Read La Semilla del Diablo Online
Authors: Ira Levin
Se marcharon a las diez y media, diciendo: «Adiós, Roman» y «Gracias, Minnie», y estrechándose las manos con entusiasmo, con la promesa implícita de que pasarían juntos muchas más noches como ésa, cosa que, por parte de Rosemary, era totalmente falsa. Al dar la vuelta en el primer recodo del pasillo y al oír cerrarse la puerta, ella dejó escapar un suspiro de alivio e hizo una mueca traviesa a Guy, cuando vio que él hacía lo mismo.
—Y ahora, Roman, deja de dar la lata a Guy con tus historias sobre Modjeska —dijo Guy imitando el acento de la señora Castevet y enarcando sus cejas cómicamente.
Riéndose, Rosemary le dio manotazos, obligándole a callar, y corrieron unidos de la mano, yendo muy silenciosamente de puntillas hasta llegar a su puerta, la cual abrieron, cerraron de un portazo, aseguraron con llave y cerrojo, y le echaron la cadena, y Guy la claveteó con tablones imaginarios, alzó un imaginario puente levadizo, y se frotó la frente, haciendo como que jadeaba, mientras Rosemary se partía de risa y tenía que taparse la cara con las manos.
—¿Y el solomillo? —dijo Guy.
—¡Santo Dios! —exclamó Rosemary—. ¿Y el pastel? ¿Cómo te comiste dos pedazos? ¡Con el gusto tan raro que tenía!
—Cariño —respondió Guy—, fue un acto de valor sobrehumano y de autosacrificio. Me dije a mí mismo: «¡Dioses! ¡Apostaría a que nadie le pidió nada a esta vieja mochuela en toda su vida! Por eso se lo pedí yo —gesticuló con una mano—. De vez en cuando me siento generoso.
Fueron al dormitorio.
—Ella cría hierbas y especias —explicó Rosemary—, y cuando han crecido las arroja por la ventana a la calle sin mirar.
—¡Chiiss! Las paredes oyen —dijo Guy—. ¿Y qué te parecieron los cubiertos de plata?
—¿No tiene gracia? —dijo Rosemary, apretando los pies contra el suelo para descalzárselos—. Sólo había tres platos que hicieran juego, y luego tienen esa preciosidad de cubiertos.
—Seamos amables; a lo mejor nos los legan en su testamento.
—Seamos antipáticos y comprémonos los nuestros. ¿Fuiste al baño?
—¿Allí? No.
—Adivina lo que tienen en él.
—Un bidé.
—No,
Chistes para Juan
.
—¡Vaya!
Rosemary se quitó el vestido.
—Un libro colgado de un gancho. Junto al retrete.
Guy sonrió y meneo la cabeza. Empezó a desabotonarse los puños, de pie al lado del armario.
—Sin embargo —dijo—, esas historias de Roman eran muy interesantes; pero que muy interesantes, de veras. Jamás había oído hablar antes de Forbes-Robertson, pero fue un gran actor en su tiempo —trató de desabotonarse el segundo puño, pero le costó trabajo—. Iré por allí de nuevo mañana por la noche y oiré algunas más.
Rosemary se le quedó mirando, estupefacta:
—¿Que vas a ir? —le preguntó.
—Sí. Me lo pidió —alargó su mano hacia ella—. ¿Puedes quitarme esto?
Ella se acercó a él y se esforzó con el puño, sintiéndose de repente perdida e insegura.
—Creí que íbamos a hacer algo con Jimmy y Tiger —le dijo.
—¿Era definitivo? —preguntó. Se quedó mirándola—. Creí que sólo íbamos a llamarlos, a ver.
—No era nada definitivo —contestó ella.
Él se encogió de hombros.
—Los veremos el miércoles o el jueves.
Consiguió desabotonarle el puño.
—Gracias —dijo él—. Claro que no has de venir conmigo si no quieres; puedes quedarte aquí.
—Creo que me quedaré en casa —dijo ella, yendo hacia la cama y sentándose en el borde.
—Conoció también a Henry Irving —explicó Guy—. Es algo tremendamente interesante.
Rosemary se quitó las medias.
—¿Por qué pondrán boca abajo los cuadros?
—¿Qué dices?
—Sus cuadros; los tienen todos boca abajo. En la sala y en el pasillo que lleva al cuarto de baño. Hay ganchos en la pared y sitios vacíos. Y un cuadro que hay sobre la chimenea, no encaja. Hay dos pulgadas de pared limpia a ambos lados de él.
Guy se le quedó mirando:
—No me fijé.
—Y ¿por qué tienen todos esos archivadores y cosas en la sala? —preguntó ella.
—Me explicó eso —Guy se quitó la camisa—. Pone anuncios pidiendo intercambio de sellos de correos. Por todo el mundo. Por eso recibe tanta correspondencia del extranjero.
—Sí, pero tener todo eso en la sala —insistió Rosemary—. Tienen tres o cuatro habitaciones más, todas con las puertas cerradas. ¿Por qué no utilizan una de ellas?
Guy se acercó a ella, camisa en mano, y le apretó la nariz con su dedo índice.
—Te estás volviendo más entrometida que Minnie —le dijo dándole un beso, y luego se fue hacia el cuarto de baño.
* * *
Diez o quince minutos más tarde, mientras preparaba agua para el café, Rosemary sintió el agudo dolor en su seno que siempre le daba la noche antes de que comenzara el período. Se relajó apoyándose con una mano contra una esquina de la cocina de gas dejando que el dolor se le pasara y luego sacó una servilleta de papel y la lata del café, sintiéndose desilusionada y desamparada.
Ella ya tenía veinticuatro años y ellos querían tener tres hijos separados dos años uno de otro; pero Guy «no estaba todavía preparado», ni lo estaría jamás, temía ella, hasta que fuera tan importante como Marlon Brando y Richard Burton juntos. ¿No sabía que era guapo y tenía talento y estaba tan seguro de triunfar? Así que ella planeaba quedar embarazada por «accidente»; las píldoras le producían dolores de cabeza, y los preservativos de goma le eran repulsivos. Guy le decía que subconscientemente seguía siendo una buena católica, y ella protestaba con tanta energía que daba motivos a esa explicación. Él examinaba con indulgencia el calendario y evitaba los «días peligrosos», y ella decía: «No, si hoy es seguro, cariño. Estoy segura de que sí».
Y él se había salido con la suya de nuevo este mes y ella había perdido, en esta pugna tan indigna, en la cual él ni siquiera sabía que estaban metidos.
—¡Maldita sea! —exclamó ella, golpeando con la cafetera en la cocina. Guy, desde el estudio, preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—¡Me he dado un golpe en el codo! —contestó ella.
Por lo menos, ella sabía ahora por qué se había sentido tan deprimida esta noche.
¡Maldición! ¡Si estuvieran viviendo juntos sin estar casados, seguro que ya habría estado embarazada lo menos cincuenta veces!
A la noche siguiente, después de cenar, Guy fue a casa de los Castevet. Rosemary arregló la cocina y estaba pensando si ponerse a trabajar con los cojines para los asientos de la ventana o irse a la cama con
Mangino en la Tierra Prometida
, cuando sonó el timbre de la puerta. Era la señora Castevet, y con ella venía otra mujer, bajita, rolliza y sonriente, con una escarapela de «Buckley para alcalde» en el hombro de su vestido verde.
—¡Hola, querida! ¿Verdad que no la molestamos? —dijo la señora Castevet cuando Rosemary abrió la puerta—. Ésta es mi querida amiga Laura-Louise McBurney, que vive arriba en el 12. Laura-Louise, ésta es Rosemary, la esposa de Guy.
—¡Hola, Rosemary! ¡Bien venida al edificio Bramford!
—Laura-Louise acaba de conocer a Guy en nuestra casa, y ha querido conocer también a la esposa; así que hemos venido. Guy nos dijo que se había quedado en casa sin tener nada que hacer. ¿Podemos entrar?
Con un gesto de resignada buena voluntad, Rosemary les indicó el camino hacia la sala.
—¡Oh! ¡Ha comprado sillas nuevas! —exclamó la señora Castevet—. ¿Verdad que son preciosas?
—Las han traído esta misma mañana —explicó Rosemary.
—¿Se encuentra usted bien, querida? Parece fatigada.
—Me encuentro bien —dijo Rosemary sonriendo—. Es mi primer día de período.
—¿Y está levantada y atareada? —le preguntó Laura-Louise, sentándose—. En mis primeros días sentía yo tanto dolor, que no podía moverme, ni comer, ni hacer nada. Dan tenía que darme ginebra para que la sorbiera con una pajita y se me pasara así el dolor, y eso que entonces nosotros éramos cien por ciento abstemios, con esa sola excepción.
—Las chicas de hoy se toman las cosas con más desenvoltura —dijo la señora Castevet, sentándose también—. Son más sanas, gracias a las vitaminas y a los mejores cuidados médicos.
Ambas mujeres habían traído idénticas bolsas verdes de costura, y, para sorpresa de Rosemary, las estaban abriendo ahora y sacando su labor de ganchillo (Laura-Louise) y sus prendas por zurcir (la señora Castevet), disponiéndose a pasar una larga velada de labor de aguja y de conversación.
—¿Qué tiene ahí? —preguntó la señora Castevet—. ¿Cojines para los asientos?
—Son para los asientos de la ventana —contestó Rosemary, pensando: «Bueno, está bien, haré eso». Fue a por ello, lo sacó y regresó para unirse a ellas.
Laura-Louise dijo:
—Ha hecho usted un cambio tremendo en el apartamento, Rosemary.
—¡Ah! Antes de que se me olvide —dijo la señora Castevet—. Esto es para usted. De parte de Roman y mía.
Puso un paquetito envuelto en papel rosa sobre la mano de Rosemary. Tenía algo duro dentro.
—¿Para mí? —preguntó Rosemary—. No acabo de comprender.
—Es sólo un regalito —repuso la señora Castevet, desechando la perplejidad de Rosemary con rápidos movimientos de sus manos—. Por mudarse.
—Pero no hay ninguna razón para que ustedes... —Rosemary desenvolvió los pedazos de papel-tela, que ya habían sido utilizados antes. Dentro del envoltorio rosa estaba el amuleto de la buena suerte de Terry en forma de filigrana de plata, con su cadenita. El olor del contenido de la bolita hizo que Rosemary volviera la cabeza.
—Es muy antigua —dijo la señora Castevet—. Tiene por lo menos trescientos años.
—Es preciosa —dijo Rosemary, examinando la bolita y preguntándose si debería decirle que Terry se la había enseñado. Pero se le pasó el instante para decírselo.
—Eso verde que tiene dentro se llama raíz de tanis —explicó la señora Castevet—, y da buena suerte.
«A Terry no se la dio», pensó Rosemary; pero dijo:
—Es muy bonita, pero no puedo aceptar tal...
—Ya lo ha aceptado —repuso la señora Castevet, zurciendo un calcetín marrón y sin mirar a Rosemary—. Póngasela.
Laura-Louise dijo:
—Tendrá que acostumbrarse al olor antes de que lo conozca.
—¡Vamos! —insistió la señora Castevet.
—Bueno, gracias —dijo Rosemary, y con inseguridad se pasó la cadena sobre la cabeza y se metió la bolita en el cuello de su vestido. La dejó caer entre sus senos, fría e intrusa por un instante. «Me la quitaré en cuanto se vayan», pensó.
Laura-Louise siguió hablando:
—Un amigo nuestro hizo la cadena totalmente a mano. Es un dentista retirado y muy aficionado a hacer joyas de oro y plata. Ya lo conocerá usted alguna de estas noches en casa de Minnie y Roman. Estoy segura, porque son gente muy entretenida. Probablemente conocerá a todos sus amigos; a todos nuestros amigos.
Rosemary alzó la mirada de su labor y vio a Laura-Louise ruborizada por un azoramiento que había apresurado y confundido sus últimas palabras. Minnie seguía ocupada zurciendo, como si no se diera cuenta de nada. Laura-Louise sonrió y Rosemary le devolvió la sonrisa.
—¿Se hace usted sus propios vestidos? —le preguntó Laura-Louise.
—No —contestó Rosemary, dejando que cambiara de tema—. He tratado de hacérmelos de vez en cuando, pero luego no me van bien.
Resultó una velada agradable. Minnie contó algunas historias divertidas acerca de su niñez en Oklahoma, y Laura-Louise enseñó a Rosemary dos trucos de costura, explicando con calor por qué Buckley, el candidato conservador a alcalde, podría ganar las próximas elecciones, a pesar de las muchas probabilidades que tenía en contra.
Guy regresó a las once, silencioso y extrañamente reservado. Dijo «hola» a las mujeres y, acercándose a la silla de Rosemary, se inclinó para besarle la mejilla. Minnie preguntó:
—¿Ya son las once? ¡Caray! Vámonos, Laura-Louise.
Y Laura-Louise dijo:
—Venga a visitarme cuando quiera, Rosemary; estoy en el 12-F.
Las dos mujeres cerraron sus bolsas de costura y se fueron rápidamente.
—¿Fueron interesantes las historias esta noche? —preguntó Rosemary.
—Sí —contestó Guy—. ¿Y tú? ¿Lo has pasado bien?
—Muy bien. He hecho algo de labor.
—Ya veo.
—También me han hecho un regalo.
Le mostró el amuleto.
—Es el de Terry —dijo—. Se lo dieron a ella. Me lo enseñó. La policía debe habérselo... devuelto.
—Probablemente no lo llevaba puesto —opinó Guy.
—Apuesto a que sí. Estaba muy orgullosa de él, como si fuera... el primer regalo que alguien le había hecho —Rosemary se levantó la cadena por encima de su cabeza y luego sostuvo la cadena y el amuleto en la palma de su mano, removiéndolos y mirándolos.
—¿No lo vas a llevar puesto? —le preguntó Guy.
—Huele —contestó ella—. Tiene dentro una cosa que se llama raíz de tanis —alargó la mano—. Del famoso invernáculo.
Guy lo olió y se encogió de hombros:
—No es tan malo —dijo.
Rosemary fue a su dormitorio y abrió un cajón del tocador, donde tenía una cajita llena de chucherías.
—Con que tanis, ¿no es así? —se preguntó a sí misma, mirándose en el espejo, y soltó el amuleto en la cajita, la cerró, y luego cerró el cajón.
Guy, desde el umbral, le dijo:
—Si la has aceptado, debes llevarla puesta.
* * *
Aquella noche, Rosemary se despertó y halló a Guy sentado al lado de ella fumando en la oscuridad. Le preguntó qué le pasaba.
—Nada —contestó—. Un poco de insomnio, eso es todo.
«Las historias de Roman sobre actores de otros tiempos —pensó Rosemary— pueden haberle deprimido, al recordarle que su propia carrera va muy por detrás de la de Henry Irving o la de Forbes-Whosit. El que volviera a que le contaran más historias ha sido una forma de masoquismo.»
Le tocó en el brazo y le dijo que no se preocupara.
—¿De qué?
—De nada.
—Muy bien, no me preocuparé.
—Tú eres el más grande —le dijo ella—. ¿Sabes? Lo eres. Y todo te saldrá bien. Tendrás que aprender karate para librarte de los fotógrafos.
Él sonrió al resplandor de su cigarrillo.
—El día menos pensado —prosiguió ella—. Algo grande. Algo digno de ti.
—Lo sé —contestó él—. Duérmete, cariño.
—Muy bien. Ten cuidado con el cigarrillo.