Read La Semilla del Diablo Online
Authors: Ira Levin
—Necesitabas uno de sus objetos personales —repuso ella—; para que pudieran hechizarlo y dejarlo ciego.
Él se le quedó mirando fijamente.
—Cariño —le dijo—, ¡por amor de Dios! ¿De qué estás hablando?
—Ya lo sabes.
—¡Cielo santo! —exclamó—. Cambiamos de corbatas porque a mí me gustaba la suya y a él le gustaba la mía. No te lo conté porque luego me pareció haber hecho una tontería y me sentía un poco azorado por ello.
—¿Dónde conseguiste las entradas para
The Fantasticks
? —preguntó ella.
—¿Qué?
—Me dijiste que te las había dado Dominick, y eso es mentira.
—¡Muchacha! —exclamó él—. ¿Y por eso soy un brujo? Me las dio una chica llamada Norma no sé qué a la que conocí en una audición y con la que me bebí un par de copas. ¿Y qué hizo Abe? ¿Atarse de revés los cordones de los zapatos?
—Él usa la raíz —replicó ella—. Es cosa de brujos. Su recepcionista me dijo que había percibido ese olor en él.
—Puede que Minnie le regalara un amuleto de la suerte como te lo regaló a ti. ¿Quieres decir que sólo lo usan los brujos? Eso no suena lógico.
Rosemary se quedó callada.
—Enfrentémonos con los hechos, cariño —dijo Guy—. Has sufrido la locura del preparto. Y ahora vas a descansar y a olvidarla —se inclinó hacia ella y le tomó su mano—. Sé que ésta es la cosa peor que te ha ocurrido —le dijo—; pero a partir de ahora todo serán rosas. La Warner está a punto de concedernos lo que queremos y, de repente, la Universal se ha interesado también. Voy a obtener algunas buenas revistas más y luego dejaremos esta ciudad y nos iremos a vivir a las hermosas colinas de Beverly, con una piscina y un huerto con plantas medicinales y todo lo demás. Y niños también, Ro. Palabra de explorador. Ya oíste lo que dijo Abe —besó su mano—. Y ahora a correr a hacerme famoso.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Déjame que te vea tu hombro —le pidió ella.
Él se detuvo y se volvió.
—Déjame ver tu hombro —repitió ella.
—¿Bromeas?
—No —contestó ella—. Déjamelo ver. Tu hombro izquierdo.
Él se quedó mirándola y contestó:
—Está bien; lo que quieras, cariño.
Se desabrochó el cuello de su camisa, azul y de mangas cortas, se subió el faldón de la misma y se la sacó por la cabeza. Tenía debajo una camiseta en forma de T.
—Generalmente prefiero hacer esto con acompañamiento de música —dijo, quitándose también la camiseta. Se acercó al lecho e, inclinándose, mostró a Rosemary su hombro izquierdo. No había ninguna marca. Sólo había la débil huella de un divieso o grano. Le mostró su otro hombro, y su pecho y su espalda.
—Esto es lo más que hago sin una luz azul —dijo él.
—Muy bien —contestó ella.
Él hizo una mueca.
—Ahora la cuestión es si me vuelvo a poner la camisa o subo a darle a Laura-Louise la mejor ocasión de su vida.
* * *
Como sus pechos estaban llenos de leche era necesario aliviárselos; así que el doctor Sapirstein le enseñó cómo usar una bomba de goma en forma de bulbo, adaptable al pecho, como una bocina antigua de automóviles. Varias veces al día Laura-Louise o Helen Wees o quienquiera que fuera, se la traía con una taza medidora Pyrex. Ella se sacaba de cada pecho una onza o dos de un líquido ligero, débilmente verduzco, que olía un poquito a raíz de tanis, un proceso que era una demostración final irrefutable de la ausencia del bebé.
Cuando se llevaban la taza y la bomba de la habitación se echaba de nuevo sobre su almohadón, destrozada y solitaria, hartándose de llorar.
Joan, Elise y Tiger vinieron a verla, y ella habló con Brian por teléfono durante veinte minutos. Le trajeron flores (rosas, claveles y azaleas amarillas) de parte de Alian, Mike y Pedro, y Lou y Claudia. Guy le compró un nuevo televisor de transistores y se lo puso al pie de la cama. Ella lo veía y comía, y se tomaba las pastillas que le daban.
Se recibió una carta de simpatía de Minnie y Roman. Cada uno de ellos escribió una página. Estaban en Dubrovnik.
Los puntos dejaron gradualmente de dolerle.
* * *
Una mañana, al cabo de dos o tres semanas, le pareció oír llorar a un bebé. Apagó el televisor y escuchó. Era un lejano y débil lloriqueo. ¿Era de veras un lloriqueo? Salió de la cama y cortó el acondicionador de aire.
Florence Gilmore entró con la bomba y la taza.
—¿Ha oído llorar a un bebé? —le preguntó Rosemary.
Ambas escucharon.
Sí, era eso. Un bebé llorando.
—No, querida, no —dijo Florence—. Vuelva ahora a la cama; ya sabe que no debe andar por ahí. ¿Ha cortado usted el acondicionador de aire? No debió hacerlo; es un día terrible. La gente se muere de calor.
Lo volvió a oír aquella tarde, y, misteriosamente, sus pechos comenzaron a manar...
—Tenemos nuevos vecinos en el piso octavo —dijo Guy aquella noche, sin venir a qué.
—Y tienen un bebé.
—Sí ¿cómo lo sabes?
Ella se le quedó mirando por un momento.
—Lo oí llorar —dijo.
Lo oyó al día siguiente. Y al otro.
Dejó de ver la televisión y sostuvo un libro frente a ella, fingiendo leer, pero en realidad escuchando, escuchando...
No era en el octavo piso; era ahí mismo, en el séptimo.
Y, casi siempre, le traían la bomba y la taza unos minutos después de que comenzara el llanto; y el llanto cesaba unos minutos después de que se hubieran llevado su leche.
—¿Qué hace usted con ella? —preguntó a Laura-Louise una mañana, devolviéndole la bomba y la taza con seis onzas de leche
—¿Qué voy a hacer? La tiro, por supuesto —contestó Laura-Louise, y se fue.
Aquella tarde, al ir a dar la taza a Laura-Louise, le dijo:
—Un momento —y quiso meter dentro una cucharilla sucia de café.
Laura-Louise apartó bruscamente la taza.
—No haga eso —le dijo, y cogió la cucharilla con un dedo de la mano que sostenía la bomba.
—Y ¿qué más da? —preguntó Rosemary.
—Es que ensucia —contestó Laura-Louise.
Estaba vivo.
Se encontraba en el apartamento de Minnie y Roman.
Lo tenían allí, alimentándolo con su leche y, gracias a Dios, cuidándolo porque, tal como ella recordaba del libro de Hutch, el día primero de agosto era uno de sus días especiales, Lammas o Leamas, o algo así, con sus ritos maníacos especiales. O puede que lo estuvieran guardando hasta que Minnie y Roman volvieran de Europa. Para que ellos participaran también.
Pero seguía vivo.
Dejó de tomar las pastillas que le daban. Se las escondía en el pliegue entre su dedo pulgar y la palma de la mano y fingía que se las tragaba, y luego metía las pastillas todo lo hondo que podía entre el colchón y el somier.
Se sentía mucho más fuerte y despabilada.
¡Resiste, Andy! ¡Ya voy!
Había aprendido bien la lección con el doctor Hill. Esta vez no pediría ayuda a nadie, ni esperaría que nadie la creyera y fuera su salvador. Ni la policía, ni siquiera Joan o los Dunstans, o Grace Cardiff; ni siquiera Brian. Guy era demasiado buen actor y el doctor Sapirstein un médico demasiado afamado; entre ambos harían que incluso Brian pensara que sufría una especie de locura por la pérdida del bebé. Esta vez lo haría sola, entraría allí, llevando su cuchillo más largo y afilado para mantener a raya a aquellos maníacos, y tomaría en brazos a su hijo.
Y ahora les llevaba una ventaja. Porque ella sabía (y ellos no sabían que ella sabía) que había un camino secreto de un apartamento al otro. La puerta había estado con la cadena bien echada aquella noche; lo sabía, como sabía que su mano era una mano y no un pájaro o un buque de guerra; y, sin embargo, todos ellos entraron. Así que tenía que haber otro camino.
El cual sólo podía ser el armario empotrado de la ropa blanca, que había taponado la fallecida señora Gardenia, la que sin duda falleció víctima de la misma brujería que había paralizado y matado al pobre Hutch. El armario había sido puesto allí para partir el apartamento grande en dos apartamentos más pequeños, y si la señora Gardenia había pertenecido al aquelarre (ella había dado a Minnie sus hierbas ¿no había dicho eso Terry?), entonces lo más lógico era abrir el fondo del armario, de alguna manera, e ir de aquí para allá ahorrando pasos y sin que los Bruhn y los De Vore pudieran nunca sospechar nada.
Era el armario de la ropa blanca.
En un sueño que ella había tenido hacía ya mucho tiempo, vio cómo la llevaban a través de él. No había sido un sueño; había sido una señal del cielo, un mensaje divino que había que guardar y recordar ahora, para más seguridad, en esos momentos de prueba.
¡Oh, Padre que estás en los cielos, perdóname por dudar! ¡Perdóname por alejarme de ti, Padre Misericordioso, y ayúdame, ayúdame en esta hora de necesidad! ¡Oh, Jesús, ayúdame a salvar a mi bebé inocente!
* * *
Las pastillas, por supuesto, eran la respuesta. Metió el brazo por debajo del colchón y las fue cogiendo una a una. Eran ocho, todas iguales; pequeñas tabletas blancas con una incisión en medio para poder partirlas por la mitad. Fueran de lo que fuesen, tres al día la habían mantenido inmóvil y dócil; ocho de golpe, seguro que sumergirían a Laura-Louise o Helen Wees en un profundo sueño. Frotó las píldoras para limpiarlas, las metió dentro de un pedazo de cubierta de revista que plegó, y las escondió en su caja de pañuelos de papel.
Pretendió seguir estando inmóvil y seguir siendo dócil; tomaba sus comidas y leía revistas y bombeaba su leche.
La ocasión se presentó un día que vino Leah Fountain. Esta llegó después de que Helen Wees se hubiera llevado su leche y dijo:
—¡Hola, Rosemary! Hasta ahora he dejado a las otras chicas el placer de venir a visitarla; pero ahora me toca a mí el turno. ¡Aquí está como en un cine! ¿Hay algo bueno esta noche?
No había nadie más en el apartamento. Guy había salido para verse con Alian, quien le tenía que explicar algunos contratos.
Vieron una película de Fred Astaire y Ginger Rogers, y, durante un descanso, Leah fue a la cocina y trajo dos tazas de café.
—También tengo hambre —dijo Rosemary cuando Leah dejó las tazas de café sobre la mesita de noche—. ¿Le importaría hacerme un bocadillo de queso?
—Claro que no me importa, querida —contestó Leah—. ¿Cómo lo quiere? ¿Con lechuga y mayonesa?
Salió de nuevo y Rosemary sacó el pedacito de papel de revista doblado de su caja de pañuelos. Ahora había dentro de él once pastillas. Las echó todas a la taza de Leah y agitó el café con su propia cucharilla, que luego secó con un paño. Tomó su taza de café, pero le temblaba tanto, que tuvo que soltarla de nuevo.
Sin embargo, se hallaba incorporada y sorbiendo calmosamente cuando Leah volvió con el bocadillo.
—Gracias, Leah —le dijo—. Parece muy bueno. El café está un poco amargo; me parece que ha hervido demasiado.
—¿Quiere que haga otro? —preguntó Leah.
—No, no está mal del todo —repuso Rosemary.
Leah se sentó junto a la cama, tomó su taza, meneó su contenido y lo probó.
—¡Hum! —exclamó y arrugó la nariz; asintió, conviniendo con Rosemary—. Pero está potable.
Vieron la película y, al cabo de dos descansos más, Leah dio una cabezada, pero se incorporó inmediatamente. Soltó su taza y platillo, después de haberse tomado dos tercios del líquido. Rosemary se comió el último pedazo de su bocadillo y contempló a Fred Astaire y otras dos personas bailando sobre mesas giratorias, en un escenario maravilloso y divertido.
En la parte siguiente de la película, Leah se quedó dormida.
—¿Leah? —preguntó Rosemary.
La anciana estaba sentada roncando, con su barbilla contra su pecho y sus manos palmas arriba sobre su regazo. Su cabello color lavanda, una peluca, se le había corrido hacia adelante; algunas canas le salían por detrás del cuello.
Rosemary salió de la cama, se puso las zapatillas y la bata acolchada, azul y blanca, que se había comprado para el hospital. Saliendo sin hacer ruido del dormitorio, cerró la puerta y fue hacia la puerta del apartamento, corriendo el cerrojo y la cadena sin hacer el menor ruido.
Luego fue a la cocina, y del colgadero de los cuchillos tomó el cuchillo más largo y afilado, un cuchillo para trinchar, casi nuevo, con una hoja de acero curvada y puntiaguda y un pesado mango de hueso con un extremo de bronce. Sosteniéndolo con la punta hacia abajo, salió de la cocina y siguió el pasillo hasta el armario de la ropa blanca.
Tan pronto como lo abrió supo que tenía razón. Los estantes estaban bastante limpios y ordenados; pero el contenido de dos de ellos había sido cambiado; las toallas de baño y las toallas de mano estaban donde las sábanas de invierno debían de estar y viceversa.
Dejó el cuchillo en el umbral del cuarto de baño y sacó todo del armario, excepto lo que estaba en el estante fijo superior. Dejó las toallas y las sábanas en el suelo, así como cajas grandes y pequeñas, y entonces alzó los cuatro estantes cubiertos de tela de algodón que ella había decorado y puesto allí hacía miles de años.
La parte trasera del armario, por debajo del estante superior, era un simple panel grande pintado de blanco con estrechas molduras blancas. Acercándose y apartándose a un lado para tener mejor luz, Rosemary vio que donde el panel y la moldura se unían, la pintura estaba rota en una línea continua. Apretó a un lado del panel y luego al otro; apretó más, y éste giró hacia dentro sobre unos goznes que chirriaron. Dentro había oscuridad; otro armario, con un colgador de alambre que se reflejaba en el suelo y un punto brillante de luz: un ojo de cerradura. Abriendo el panel de par en par, Rosemary entró en el segundo armario y se agachó. A través del ojo de la cerradura vio, a una distancia de unos seis metros, un pequeño armario-vitrina que había en medio del pasillo del apartamento de Minnie y Roman.
Empujó la puerta. Se abrió.
La cerró y retrocedió a través de su propio armario y cogió el cuchillo; luego entró y atravesó de nuevo, miró otra vez a través del ojo de la cerradura, y abrió un poquito la puerta.
Luego la abrió más, sosteniendo el cuchillo a la altura de su hombro, con la punta hacia adelante.
El pasillo estaba vacío, pero se oían voces que venían de la sala. El cuarto de baño estaba a su derecha, con su puerta abierta, oscura. El dormitorio de Minnie y Roman estaba a su izquierda, con una lámpara de noche encendida. No había camita de niño ni bebé.