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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (42 page)

BOOK: La selva
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Me dijo que su familia a veces se queda en la casa de la playa de un viejo amigo de la familia, un tal David Wermer. Solo tardé diez segundos en encontrar esta dirección en el registro de la propiedad. MacD se sintió avergonzado. Con las prisas se había olvidado de decirles a los vecinos que no revelasen a nadie que se habían marchado a la cabaña de los Wermer. Overholt los había encontrado sin el menor esfuerzo. A Smith le habría resultado igual de sencillo localizarlos, pensó sombrío, y maldijo su falta de previsión.

—Impresionante —dijo finalmente.

—Hijo, el mismísimo Allen Dulles me instruyó como espía. ¿Sabe dónde está el
Oregon
?

—En Montecarlo.

—Excelente. Me temo que debo pedirle que acorte su visita y que me acompañe. El tiempo es esencial.

—¿Adónde vamos?

—A la Base Aeronaval de Pensacola. Si mi colega ha tenido éxito, un avión nos estará esperando para llevarte al
Oregon
.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Lo siento, señor Lawless, pero he de insistir en que partamos de inmediato. Se lo explicaré todo en cuanto estemos en el aire. MacD sabía que tenía que tratarse de algo importante si Overholt había recorrido medio país para ir a buscarle.

—Deme un minuto. Dio media vuelta y se sorprendió al ver que su padre no le había hecho el menor caso y que tanto sus padres como su hija estaban en la puerta, contemplando boquiabiertos el helicóptero y a su distinguido pasajero.

Los tres parecían saber que iba a marcharse con aquel hombre. Pauline y Kay tenían lágrimas en los ojos y su padre estaba apretando los dientes para evitar ponerse a llorar. La despedida fue tan dolorosa para ellos como para Overholt que la contemplaba, sobre todo sabiendo que la pequeña Pauline acababa de retornar al seno de la familia. Cinco minutos más tarde los dos se encontraban en el helicóptero, con el casco puesto y un canal privado para que ningún miembro de la tripulación escuchara su conversación.

El jefe de tripulación, que había ayudado a Overholt a bajar del aparato, los ignoró de forma deliberada cuando despegaron de la playa y pusieron rumbo al este hacia la base, a más de mil ciento sesenta kilómetros de distancia.

—Quiero darle las gracias de nuevo, señor Lawless —comenzó Overholt—. Sé que quería pasar más tiempo con su familia.

—Puede llamarme MacD. Overholt asimiló el extraño apodo y asintió.

—De acuerdo, MacD. Hace un par de días hubo un fallo de seguridad en la Casa Blanca concerniente a los códigos nucleares.

—Levantó una mano cuando vio que las preguntas se agolpaban en la cabeza de MacD—. Fue una demostración de la potencia de un ordenador cuántico, según han descubierto nuestras mejores y más brillantes mentes. ¿Sabe lo que es?

—Ahora mismo es pura teoría, pero algún día dejará obsoletos los ordenadores que usamos.

—Muy cierto. Sin embargo ya no es solo teoría. Se ha utilizado uno para entrar en la NSA y conseguir la serie de números más secreta del mundo. Dicha demostración vino acompañada de una lista de demandas, tales como que retiremos nuestras tropas de Afganistán y de Oriente Medio, que liberemos a los prisioneros de Guantánamo, que pongamos fin a la ayuda a Israel... esa clase de cosas.

—¿Se trata de al-Qaeda? Desde luego se ajusta bastante a sus proclamas.

—Se desconoce hasta el momento, pero se considera poco probable por varios motivos. El presidente pospuso la acción, y al día siguiente, a la misma hora, enviaron otro comunicado... un fax, de hecho... en el que se decía que el presidente tenía las manos manchadas de sangre. Momentos después, el tren Acela colisionó con otro. Más de doscientas víctimas mortales.

—¡Dios bendito! Lo he oído por la radio. Dijeron que fue un accidente.

—No lo fue —aseveró Overholt con dureza—. Fue un ataque terrorista planeado.

—¿Qué vamos a hacer?

—Ahí está el problema. Este terrorista conoce todos nuestros movimientos porque puede infiltrarse en nuestra red de comunicaciones: líneas terrestres, móviles, y todo lo que pasa por un satélite, incluyendo los militares. Y me han contado que el ordenador puede decodificar nuestros códigos más complejos. No podemos movilizar a las Fuerzas Armadas sin que lo sepa. »Por eso debemos utilizar correos para transmitir nuestra respuesta y toda correspondencia debe realizarse por carta. Hemos vuelto prácticamente a los métodos que utilizábamos cuando yo empecé en esto. Fue Fiona Katamora quien vino a verme.

La Corporación la rescató el año pasado y recuerda bien al director. Ya que nosotros tenemos las manos atadas queremos que Juan y los demás os ocupéis de este terrorista.

—Comprendo. No puede llamarle porque ese tipo lo sabría.

—Exacto, chico. Yo te doy el mensaje a ti y tú lo llevas al
Oregon
, sin ningún tipo de tecnología de por medio. Incluso el vuelo que te hemos reservado lo supervisa un capitán de la Marina del Pentágono. Voló a Pensacola ayer con un decreto presidencial.

—¿Está el presidente al tanto de nuestra misión? —De manera indirecta. Sabe que nos traemos algo entre manos, pero cuantos menos detalles se conozcan, mucho mejor. Estamos manteniendo el grupo lo más reducido posible para evitar que haya alguna filtración por teléfono o correo electrónico. El miembro de la Jefatura Mayor del Estado que va a llevarte al avión no tiene ni idea de quién va a ir en él ni por qué. »Dile a Juan que tiene que localizar y destruir el ordenador —prosiguió Langston—. De lo contrario, temo por el destino de nuestro gran país. De hecho, temo por el destino del mundo. Este hombre —casi escupió la palabra— valora la vida, por eso no ha utilizado sus asombrosas capacidades para destruirnos en el acto, pero Oriente Medio podría explotar de la noche a la mañana si los enemigos de Israel se huelen que es un Estado debilitado.

Y sin nuestra ayuda militar, Pakistán caería víctima de un régimen parecido al talibán en cuestión de meses, haciéndose de ese modo con capacidad nuclear y escudándose en el odio que nos profesan para utilizarla.

—¿Cómo nos pondremos en contacto con usted? —preguntó MacD.

—Ahí está la cosa. No podéis hacerlo. Al menos no directamente. MacD se dio cuenta entonces de que el problema de Overholt encajaba con el de la Corporación. Aquello le cayó como una tonelada de ladrillos y casi le hizo resollar.

—¡Jo... der! Gunawan Bahar.

—¿Quién? —El tipo que ordenó el secuestro de mi hija. Fue quien lo organizó todo para que actuara como espía a bordo del
Oregon
. Tiene miedo de la Corporación por algún motivo y creo que es este. Maldita sea, señor Overholt, me parece que usted es el eslabón que no se esperaba. Una expresión de perplejidad apareció en el rostro del maestro de espías.

—El tal Bahar está detrás del ordenador cuántico —explicó MacD—. ¡Ahora todo tiene sentido! Los ordenadores de la plataforma petrolífera. Ese debió de ser su primer intento de piratear nuestros códigos. No debió de funcionar, así que su gente le construyó una máquina mejor.

—Se preguntó si los cristales recuperados jugaban un papel en el proyecto, pero no se molestó en mencionarlo porque carecía de importancia llegados a ese punto—. Sabía que una vez que tuviera su ordenador no habría nada que nuestro gobierno ni ningún otro pudiera hacer al respecto, pero era consciente de la existencia de la Corporación y de que podría ser una amenaza si lográbamos descubrirlo. Además, se enteraría si nos alertaban. Podría bloquear cualquier orden que usted transmitiera al barco. ¿Puede hacer algo así ese ordenador?

—Supongo que sí.

—Pero usted ha sido más listo al venir a verme en persona. Sabemos a quién y qué tenemos que buscar, y Bahar no tiene ni idea de que estamos al tanto. Creyó que podría tenernos controlados utilizándome a mí, y también que podría aislarnos, pero eso es imposible. —De pronto se percató de algo que acabó con su optimismo—. Pero se enterará.

—¿Cómo? —Cuando los secuestradores no den señales sabrá que he rescatado a Pauline y que ya no soy su herramienta. Langston no había sobrevivido más de cincuenta años en la CIA si no hubiera sido ágil de mente.

—Regresaré a Nueva Orleans y tendré una charla con el jefe de policía. Su investigación concluirá con el arresto y confesión de un traficante de drogas que atacó la casa equivocada y mató a tres hombres por error. Y le pediré que un oficial de paisano desfile ante las cámaras. Ah, y los investigadores del incendio revelarán el descubrimiento del cadáver de una niña pequeña entre los restos de la casa.

—Perfecto —dijo MacD, más que impresionado con el octogenario. Overholt tenía una carpeta en el asiento de al lado, que le entregó a Lawless.

—He estado trabajando en esto desde que la secretaria de Estado me puso al corriente de la situación y me sugirió que contáramos con vuestra ayuda. Es una lista de cosas que podríais necesitar de nosotros, con sus códigos correspondientes. El teléfono al que llamaréis para pedir cualquier cosa de esa lista pertenece a una firma de Wall Street, de modo que cualquiera que llame con largas listas de números, como si fueran cantidades de acciones para comprar, no resultará sospechoso.

MacD abrió la carpeta y eligió una página al azar. Si necesitaban que todas las líneas telefónicas transoceánicas cayeran, el número era el 3282. Si lo que pedían era que saliera en los medios una historia falsa, el 6529, con una serie de números asignados a una docena de noticias diferentes. Para un ataque nuclear en algún punto del planeta, el número era el 7432, añadiendo a continuación las coordenadas GPS. MacD señaló la última al hombre de Langley.

—Sí —respondió Overholt a la evidente pregunta—, la situación es así de grave. En caso de ser necesario, podemos hacer que suceda. Lo que no sé es cuánto margen de maniobra tendremos desde nuestra posición.

El Gran Hermano nos vigila, y si Bahar se huele nuestra participación, sabrá que algo tramamos. Intentaremos hacer algunas preguntas discretas cara a cara, pero no puedo prometer mucho.

—Lo entiendo. Pasaron el resto del trayecto charlando, pero el tiempo pasó volando y pronto el Sikorsky realizó las maniobras de aproximación a la base aeronaval. Les indicaron que aterrizasen junto a una hilera de F-18 estacionados. La tripulación a bordo del helicóptero abrió la puerta lateral y MacD saltó al asfalto. El flujo originado por el rotor hacía que pareciese que estaba en el ojo de un huracán.

—Ha sido un placer conocerte, joven —le dijo Overholt desde su asiento. Tuvo que gritar para que se le oyera con el estruendo de las aspas y las turbinas—. Fui yo quien le pasó a Juan la superstición sobre desear buena suerte. Simplemente diré feliz caza, y aunque no quiero meteros demasiada presión, sois nuestra mejor y única esperanza.

—No le defraudaremos, señor Overholt. —MacD se despidió agitando la mano y se alejó mientras el helicóptero aumentaba la potencia y despegaba de nuevo.

23

Abdul Mohammad, alias John Smith, jamás había visto a su jefe así de colérico. El presidente de Estados Unidos no había dado ningún discurso cediendo a las demandas de Bahar, tal y como él había esperado que hiciera. No creía que el presidente fuera a reconocer que le estaban haciendo chantaje, pero sin duda habría aparecido en televisión para explicar con pesar el cambio en la política exterior estadounidense. Bahar había pasado los últimos días viendo una y otra vez las noticias sobre el choque de trenes que él mismo había provocado a las afueras de Filadelfia, contemplando embelesado en la gigantesca pantalla de plasma a los helicópteros de informativos grabando horas de material sobre la carnicería y a los reporteros en tierra entrevistando a los aturdidos supervivientes cubiertos de sangre.

Mohammad no sabía que su jefe era capaz de matar. Por supuesto que había ordenado matar, pero en esta ocasión fue él quien apretó el botón que había acabado con la vida de doscientas treinta personas. Bahar le había tomado gusto al poder absoluto, el poder sobre la vida y la muerte, y había disfrutado. Abdul lo veía en su cara y en sus ojos vidriosos. Sin embargo en esos momentos rabiaba como un niño al que no le dan su juguete favorito.

—¡Ha visto lo que puedo hacer y sigue desafiándome!

—Abdul sabía que su superior se refería al presidente americano—. Y ¿enviar a los prisioneros de Guantánamo a la Corte Internacional de Justicia? Sabía que me refería a que los liberase en sus propios países. Sería asunto de cada país procesarlos o no.

Los dos hombres se encontraban en el despacho que Bahar tenía en las instalaciones en las que estaba el ordenador cuántico. Las ventanas daban a una inhóspita y abandonada área industrial, donde la tierra estaba manchada de aceite y los edificios iban perdiendo su batalla contra la herrumbre. Una alta torre de montacargas dominaba el lugar. A diferencia del resto del equipo, esta había sido renovada para que estuviera en condiciones operativas.

Debajo había un búnker que podía resistir el impacto de cualquier arma del arsenal de las Fuerzas Aéreas, salvo el de un misil nuclear. Todo el lugar estaba plagado de detectores de movimiento, cámaras de imagen térmica y un no tan pequeño ejército de guardias listos para dar sus vidas por la causa.

A diferencia de los mercenarios a sueldo, esos hombres eran fanáticos devotos y ya habían demostrado su lealtad en Irak o en Afganistán. Entraron en el país de forma ilegal una vez que el búnker estuvo instalado en su lugar. Había sido construido en el exterior durante los últimos meses, por un constructor extranjero que creyó que estaban fabricando pilares de hormigón para un puente, y fue montado una vez que tuvieron las instalaciones.

El ordenador había sido puesto en marcha al mismo tiempo. Tal y como había calculado la red informática de la plataforma petrolífera, los cristales, una vez cortados, eran la pieza final que daría vida al dispositivo cuántico. La máquina en sí tenía el tamaño de un salón corriente y contaba con circuitos exóticos. Cuando se contemplaba a través de unas lentes polarizadas, desprendía un aura roja y pulsante, como si poseyera un corazón palpitante.

Ningún hombre entendía cómo funcionaba, y tampoco que la forma en que los átomos se alineaban con los cristales fuera la clave de la capacidad del ordenador para resolver las fluctuaciones cuánticas y contrarrestar las interferencias a escala atómica. Había requerido años, y el aprovechamiento de la granja de ordenadores a bordo de la J-61 lo había hecho realidad.

BOOK: La selva
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