Grace Cardiff? Esto era perder el tiempo.
Butojeos rodssoll. Llosdor jeosbutos
.

Pero quizá el anagrama lo constituyera el nombre del autor, no el del libro. Tal vez J. R. Hanslet fuera un pseudónimo; pues no parecía un nombre verdadero, si se paraba uno a pensar en ello.

Tomó nuevas letras.

El bebé dio puntapiés.

J. R. Hanslet era
Jan Shrelt
, o
J. H. Snartle
.

Tampoco eso tenía sentido.

Pobre Hutch.

Alzó el tablero y lo inclinó, volcando las letras y metiéndolas de nuevo en la caja.

El libro, que ahora estaba abierto sobre el asiento de ventana más allá de la caja, había vuelto sus páginas y ahora aparecía el retrato de Adrián Marcato, su esposa y su hijo. Quizá Hutch había estado abriendo el libro por esa página, manteniéndolo abierto mientras subrayaba «Steven».

El bebé estaba ahora quieto, sin moverse.

Puso el tablero de nuevo sobre sus rodillas y tomó de la caja las letras de
Steven Marcato
. Cuando el nombre estuvo formado ante ella, se quedó mirándolo por un momento y entonces comenzó a trasponer las letras. Sin ningún falso movimiento ni perder tiempo las ordenó de modo que formaran
Roman Castevet
.

Y entonces de nuevo
Steven Marcato
.

Y luego otra vez
Roman Castevet
.

El bebé se agitó en su interior ligeramente.

* * *

Leyó el capítulo de Adrián Marcato y el titulado
Prácticas de Brujería
y fue a la cocina y comió ensalada de atún con lechuga y tomate, pensando en lo que había leído.

Estaba justamente empezando el capítulo titulado
Brujería y Satanismo
cuando la puerta del piso se abrió, pero tropezó contra la cadena. Sonó el timbre y ella fue a ver quién era. Era Guy.

—¿Por qué has echado la cadena? —le preguntó cuando ella le dejó entrar.

Ella no contestó y volvió a cerrar la puerta y a echar la cadena.

—¿Qué pasa? —le traía un ramo de margaritas y una caja con la etiqueta de Bronzini.

—Te lo diré dentro —contestó ella mientras él le daba las margaritas y un beso.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí —repuso ella, dirigiéndose a la cocina.

—¿Qué tal estuvo el funeral?

—Muy emotivo. Fue muy breve

—Me compré la camisa que anunciaban en
The New Yorker
—dijo él dirigiéndose hacia el dormitorio—. ¡Hey! Están ya en las últimas representaciones de
En un claro día
y
Rascacielos
.

Ella puso las margaritas en un jarro azul y las llevó a la sala. Guy entró y le enseñó la camisa y ella la admiró.

De pronto le dijo:

—¿Sabes quién es realmente Roman?

Guy se quedó mirándola, parpadeó y frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir, cariño? Pues es... Roman.

—Es el hijo de Adrián Marcato —contestó ella—. El hombre que afirmó que había conjurado a Satanás y fue atacado en el portal por el populacho. Roman es su hijo Steven. «Roman Castevet» es «Steven Marcato» con las letras cambiadas, un anagrama.

Guy le preguntó:

—¿Quién te lo ha dicho?

—Hutch —repuso Rosemary. Y contó a Guy lo de
Todos ellos brujos
y lo del mensaje de Hutch. Le enseñó el libro, y él dejó a un lado la camisa, lo tomó y empezó a mirarlo; leyó el título y el índice y luego hojeó las páginas, lentamente, pasándolas con el pulgar, mirando a todas ellas.

—Aquí está cuando tenía trece años —explicó Rosemary—. ¿Ves sus ojos?

—Puede que sea sólo una coincidencia —dijo Guy.

—¿Y también es otra coincidencia que viva aquí? ¿En la misma casa donde Steven Marcato se crió? —Rosemary negó con la cabeza—. Las fechas coinciden también —dijo—. Steven Marcato nació en agosto de 1886, lo cual hace que ahora tenga setenta y nueve años. Es la edad de Roman. No es coincidencia.

—No, creo que no —convino Guy, pasando más páginas—. Supongo que es Steven Marcato, de acuerdo ¡Pobre viejo! No me extraña que se haya puesto de revés las letras de su nombre, con un padre chiflado como ése.

Rosemary se quedó mirando a Guy, insegura, y dijo:

—¿No crees que él será... igual que su padre?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Guy, sonriéndole—. ¿Un brujo? ¿Un devoto del diablo?

Ella asintió.

—Ro —dijo él—. ¿Bromeas? De veras tú... —se echó a reír y le devolvió el libro—. ¡Ah, Ro, cariño!

—Es como una religión —insistió ella—. Como una religión primitiva que quedó arrinconada.

—Muy bien —dijo él—, pero, ¿en nuestra época?

—Su padre fue un mártir de ella —replicó Rosemary—. Así es como debía considerarse. ¿Sabes dónde murió Adrián Marcato? En un establo. En la isla de Corfú, que no sé por dónde cae. Porque no quisieron admitirlo en ningún hotel. De veras. Nadie lo quería admitir. Y murió en el establo. Y Roman, su hijo, estaba con él. ¿Crees que él habrá abandonado sus creencias después de eso?

—Cariño, estamos en 1966 —dijo Guy.

—Este libro fue publicado en 1933 —prosiguió Rosemary—. Se celebraban aquelarres en Europa; así es cómo se llamaban los grupos o reuniones; aquelarres en Europa, en Norte y Sudamérica, en Australia; ¿crees que todos ellos han muerto en estos treinta y tres años ? Y aquí tenemos un aquelarre: Minnie y Roman, con Laura-Louise, y los Fountain, los Gilmore y los Wees; esas reuniones con la flauta y los cánticos, son
sabbats o esbats
, ¡o como demonios se llamen!

—Cariño —le contestó Guy—. No te excites.

—Lee lo que hacen, Guy —dijo ella alargándole el libro abierto y señalando una página con su dedo índice—. Utilizan sangre en sus rituales, porque la sangre tiene poder, y la sangre que tiene más poder es la sangre de un niño, un niño que no haya sido bautizado; y usan más que la sangre, ¡utilizan también la carne!

—¡Por amor de Dios, Rosemary!

—¿Por qué crees que se han mostrado tan amistosos con nosotros? —preguntó ella.

—¡Pues porque son gente amistosa! ¿Qué crees que son? ¿Maníacos?

—¡Sí! Sí. Maníacos que creen que tienen poderes mágicos, que creen que es verdad lo que cuentan los libros de brujería, que realizan toda clase de ritos de chiflados y hacen prácticas perversas ¡sólo porque están enfermos y son maniáticos!

—Cariño...

—¡Esas velas negras que nos trajo Minnie eran las de las misas negras! Eso fue lo que hizo sospechar a Hutch. Y su sala está despejada en medio para tener sitio.

—Cariño —contestó Guy—. Son gente mayor y tienen un puñado de viejos amigos y, de entre ellos el doctor Shand, casualmente, trae un magnetófono que pone en funcionamiento. En cuanto a las velas negras, las puedes comprar en el almacén de la esquina, así como rojas, verdes y azules. Y su sala está vacía en medio porque Minnie es una birria decorando. El padre de Roman estaba chiflado, de acuerdo; pero eso no es razón para pensar que Roman lo esté también.

—No volverán a poner los pies en este apartamento —dijo Rosemary—. Ninguno de ellos. Ni Laura-Louise o los otros. Y no se acercarán a cincuenta pasos de mi bebé.

—El hecho de que Roman se cambiara el nombre prueba que no es como su padre —dijo Guy—. Si lo fuera, habría conservado el nombre y estaría orgulloso de él.

—Lo ha conservado —arguyó Rosemary—. Lo único que ha hecho es cambiar el orden de las letras. Y de ese modo puede ir a los hoteles —se apartó de Guy y se dirigió a la ventana, donde estaba el juego del abecedario—. No les permitiré más que entren —dijo—. Y tan pronto como el niño sea lo suficientemente mayor, quiero que subarrendemos el apartamento y nos mudemos. No quiero tenerlos cerca de nosotros. Hutch tenía razón; jamás debimos mudarnos a esta casa.

Miró hacia afuera, a través de la ventana, sujetando el libro con ambas manos, temblando.

Guy la observó por un momento.

—Y ¿qué me dices del doctor Sapirstein? —preguntó—. ¿También pertenece al aquelarre?

Ella se volvió y se le quedó mirando.

—Al fin y al cabo —dijo—, también hay doctores maníacos, ¿verdad? Puede que su mayor ambición sea ir a visitar a sus enfermos montado en una escoba.

Se volvió de nuevo hacia la ventana, con su rostro sereno.

—No, no creo que sea uno de ellos —dijo—. Es... demasiado inteligente.

—Y además, es judío —dijo Guy, echándose a reír—. Bueno, me alegro de que haya alguien a quien no has incluido en tu campaña de imputaciones al estilo del senador McCarthy. ¡Hablar a estas alturas de casa de brujas! ¡Vamos! ¡Y de culpabilidad por asociación!

—No estoy diciendo que ellos sean brujos de verdad —contestó Rosemary—. Ya sé que ellos no tienen poder verdadero. Pero hay gente que se lo cree, aunque nosotros no nos lo creamos; de la misma manera que mi familia cree que Dios oye sus oraciones y que la hostia es realmente el cuerpo de Jesús. Minnie y Roman creen en su religión, y, como creen en ella, la practican. Sé que lo hacen, y no voy a permitir que la seguridad de mi bebé corra ningún riesgo.

—No subarrendaremos ni nos mudaremos —dijo Guy.

—Sí que lo haremos —replicó Rosemary, volviéndose hacia él.

Él recogió su camisa nueva.

—Ya hablaremos de eso después —dijo.

—Te ha mentido —declaró ella—. Su padre no fue ningún empresario teatral. Ni siquiera tuvo nada que ver con el teatro.

—Está bien, es un embustero —reconoció Guy—; pero ¿quién demonios no lo es? —se dirigió al dormitorio.

Rosemary se sentó junto al juego del abecedario. Lo cerró, y, tras un momento, abrió el libro y siguió leyendo el capítulo final,
Brujería y Satanismo
.

Guy volvió sin la camisa.

—No creo que debas seguir leyendo eso—dijo.

Rosemary contestó:

—Sólo quiero terminar de leer el último capítulo.

—Hoy no, cariño —Insistió Guy, acercándose a ella—. Ya te has alterado bastante. No es bueno ni para ti ni para el bebé.

Alargó su mano y esperó a que ella le diera el libro.

—No estoy alterada —dijo.

—Estás temblando —dijo él—. Hace cinco minutos que estás temblando. Vamos. Dámelo. Ya lo leerás mañana.

—Guy...

—No. Lo digo en serio. Vamos. Dámelo.

—¡Oh! —respondió ella, y se lo dio.

Él se dirigió al estante de los libros, se alzó de puntillas, y lo puso tan alto como pudo, encima de los dos tomos del Informe Kinsey.

—Ya lo leerás mañana —le dijo—. Ya has sufrido demasiadas emociones hoy, con los funerales y todo eso.

18

El doctor Sapirstein quedó asombrado.

—Fantástico —dijo—. Absolutamente fantástico. ¿Cómo dijo usted que era el nombre? ¿«Machado»?

—Marcato —contestó Rosemary.

—Fantástico —dijo el doctor Sapirstein—. No tenía la menor idea. Creo que él me dijo una vez que su padre había sido importador de café. Sí, recuerdo que me explicó los diferentes grados y las diferentes maneras de moler los granos.

—Pues a Guy le dijo que había sido empresario teatral.

El doctor Sapirstein meneó la cabeza.

—No me extraña que esté avergonzado de la verdad —dijo—. Y tampoco me admira que usted se haya sentido inquieta al descubrirla. Estoy seguro, como de ninguna otra cosa sobre la tierra, de que Roman no conserva ninguna de las extrañas ideas de su padre; aunque comprendo muy bien lo alterada que debe haberse sentido al saber que lo tiene por vecino y además por amigo.

—No quiero tener nada más que ver con él o con Minnie —dijo Rosemary—. Quizá no me porto bien con ellos; pero no quiero correr el menor riesgo cuando se trata de la seguridad de mi bebé.

—Naturalmente —dijo el doctor Sapirstein—; cualquier otra madre sentiría lo mismo.

Rosemary se acercó más a él.

—¿Hay alguna posibilidad —le preguntó—, de que Minnie pusiera algo dañino en la bebida o en aquellos pastelillos?

El doctor Sapirstein se echó a reír:

—Lo siento, querida —le dijo—. No he querido reírme; pero claro, pensando en esa amable anciana tan preocupada por la salud del niño... No, no hay posibilidad de que ella le diera algo dañino. Yo ya me habría dado cuenta hace tiempo, habría visto pruebas de ello en usted o en su bebé.

—La llamé por el teléfono de la casa y le dije que no me encontraba bien. No quiero tomar nada de ella.

—No tiene por qué tomarlo —repuso el doctor Sapirstein—. Puedo darle algunas pastillas que serán más que adecuadas en estas últimas semanas. En cierto modo esto puede ser también la respuesta al problema de Minnie y Roman.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Rosemary.

—Quieren irse —contestó el doctor Sapirstein—, y cuanto antes mejor. Ya sabe usted que Roman no se encuentra bien. Si he de hablarle en confianza, sólo le queda un mes o dos de vida. Él quiere hacer una larga visita a algunas de sus ciudades favoritas y ellos temían que usted pudiera ofenderse si se iban en vísperas del nacimiento de su bebé. Precisamente me hablaron de esto anteanoche, y querían saber qué opinaba yo de cómo se lo tomaría usted. No quieren inquietarla a usted diciéndole cuál es la razón verdadera de este viaje.

—Siento que Roman no se encuentre bien —dijo Rosemary.

—Pero se alegra de que se vayan, ¿verdad? —el doctor Sapirstein sonrió—. Es una reacción perfectamente razonable, si se consideran bien las cosas. Supongamos que hacemos esto, Rosemary: Yo les diré que la he sondeado y que usted no se ofenderá si ellos se van, y hasta que ellos se vayan (mencionaron el domingo como una posibilidad), usted sigue como antes, sin dejar que Roman sospeche que usted se ha enterado de su verdadera identidad. Estoy seguro de que él se sentiría muy azorado y desgraciado si lo supiera, y me parece que sería una vergüenza inquietarlo cuando ya es sólo cuestión de tres o cuatro días.

Rosemary quedó en silencio por un instante, y luego dijo:

—¿Está seguro de que se marcharán el domingo?

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