Read La Semilla del Diablo Online
Authors: Ira Levin
—Y ¿no saben de qué ha sido?
—Aún no. Aunque es pronto todavía, y estoy segura de que lo descubrirán. Y cuando lo descubran, podrán tratarlo. De momento no responde a ningún tratamiento.
—¡Qué horror! —exclamó Rosemary—. ¿Y jamás tuvo una cosa así antes?
—Nunca —dijo Grace Cardiff—. Yo voy a ir ahora al hospital a verlo. Ya le comunicaré cualquier novedad que haya.
—¡Oh, gracias! —dijo Rosemary.
Le dio el número de su apartamento y luego le preguntó si podía ayudar en algo.
—No creo —contestó Grace Cardiff—. Acabo de telefonear a sus hijas, y al parecer eso es todo lo que se puede hacer de momento, al menos hasta que recupere el conocimiento. Si hubiera algo más ya se lo haría saber.
* * *
Rosemary salió del edificio Seagram y atravesó el patio exterior, bajó los escalones y dobló hacia el norte por la calle Cincuenta y Cinco. Cruzó Park Avenue y fue lentamente hacia Madison Avenue, preguntándose si Hutch se salvaría o moriría, y si se moría, si ella (¡egoísmo!) tendría de nuevo a alguien con quien pudiera contar con tanta seguridad. También pensó en Grace Cardiff, a quien creía atractiva. ¿Habrían tenido ella y Hutch unos tranquilos amores otoñales? Ojalá que sí. Puede que este aviso de la muerte, que es lo que iba a ser, un aviso de la muerte y no la muerte misma, los empujara hacia el matrimonio, y todo resultara al final una bendición disfrazada. Quizá. Quizá.
Cruzó Madison Avenue y en alguna parte entre las avenidas Madison y Quinta se halló mirando a un escaparate en donde había un pequeño belén iluminado, hecho con exquisitas figuritas de porcelana representando al Niño Jesús, María y José, los Reyes Magos, los pastores, y la mula y el buey en el establo. Ella sonrió ante tan tierna escena, llena de simbolismo y emoción, que habían sobrevivido a su agnosticismo; y entonces vio en el cristal del escaparate, como un velo colgado ante la Natividad, su propia sonrisa reflejada, con las mejillas esqueléticas y los ojos con ojeras negras que ayer habían alarmado a Hutch y ahora la alarmaron a ella.
—Bueno, ¡esto es lo que yo llamo el largo brazo de la coincidencia! —exclamó Minnie, quien se acercó sonriente a ella, con un chaquetón de cuero blanco, un sombrero rojo y sus gafas de cadenita—. Me dije: mientras Rosemary esté fuera ¿por qué no puedo salir yo y hacer mis últimas compras de Navidad? ¡Y nos hemos encontrado! Parece como si se tratara de dos que fueran a los mismos sitios e hicieran las mismas cosas! ¡Vaya! ¿Qué le pasa, querida? Parece tan triste y abatida.
—Es que me acaban de dar una mala noticia —explicó Rosemary—. Un amigo mío está muy enfermo. Lo han llevado al hospital.
—¡Oh, no! —dijo Minnie—. ¿Quién es?
—Se llama Edward Hutchins —contestó Rosemary.
—¿El que conoció Roman ayer por la tarde? ¡Vaya! Estuvo una hora hablando de él, diciendo qué hombre tan inteligente era. ¡Qué lástima! ¿Qué le pasa?
Rosemary se lo contó.
—¡Qué pena! —dijo Minnie—. ¡Espero que no le pase lo mismo que a la pobre Lily Gardenia! ¿Y los médicos no saben lo que tiene? Bueno, al menos lo reconocen. Generalmente disimulan su ignorancia con muchos latinajos. Si el dinero que se gastan en poner astronautas allá arriba se lo gastaran en investigaciones médicas aquí, todos estaríamos mucho mejor, si quiere mi opinión. ¿Se encuentra bien, Rosemary?
—Ahora me duele más —dijo Rosemary.
—¡Pobrecita! ¿Sabe lo que pienso? Creo que nos vamos a ir a casa ahora mismo. ¿Qué me dice?
—¡Oh, no! Usted tiene que terminar sus compras de Navidad.
—¡Calle, calle! —exclamó Minnie—. Aún hay por delante dos semanas. Tápese los oídos —se llevó su muñeca a la boca y sopló a un silbato que tenía en un brazalete de oro, arrancándole silbidos agudos y estridentes. Un taxi viró hacia ellas—. ¿Qué le parece esto? Y también sirve estupendamente para parar los pies a cualquiera.
Poco después, Rosemary se encontraba de nuevo en su apartamento. Y se bebió la bebida agria y fresca del vaso con rayas azules y verdes, mientras Minnie la observaba con cara de aprobación.
Había estado comiendo la carne medio cruda; ahora se la comía casi cruda, hervida sólo lo suficientemente para que perdiera la congelación del refrigerador y cociera un poquitín sus jugos.
Las semanas anteriores a las fiestas y las mismas fiestas, fueron lúgubres. El dolor se hizo más fuerte, y llegó a ser tan agudo, que a veces se encerraba en Rosemary (algún centro de resistencia y recordado bienestar) y ella cesó de reaccionar, dejó de mencionar el dolor al doctor Sapirstein, dejó incluso de pensar en el dolor. Hasta ahora había estado dentro de ella; ahora ella estaba dentro de él; el dolor era como los fenómenos meteorológicos que la rodeaban; era el tiempo, era el mundo entero. Entumecida y exhausta, comenzó a dormir más, y a comer más también, más carne casi cruda.
Hacía lo que tenía que hacer: guisaba y limpiaba; envió tarjetas de Navidad a la familia (no tenía ánimos para llamadas telefónicas) y metió dinero en sobres para los ascensoristas, porteros, recaderos y el señor Micklas. Leía periódicos y trataba de interesarse por las noticias de estudiantes que habían quemado las tarjetas de alistamientos, y por la amenaza de una huelga de transportes en la ciudad, pero no podía: eso eran noticias de un mundo de fantasía; no había nada real excepto su mundo de dolor. Guy compró regalos de Navidad para Minnie y Roman; para los regalos entre sí acordaron no comprarse nada. Minnie y Roman les regalaron unas bandejas de plata para botellas.
Fueron a los cines próximos algunas veces; pero la mayoría de las noches se quedaron en casa o fueron a casa de Minnie y Roman, donde conocieron matrimonios llamados Fountain, Gilmore y Wees, una mujer llamada señora Sabatini, que siempre iba con su gato, y el doctor Shand, el dentista retirado que había hecho la cadena para el amuleto de Rosemary. Todos eran personas mayores que trataban a Rosemary con amabilidad y atenciones, sin duda dándose cuenta de que no se encontraba muy bien. Laura-Louise acudía también y a veces el doctor Sapirstein se unía al grupo. Roman era un anfitrión enérgico, llenando vasos e iniciando nuevos tópicos de conversación. La noche de Año Nuevo se propuso un brindis: «¡Por 1966, el Año Uno!», que dejó confusa a Rosemary, aunque todos parecieron comprenderlo y lo aprobaron. Ella creyó haberse perdido alguna referencia literaria o política, aunque en realidad no le importaba. Ella y Guy por lo general se marchaban temprano, y Guy, después de dejarla metida en cama, volvía con ellos. Era el favorito de las mujeres, quienes se agrupaban en torno de él y le reían sus chistes.
Hutch seguía igual, en su profundo y desconcertante coma. Grace Cardiff la llamaba aproximadamente cada semana.
—No ha habido ningún cambio —le decía—. Aún no saben qué es. Lo mismo puede recobrar el conocimiento mañana que sumirse más en el coma y no despertar jamás.
Rosemary fue dos veces al hospital para estar al lado de Hutch y mirar impotente a los ojos cerrados, y la respiración apenas discernible. En la segunda visita, a principios de enero, estaba allí su hija Doris, sentada junto a la ventana haciendo una prenda de punto de aguja. Rosemary la había conocido un año antes en el apartamento de Hutch; era una mujer bajita y muy agradable en sus treinta y tantos, casada con un psicoanalista de origen sueco. Parecía, infortunadamente, como un Hutch más joven y con peluca.
Doris no reconoció a Rosemary, y cuando ésta volvió a presentarse, se disculpó con tono dolorido.
—Por favor, no se excuse —dijo Rosemary, sonriendo—. Ya lo sé. Tengo un aspecto horrible.
—No, no ha cambiado en absoluto —dijo Doris—. Soy muy mala fisonomista. A veces ni reconozco a mis hijos. De veras.
Dejó a un lado su aguja y Rosemary acercó otra silla y se sentó al lado de ella. Hablaron del estado de Hutch y observaron cómo entraba una enfermera y cambiaba la botella colgante que sangraba su brazo.
—Tenemos el mismo tocólogo —dijo Rosemary, cuando la enfermera se fue, y entonces ambas hablaron del embarazo de Rosemary y de la habilidad y fama del doctor Sapirstein. Doris se sorprendió al oír de labios de Rosemary que ella tenía que ir a verlo cada semana.
—Él sólo me veía una vez al mes —dijo—. Hasta el final, por supuesto. Luego tuve que ir cada dos semanas, y entonces cada semana; pero eso sólo en el último mes. Pensé que era lo normal.
Rosemary no supo qué decir, y Doris, de repente, pareció otra vez inquieta.
—Pero supongo que cada embarazo es diferente —dijo con una sonrisa que indicaba que por tacto quería rectificar.
—Eso es lo que él me dijo —confesó Rosemary.
Aquella noche, ella le dijo a Guy que el doctor Sapirstein había visto a Doris sólo una vez al mes.
—Algo malo me pasa —dijo—. Y él lo ha sabido desde el primer momento.
—No seas tonta —le contestó Guy—. Te lo habría dicho. Y en el caso de que no, me lo habría contado a mí.
—¿Te ha dicho algo a ti?
—No, de veras, Ro. Te lo juro.
—Entonces ¿por qué tengo que ir cada semana?
—Puede que ahora siga este sistema. O puede que te esté tratando mejor por ser amiga de Minnie y de Roman.
—No.
—Bueno, pues no sé; pregúntale a él —dijo Guy—. Puede que sea más divertido examinarte a ti que a ella.
* * *
Se lo preguntó al doctor Sapirstein dos días más tarde.
—Rosemary, Rosemary. ¿No le dije que no hablara con sus amigas? ¿No le dije que cada embarazo es diferente?
—Sí, pero...
—Y el tratamiento tiene que ser diferente también. Doris Allert había tenido dos partos antes de que viniera a verme, y no hubo ninguna complicación. No requería la estrecha atención que requiere una primeriza.
—¿Ve usted siempre a las primerizas una vez por semana?
—Trato de hacerlo —dijo—. A veces no puedo. No le pasa nada malo, Rosemary. El dolor cesará muy pronto.
—He estado comiendo carne cruda —dijo—. Sólo calentada un poco.
—¿Algo más fuera de lo corriente?
—No —contestó ella, azorada—, ¿es que eso no es bastante?
—Coma cualquier cosa que le apetezca —dijo—. Ya le advertí que tendría algunos antojos extraños. He tenido mujeres que comían papel. Y deje de preocuparse. Y no se deje influenciar por mis pacientes: eso hace luego que las cosas sean confusas. Le estoy diciendo la verdad. ¿Tranquila?
Ella asintió.
—Salude a Minnie y Roman de mi parte —dijo—. Y también a Guy.
* * *
Empezó a leer el segundo volumen de
La decadencia y caída del Imperio Romano
y comenzó a tejer una bufanda a rayas rojas y naranja para que Guy la llevara puesta en los ensayos. La temida huelga de los transportes públicos se había declarado al fin; pero a ellos les afectaba poco, ya que se quedaban en casa la mayor parte del tiempo. A última hora de la tarde contemplaban desde sus ventanas saledizas la multitud que se movía lentamente allá abajo.
—¡Andad, peatones! —decía Guy—. ¡Andad! ¡A casa, a casa, e id de prisa!
No mucho después de haberle dicho al doctor Sapirstein lo de la carne casi cruda, Rosemary se halló un día masticando un corazón crudo y chorreante de pollo. Era por la mañana, estaba en la cocina y eran las cuatro y cuarto. Se vio a sí misma reflejada en un lado del tostador, donde sus móviles reflejos le llamaron la atención, y luego se miró a su mano, a la parte del corazón que aún no había comido, que sostenía entre sus dedos manchados de sangre. Al cabo de un rato se inclinó y soltó el resto del corazón en el cubo de la basura, se dirigió al grifo y se enjuagó la mano. Luego, mientras el agua aún corría, se inclinó sobre el fregadero y comenzó a vomitar.
Cuando hubo terminado, bebió un poco de agua, se lavó su cara y manos, y limpió el fregadero con un pulverizador. Cerró el grifo y se secó, quedándose un rato allí, de pie, pensando; luego tomó una libreta de notas y un lápiz de uno de los cajones, se fue a la mesa, se sentó y comenzó a escribir.
* * *
Guy volvió antes de las siete vestido con pijama. Ella tenía el
Libro de la Cocinera
abierto sobre la mesa, y estaba copiando una receta de él.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó.
Ella se le quedó mirando:
—Proyectando una lista de platos —dijo—. De una fiesta. Vamos a dar una fiesta el veintidós de enero. Dentro de una semana a partir del próximo sábado —rebuscó entre varias hojas de papel que había sobre la mesa y recogió una—. Invitamos a Elise Dunstan y a su esposo —dijo—. A Joan y un amigo, a Jimmy y Tiger, Ellan y una amiga, Lou y Claudia, los Chen, los Wendell, Dee Bertillon y un amigo, a menos que tú no lo aceptes, Mike y Pedro, Bob y Thea Goodman, los Kapp —señaló al nombre de los Kapp—, y a Doris y Axel Allert, si quieren venir. Ella es la hija de Hutch.
—Ya sé —dijo Guy.
Soltó la hoja de papel.
—Minnie y Roman no serán invitados —declaró ella—. Ni Laura-Louise. Ni los Fountain, los Gilmore y los Wees. Ni tampoco el doctor Sapirstein. Esta es una fiesta muy especial. Se ha de tener menos de sesenta años para participar en ella.
—¡Zambomba! —exclamó Guy—. Por un instante pensé que yo no iba a asistir.
—¡Oh! ¡Claro que asistirás! —le dijo Rosemary—. Tú te encargarás del bar.
—¡Córcholis! ¿Crees que eso es una buena idea?
—Creo que es la mejor idea que he tenido en muchos meses.
—¿No te parece que deberías consultar primero con el doctor Sapirstein?
—¿Por qué? Sólo voy a dar una fiesta; no voy a cruzar a nado el Canal de la Mancha ni a escalar el Annapurna.
Guy se dirigió al fregadero y abrió el grifo, poniendo un vaso bajo el chorro de agua.
—Ya sabes que ese día tengo ensayo —dijo—. Empezamos el diecisiete.
—No tendrás que hacer nada —repuso Rosemary—. Sólo venir a casa y ser amable.
—Y atender al bar —cerró el grifo, alzó el vaso y bebió.
—Alquilaremos un barman —propuso Rosemary—. El mismo que Joan y Dick llaman siempre. Y cuando quieras irte a dormir echaré a todos.
Guy se volvió y se quedó mirándola.
—Quiero verlos —afirmó ella—. Y no a Minnie y Roman. Ya estoy harta de Minnie y Roman.
Él apartó su mirada, fijando los ojos, primero en el suelo y luego en ella de nuevo.
—Y ¿qué hay de tu dolor? —le preguntó.
Ella sonrió forzadamente.
—Pero ¿no lo sabes? —replicó—. Se me pasará dentro de un par de días. Eso es lo que me dijo el doctor Sapirstein.