La Semilla del Diablo (26 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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Siguió con precaución por el pasillo. Una puerta a la derecha estaba cerrada; otra, a la izquierda, era un armario empotrado.

Sobre el armario vitrina colgaba una pintura vieja, pero bastante vivida, de una iglesia en llamas. Antes había habido sólo un espacio libre y un gancho; ahora había esa horrible pintura. Parecía que era San Patricio, con llamas amarillas y anaranjadas saliendo de sus ventanales y elevándose de su techumbre hundida.

¿Dónde había visto eso? ¿Una iglesia ardiendo?...

En la pesadilla. La pesadilla que tuvo cuando la llevaron a través del armario de la ropa blanca. Guy y alguien más. «La ha puesto muy alta.» A un salón de baile donde estaba ardiendo una iglesia. Donde ardía esa iglesia.

Pero ¿cómo podía ser?

Si la hubieran llevado a través del armario ¿habría visto ella la pintura al pasar?

Encontrar a Andy. Encontrar a Andy. Encontrar a Andy.

Con el cuchillo en alto siguió por el pasillo. Había otras puertas cerradas. Había otro cuadro: hombres y mujeres desnudos bailando en círculo. Enfrente estaba el recibidor y la puerta principal, la arcada a la derecha de la sala. Las voces eran más altas.

—¡No si él sigue esperando un avión! —dijo la señora Fountain, y hubo risas y luego siseos.

En el salón de baile del sueño, Jackie Kennedy le había hablado con amabilidad, luego se fue, y después todos ellos habían estado allí, el aquelarre completo, desnudos y cantando en círculo en torno de ella. ¿Había sido algo verdadero, que sucedió realmente? Roman con vestiduras negras había trazado dibujos sobre ella. El doctor Sapirstein le había sostenido una copa de pintura roja. ¿Pintura roja? ¿Sangre?

—¡Demonios, Hayato! —exclamó Minnie—. ¡Se está burlando de mí! ¡Me está tirando de la pierna, como decimos acá!

¿Minnie? ¿Había vuelto de Europa? ¿Y Roman también? ¡Pero si sólo ayer se había recibido una tarjeta postal de Dubrovnik enviada por ellos en la que decían que pensaban quedarse!

¿Habrían estado realmente fuera?

Ahora había llegado a la arcada, y podía ver los estantes y los archivadores y las mesitas de bridge cargadas con diarios y sobres amontonados. El aquelarre se celebraba en el otro extremo, riéndose todos, hablando bajito. Los cubos para hielo tintineaban.

Ella agarró mejor el cuchillo y dio un paso hacia adelante. Se detuvo, mirando fijamente.

Al otro lado de la habitación, en la gran ventana salediza, había una cuna negra. Era negra y sólo negra; tenía unos faldones de tafetán negro y una capucha y un guarnecido de volantes de torzal negro. Un adorno de plata acababa en una cinta negra prendida a su negra capucha.

¿Muerto? Pues no. Aunque ella lo hubiera temido, el rígido torzal, tembló, y el adorno de plata se movió.

Estaba allí. En aquella monstruosa cuna de aquellos monstruos pervertidos.

El adorno de plata era un crucifijo puesto boca abajo, y la cinta negra estaba ligada y atada alrededor de los tobillos de Jesús.

Sólo de pensar que su bebé estaba allí indefenso, en medio de aquel sacrilegio y horror, le entraron ganas de llorar a Rosemary. De repente sintió deseos de no hacer más que desmayarse y llorar, de rendirse completamente ante tan complicada e inaudita maldad. Pero resistió el pensamiento; cerró con fuerza los ojos para detener las lágrimas, dijo rápidamente «¡Ave María Purísima!» e hizo acopio de toda su resolución, y también de su odio; odio a Minnie, Roman, Guy, el doctor Sapirstein. A todos los que habían conspirado para robarle su Andy y hacer de él usos aborrecibles. Se secó las manos en su bata, se echó hacia atrás el cabello, agarró mejor el grueso mango del cuchillo, y se adelantó hacia donde todos ellos pudieran verla y saber que había venido.

Pero no, aquellos chiflados siguieron hablando, escuchando, sorbiendo, pasándolo bien, como si ella fuera un fantasma, o hubiese vuelto a su lecho y estuviera durmiendo. Minnie, Roman, Guy (¡contratos!), el señor Fountain, los Wees, Laura-Louise y un joven japonés con cara de estudioso que llevaba gafas, todos estaban reunidos bajo un gran retrato de Adrián Marcato, que estaba encima de la chimenea. Éste fue el único que la vio. La miró fijamente, inmóvil, poderoso, pero impotente; un retrato.

Entonces Roman la vio también; soltó su vaso y tocó el brazo de Minnie. Inmediatamente se hizo el silencio, y los que estaban sentados dándole la espalda se volvieron interrogativamente. Guy hizo gesto de levantarse, pero se volvió a sentar. Laura-Louise se llevó las manos a la boca y gimió. Helen Wees le dijo:

—Vuelva a la cama, Rosemary; ya sabe que no debe levantarse.

O estaba loca o trataba de asustarla.

—¿Es la madre? —preguntó el japonés, y cuando Roman asintió, dijo «¡Ah!» y se quedó mirando a Rosemary con interés.

—Ha matado a Leah —dijo el señor Fountain levantándose—. Ha matado a mi Leah, ¿verdad? ¿Dónde está? ¿Ha matado usted a mi Leah?

Rosemary se quedó mirando fijamente a Guy. Éste bajó la mirada, ruborizado.

Ella agarró el cuchillo con más fuerza.

—Sí —dijo—. La he matado. La apuñalé hasta dejarla muerta. Y he limpiado mi cuchillo y mataré al que se me acerque. ¡Diles lo afilado que es, Guy!

Él no dijo nada. El señor Fountain se sentó, llevándose una mano a su corazón. Laura-Louise gimió.

Sin dejar de observarlos, comenzó a cruzar la habitación en dirección a la cuna.

—Rosemary —dijo Roman.

—Cállese —le contestó ella.

—Antes de que mire a...

—Cállese —dijo ella—. Ustedes están en Dubrovnik. No le oigo.

—Déjala —dijo Minnie.

Ella los miró hasta llegar a la cuna, que estaba vuelta en dirección a ellos. Con su mano libre cogió la manija cubierta de negro e hizo girar la cuna, lenta y suavemente, hasta que estuvo cara a ella. El tafetán crujió, las ruedas negras chirriaron.

Dormidito y dulce, pequeño y rosado de cara, Andy yacía envuelto en una ajustada sabanita negra, con guantecitos negros en sus manitas atados con cintas del mismo color. Tenía un cabello de color anaranjado, mucho cabello, sedoso y cepillado. ¡Andy! ¡Oh, Andy! Alargó su mano hacia él, apartando el cuchillo; sus labios hicieron pucheritos y abrió los ojos y se quedó mirándola. Sus ojos eran amarillo-dorados, todo amarillo-dorados, sin blanco ni iris; todo amarillo-dorados, con pupilas en forma de rayitas verticales negras.

No pudo separar la vista de él.

Los ojos del bebé, se fijaron en ella, dorado-amarillentos, y, después, en el crucifijo boca abajo que se balanceaba.

Ella alzó la vista y vio que todos la estaban observando, y, cuchillo en mano, les gritó:

—¿Qué le han hecho a sus ojos?

Se estremecieron y miraron a Roman.

—Tiene los ojos de Su Padre —contestó Roman.

Ella le miró, miró a Guy (que se había tapado los ojos con una mano), volvió a mirar a Roman.

—¿De qué habla usted? —preguntó—. ¡Guy tiene los ojos color marrón! ¡Son normales! ¿Qué le han hecho, maníacos?

Se apartó de la cuna, dispuesta a matarlos.

—Mire a sus manos —le dijo Minnie—. Y a sus pies.

—Y a su rabo —añadió Laura-Louise.

—Y a los brotes de sus cuernos —agregó Minnie.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Rosemary.

Se volvió hacia la cuna, dejó caer el cuchillo, y dio la espalda al aquelarre que la observaba.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó tapándose la cara—. ¡Oh, Dios mío! —y alzó sus puños y gritó al techo—: ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

—¡Este es el año Uno! —atronó Roman—. ¡El primer año de nuestro Amo! ¡Es el año Uno! ¡Es el año Uno, el comienzo de Adrián!

—¡Salve Adrián! —gritaron—. ¡Salve Adrián!

Ella retrocedió.

—¡No, no! —retrocedió más y más, hasta que se halló entre dos mesitas de bridge; se sentó y se quedó mirándolos fijamente—. No.

* * *

El señor Fountain echó a correr y se fue por el pasillo. Guy y el señor Wees fueron tras él.

Minnie se acercó refunfuñando, y, al detenerse, se agachó y recogió el cuchillo. Y se lo llevó a la cocina.

Laura-Louise se acercó a la cuna y la balanceó posesivamente, haciéndole carantoñas al bebé. El tafetán negro crujió, las ruedas chirriaron.

Ella siguió sentada y mirando fijamente:

—No —dijo.

La pesadilla, la pesadilla. Había sido verdad. Los ojos amarillos que ella había visto.

—¡Oh, Dios mío! —dijo.

Roman se acercó a ella.

—Clare exagera —dijo—, llevándose la mano al corazón por Leah. Él no lo siente tanto. En realidad nadie la quería; era un estorbo, tanto desde el punto de vista emocional como del financiero. ¿Por qué no nos ayuda, Rosemary, y es una verdadera madre para Adrián? Nosotros arreglaremos que no sea castigada por haberla matado. Que nadie lo descubra. No tiene que unirse a nosotros si no quiere; sólo ser una madre para nuestro bebé —se inclinó y susurró—; Minnie y Laura-Louise son demasiado viejas. No estaría bien.

Ella se quedó mirándolo.

Él se incorporó de nuevo.

—Piénselo, Rosemary —le dijo.

—Yo no la he matado —afirmó.

—¿Oh?

—Sólo le di las pastillas —dijo—. Está dormida.

—¿Oh? —repitió él.

Sonó el timbre de la puerta.

—Excúseme —dijo, y fue a contestar—. Piénselo de todos modos —dijo por encima del hombro.

—¡Oh, Dios! —exclamó ella.

—Cállese con tanto «¡oh, Dios!», o la mataremos —amenazó Laura-Louise, balanceando la cuna—. Con leche o sin leche.

—Cállese —le dijo Helen Wees, acercándose a Rosemary y poniendo un pañuelo humedecido en su mano—. Rosemary es Su madre, no importa como se comporte —dijo—. Recuerde eso, y téngale respeto.

Laura-Louise dijo algo entre dientes.

Rosemary se frotó su frente y mejillas con el pañuelo frío. El japonés, sentado al otro lado de la habitación sobre un cojín, cruzó miradas con ella, hizo una mueca e inclinó la cabeza. Alzó y abrió una máquina fotográfica en la que estaba metiendo un carrete, y la enfocó en dirección a la cuna, haciendo muecas y asintiendo con la cabeza. Ella bajó la mirada y empezó a llorar. Se secó los ojos.

Roman entró, llevando del brazo a un hombre robusto, guapo y moreno, con un traje y zapatos blancos. Llevaba una gran caja envuelta en papel azul claro con dibujos de ositos y caramelos alargados. De la caja salían sonidos musicales. Todo el mundo fue a saludarle y estrecharle la mano. «Preocupados», decían, y «placer», y «aeropuerto», y «Stavropoulos» y «ocasión». Laura-Louise llevó la caja a la cuna. La sostuvo para que el bebé la viera, la meneó para que la oyera y la puso sobre el asiento de ventana con muchas otras cajas igualmente envueltas y unas pocas envueltas en negro con cintas negras.

—Justamente después de medianoche del veinticinco de junio —dijo Roman—. Exactamente medio año después de lo que usted sabe. ¿No es perfecto?

—Pero ¿por qué está tan asombrado? —preguntó el recién llegado alargando ambas manos—. ¿No predijo Edmond Lautréamont hace trescientos años un veinticinco de junio?

—Claro que lo predijo —contestó Roman, sonriendo—; pero ¡es tal novedad que una de sus predicciones se haya cumplido exactamente! —todos se echaron a reír—. Venga, amigo mío —dijo Roman, haciendo avanzar al recién llegado—. Venga a verle. Venga a ver al Niño.

Fueron a la cuna, donde Laura-Louise esperaba con sonrisa de tendera, y la rodearon, mirándola en silencio. Al cabo de un rato, el recién llegado se puso de rodillas.

Entraron Guy y la señora Wees.

Aguardaron en la entrada hasta que el recién llegado se levantó, y entonces Guy se acercó a Rosemary.

—Leah se pondrá bien —le dijo—. Abe está allí con ella —siguió mirándole, frotándose las manos en sus lados—. Me prometieron que no te harían daño. Y no te han hecho daño. Supón que hubieras tenido un bebé y lo hubieses perdido, ¿no habría sido igual? ¡Y vamos a recibir tanto a cambio, Ro!

Ella soltó el pañuelo sobre la mesa y le miró. Con toda la fuerza que pudo, le escupió.

Él se sonrojó y se volvió, secándose la parte delantera de su chaqueta. Roman lo tomó por un brazo y lo presentó al recién llegado, Argyron Stavropoulos.

—¡Qué orgulloso debe estar usted! —exclamó Stavropoulos, tomando la mano de Guy con las dos suyas—. Pero... ¿es ésa la madre? ¡En nombre de...!

Roman lo apartó y le dijo algo al oído.

—Tome —dijo Minnie, y ofreció a Rosemary una taza de humeante té—. Bébaselo y se sentirá mejor.

Rosemary se quedó mirándole y luego alzó la vista hacia Minnie.

—¿Qué es esto? ¿Raíz de tanis?

—No tiene nada —repuso Minnie—. Sólo azúcar y limón. Es té Lipton normal. Bébaselo.

Y lo dejó junto al pañuelo.

* * *

Lo que tenía que hacer era matarlo. Evidentemente. Esperar a que todos estuvieran sentados en el otro extremo, entonces echar a correr, apartar de un empujón a Laura-Louise, y coger al bebé y tirarlo por la ventana. Y saltar tras él. UNA MADRE MATA A SU BEBÉ Y SE SUICIDA EN LA BRAMFORD.

Salvar al mundo de Dios sabía qué. De Satanás sabía qué.

¡Un rabo! ¡Los brotes de sus cuernos!

Quería gritar, morir.

Lo haría, lo arrojaría y luego saltaría.

La reunión estaba recuperando su atmósfera normal. Un cóctel muy agradable. El japonés estaba sacando fotos; de Guy, de Stavropoulos, de Laura-Louise sosteniendo al bebé.

Ella se volvió, no queriendo ver.

¡Esos ojos! ¡Como los de un animal, como un tigre, no como los de un ser humano!

Claro que no era un ser humano. Era... una especie de mestizo.

¡Y qué querido y dulce había parecido antes de que abriera aquellos ojos amarillos! La diminuta barbilla, parecida un poco a la de Brian; la dulce boquita. Aquel encantador pelo anaranjado... Le gustaría volverlo a ver, con tal de que no abriera aquellos ojos amarillos de animal.

Probó el té. Era té.

No. No podía arrojarlo por la ventana. Era su bebé, fuera quien fuese su padre. Lo que tenía que hacer era ir en busca de alguien que pudiera comprenderla. Como, por ejemplo, un sacerdote. Sí, ahí estaba la respuesta: un sacerdote. Era un problema que la Iglesia tendría que resolver. Del que tendrían que tratar el Papa y los cardenales, y no la estúpida Rosemary Reilly, de Omaha.

Matar estaba mal, fuera a quien fuese.

El bebé comenzó a lloriquear porque Laura-Louise estaba balanceando la cuna demasiado aprisa, y la muy idiota empezó a balancearla más de prisa todavía.

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