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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (46 page)

BOOK: La selva
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Cuando todo pasó, la juntura estaba al rojo vivo. Max estaba preparado para aquello. La roció con nitrógeno líquido procedente de un termo que tenía en la sala de máquinas del
Oregon
. El metal todavía estaba caliente, pero con un par de gruesos guantes de soldador pudo tocarlo sin problemas. La hoja de la derecha chirrió fuertemente cuando la empujó para abrirla, y una húmeda corriente de aire frío salió del interior. Más allá había una pared blanca de hormigón y una absoluta oscuridad.

—Estamos dentro —informó a los demás. El resto del equipo llegó a la carrera. Cabrillo fue el último.

—Buen trabajo.

—¿Acaso lo dudabas? —Max levantó sus manos carnosas en alto para que los demás las admiraran—. No hay nada hecho por la mano del hombre que se me resista, chicos.

—Ya, ya, ya. Vamos. La radio del guardia emitió un pitido justo antes de que Juan cruzara el umbral, y a continuación se escuchó una voz con nitidez:

—Malik, ¿algo que informar? —preguntó alguien en árabe. Cabrillo presionó el botón.

—Nada.

—¿Por qué no has informado cuando estaba previsto?

—Tengo el estómago revuelto —improvisó Juan.

—Ve a ver al médico cuando termine tu turno dentro de una hora.

—Lo haré.

—Arrojó la radio a un lado—. Disponemos de una hora antes de que se enteren de que estamos aquí. Aprovechémosla. Linc, ¿estás ahí?

—Te recibo.

—Espera sesenta minutos y abre fuego.

—Recibido. Solo esperaba que hubieran accedido a la mina para entonces o todo aquello sería en vano. Y además quedaba la segunda parte de la operación, sobre la que MacD le había hablado en privado minutos después de regresar de Montecarlo. Se trataba de algo completamente inaceptable, pero cuya recompensa iba más allá de su imaginación. Maldijo el nombre de Overholt y condujo a sus hombres al interior.

26

Se colocaron unos faros halógenos en la cabeza tan pronto dejaron atrás la puerta, que lograron cerrar parcialmente. El interior de la fortaleza era austero y claustrofóbico, con paredes, techo y suelo de hormigón, sin ningún tipo de adorno. Después de avanzar solo unos metros fue evidente que las instalaciones habían sido vaciadas, seguramente por el ejército de ocupación alemán durante la guerra. Pasaron de largo innumerables cuartos, cuya función solo pudieron deducir, y divisaron escaleras que ascendían hasta los
cloches
que habían visto previamente.

—Tío, este lugar es como el túnel del terror —dijo MacD, asomándose a lo que antaño fuera un baño, a juzgar por los sumideros del suelo. Hacía mucho que habían desaparecido de allí todos los sanitarios.

Cabrillo los guió por el desconcertante laberinto de habitaciones, pasajes y corredores sin salida. Calculaba que aquel fortín había albergado a más de un centenar de hombres al tiempo que recordaba que habían construido decenas de miles a lo largo de la Línea Maginot y que eso casi había llevado al país a la bancarrota. Al llegar al último corredor sin salida encontraron una trampilla en el suelo. Encima había soportes de acero hasta el techo, que antiguamente albergaba algún tipo de montacargas. Cabrillo abrió las puertas dejando al descubierto un hueco que se internaba profundamente bajo tierra. Escupió y el salivazo tardó varios segundos en llegar al fondo.

—Eso es asqueroso —le reprendió Linda.

—Es repugnante, pero efectivo —replicó—. Hay unos doce metros. Amarraron una cuerda de escalada a los viejos soportes. Debido al peso extra de su mochila, Juan improvisó un arnés para hacer más fácil la bajada. A continuación se colgó el rifle al hombro, tiró con fuerza del cabo y se introdujo en aquel hueco.

A pesar de que la clavícula ya había sanado, mientras se descolgaba le recordó que no hacía tanto que había estado fracturada. El faro sujeto a su cabeza iluminaba las paredes desnudas mientras continuaba descendiendo encaramado a la cuerda. Pensó que aquello fue en el pasado un montacargas para municiones y que debía de haber otras particularidades en aquel complejo a nivel del suelo que su equipo y él habían pasado por alto. En cuanto tocó el suelo, les indicó que bajase el siguiente. Max estaba colorado como un tomate y resollando cuando llegó hasta Cabrillo.

—Tienes que hacer más ejercicio —le dijo Juan, propinándole una palmada en la panza que, aunque voluminosa, estaba dura como una roca.

—O practicar menos rápel. En cuanto todos estuvieron abajo, continuaron buscando un modo de entrar en la mina Albatros. Tuvieron que comprobar cada puerta y examinar todas las paredes para dar con cualquier cosa que indicara la existencia de una entrada. Llegaron a un área en la que el techo se había desplomado, y tuvieron que desperdiciar veinte minutos en retirar cascotes de hormigón para despejar el corredor. El reloj de Eddie comenzó a pitar justo después de pasar.

—Un minuto —anunció, refiriéndose a que dentro de sesenta segundos Linc, Mike y Jim pondrían en marcha la maniobra de distracción. Cabrillo sintió que aumentaba su frustración. Estaban perdiendo un tiempo precioso y la única oportunidad de la que disponían. Si fracasaban, Eric Stone tenía órdenes de comunicarle a Langston la ubicación de la mina, y rezaba por que la respuesta nuclear fuera lo bastante rápida para evitar que las represalias de Bahar resultaran demasiado graves.

Linc vigilaba la mina a través de la mira telescópica de su rifle, sin ver más movimiento que alguna que otra polvareda levantada por el viento. Las edificaciones parecían abandonadas salvo por el búnker recién construido en la base de la torre del montacargas. Se concentró en lo que había sido un edificio administrativo. Aumentó la potencia y apuntó hacia una ventana situada en una esquina. ¡Ahí estaba!

El rostro de un guardia que había dentro apareció en el rincón del alféizar cuando cambió de posición. Comunicó por radio su descubrimiento a Mike y a Jim, que habían buscado refugio detrás de un montículo de tierra en un área al descubierto donde Linc podía cubrirlos.

—Treinta segundos —respondió Mike. Linc mantuvo la atención fija en la ventana sabiendo que el tipo echaría un vistazo en cuanto sus chicos abrieran fuego con la mini Gatling. Su sonido se asemejaba al de una herramienta eléctrica más que al de un arma.

La Gatling abrió fuego, las pequeñas balas barrieron el suelo levantando a su paso arena y piedrecillas que cayeron sobre los edificios como una pequeña lluvia de granizo. La cantidad de proyectiles disparada era tan inmensa que daba la impresión de que un centenar de soldados estaba atacando el lugar. Y esa, precisamente, había sido la intención: sembrar el pánico en el menor tiempo posible.

El instinto de Linc no se había equivocado. El guardia de la ventana se levantó para ver a qué se debía el jaleo tan pronto la Gatling comenzó a disparar sobre la mina. Linc apretó el gatillo y absorbió el potente retroceso del arma con su ancho hombro. El enorme proyectil acabó con la vida del guardia en medio de un chorro de sangre. Un segundo guardia asomó su rifle por el alféizar con la intención de vaciar todo el cargador, pero Lincoln apuntó hacia abajo y disparó de nuevo.

La bala atravesó el marco de metal y silenció al tirador. Más guardias, ocultos tras montículos de tierra y maquinaria oxidada, y de dentro del edificio, abandonaron sus posiciones. De un cobertizo para herramientas salieron tres de ellos armados con AK, lanzándose en un ataque suicida en campo abierto. Tenían más de ciento ochenta metros que cubrir hasta llegar a Jim y a Mike.

Linc liquidó a uno antes de que el equipo los abatiera con la ametralladora. Sus cuerpos se sacudieron con violencia al recibir el impacto de más de cien balas en cinco segundos. Solo quedó de ellos un par bultos sanguinolentos sobre el polvoriento suelo. Una furgoneta negra salió disparada de un garaje en dirección al búnker. Mike intentó alcanzarla con la Gatling, pero las pequeñas balas de calibre 22 rebotaban en la parte trasera blindada y no pudieron perforar los neumáticos radiales. Linc tuvo tiempo de disparar tres veces antes de que desapareciera detrás del búnker, pero no consiguió nada.

—Director, el gallo está en el corral —comunicó por radio por si acaso su voz llegaba a las entrañas de la fortaleza. Escudriñó las instalaciones con la mira en busca de blancos. Un guerrillero se había ocultado en el tejado de un almacén de sal y reveló su presencia cuando se levantó y disparó su lanzagranadas, ocultándose de nuevo antes de que Linc pudiera acabar con él.

El misil describió una trayectoria errante hacia donde se encontraba el nido de la Gatling dejando tras de sí una estela de humo. El impacto hizo volar por los aires un montón de tierra, pero poco más. Linc continuó apuntando al tejado mientras contaba los segundos que se necesitaba para cargar el lanzagranadas, pero Mike Trono se le adelantó, anticipándose al siguiente ataque de forma precisa. Disparó la mini Gatling un milisegundo antes de que el terrorista se levantara.

Cuando lo hizo, interponiéndose en la trayectoria del fuego, fue abatido. Su cuerpo se desplomó sobre el borde del tejado un momento antes de que la gravedad hiciera el resto y cayera como un peso muerto sobre la tierra. Lincoln se limpió la cara y continuó peinando la zona, pero estaba bastante seguro de que esos tipos habían perdido las ganas de luchar. Aquello quedó confirmado unos instantes después, cuando un harapo blanco atado al mango de una pala apareció en la entrada lateral del garaje.

Dos hombres salieron de allí, uno de ellos ondeando la bandera; el otro, con las manos tan por encima de la cabeza que parecía caminar de puntillas. Ningún operativo del equipo iba a abandonar su posición a cubierto, de modo que transcurridos un par de minutos los dos hombres se tendieron de forma pausada en el suelo, con los dedos entrelazados detrás de la cabeza.

Linc recordaba aquella posición de la guerra del Golfo, cuando dos docenas de hombres armados depusieron las armas y se entregaron personalmente a él. Esperaba que las cosas estuvieran yendo igual de bien bajo tierra.

Al final hicieron un alto de diez minutos después de que la maniobra de distracción supuestamente hubiera comenzado. MacD vio huellas de pisadas en el polvoriento suelo y, asumiendo que Mercer fue la última persona que había estado en aquel lugar, las siguieron hasta un tosco agujero practicado en la pared de un apartado depósito.

El agujero, del tamaño de una puerta, había sido tapado con tablones, aunque no necesitaron más que un par de patadas para romperlos, y el equipo se encontró dentro de la mina Albatros. El espacio tenía una altura de casi dos metros y medio hasta el techo. Estaban agazapados en un rincón detrás de una de las gruesas columnas de apoyo abandonadas en la roca viva. A su alrededor había paredes irregulares de sal, que parecía estar sucia. Gracias al mapa que habían memorizado sabían con exactitud dónde estaban y la ruta que debían seguir hacia su destino.

Les llevó unos cuantos minutos cruzar aquella estancia hacia la siguiente, y de ahí a una tercera, hasta que llegaron al hueco del montacargas. Había una valla de seguridad naranja colocada sobre el pozo casi sin fondo. Al lado había otra puerta metálica que conducía a una zigzagueante escalera hacia el último nivel. Por fortuna tenían que descender solo dos niveles antes de llegar al piso en que los mineros habían excavado accidentalmente demasiado cerca del lecho del río.

Llegaron al ala lateral de la mina quince minutos más tarde. Según les había dicho Mercer, era ahí donde tenían más posibilidades de éxito. Todos dejaron sus mochilas en el suelo con gran alivio. Cada uno había cargado con tantos explosivos como le era posible. El ingeniero de minas también había calculado la cantidad necesaria. Esa antecámara, a diferencia del resto de la mina, tenía una escala humana. En el techo había peligrosas fracturas y agua estancada en las irregularidades del suelo. Eddie, que tenía la resistencia de un corredor de maratón, se puso a trabajar con un taladro inalámbrico con una larga broca con punta de diamante.

Max y Linda se dispusieron a organizar los explosivos y a colocarlos para que estallasen una vez que hubieran hecho suficientes agujeros en la cara rocosa. A pesar de que Cabrillo deseaba quedarse a ayudar a su equipo para después subir de nuevo a la superficie, volvió la vista hacia MacD.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—Considéralo el examen final de mi período de prueba. Juan asintió.

—De acuerdo. Si salimos de esta, serás miembro de pleno derecho de la Corporación.

—Eso significa que me llevaré una parte de la prima.

—Sí.

—¡Pues en marcha! Durante el vuelo en helicóptero a Pensacola, a Langston Overholt se le ocurrió la idea de que tal vez mereciera la pena intentar robar los cristales del ordenador cuántico. Dada su forma de ser, consideró todo desde la perspectiva más amplia y pensó en lo que sucedería después de que Bahar fuera abatido. Tener una máquina tan poderosa proporcionaría una ventaja estratégica a Estados Unidos frente a sus enemigos.

Y si bien no tenía ni idea de cómo se había construido el ordenador, conocer la importancia de los cristales hacía que su recuperación fuera primordial. Supuso que algún científico sabría qué hacer con ellos. Estimó arbitrariamente su valor en cincuenta millones de dólares y pidió a MacD que transmitiera su oferta a Juan y dejara que este decidiera. Cabrillo lo habría hecho sin cobrar, pero el dinero extra no venía mal.

—Treinta minutos, Max —dijo Juan—. Ni un segundo más. No debéis esperarnos bajo ningún concepto. Max le miró a los ojos y asintió con expresión sombría.

—De acuerdo. Los dos se marcharon corriendo, dejando que los demás terminaran el trabajo. Esta vez se dirigieron hacia el ascensor del personal situado a poca distancia del montacargas, dando por supuesto que lo habrían dejado en condiciones operativas. Cabrillo presionó el botón y un ruido metálico resonó en el hueco. Al cabo de un momento llegó la cabina vacía. Se trataba de una jaula más que de una cabina. Incluso el suelo era una malla que se combó ligeramente cuando entraron.

—Esto no genera demasiada confianza —comentó Juan, y apretó el botón del nivel veintitrés, esperando que Mark Murphy no se hubiera equivocado. Apagaron los faros cuando la jaula se hundió en la oscuridad. Durante el descenso la vieja cabina no dejó de traquetear y chirriar, y cuando llevaban un par de minutos MacD le estrujó el brazo.

—Mira abajo. De las profundidades emanaba un resplandor macilento. Tenía que tratarse del nivel al que debían dirigirse. Bahar estaba ahí abajo, tal y como habían previsto. El único problema era que Cabrillo había planeado que a esas alturas ya tendría los cristales. El encuentro fortuito con la patrulla y el retraso en dar con la entrada de la mina había echado a perder el horario previsto.

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