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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (39 page)

BOOK: La selva
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—Las tres de la madrugada era la hora en la que el cuerpo humano se encuentra en su momento más bajo. Incluso un vigilante nocturno sucumbe a las alteraciones circadianas y dista mucho de estar en estado de alerta—. MacD, ¿tienes la mente fría?

—Sí —respondió—. No dejaré que mis emociones interfieran en la operación. Los hombres no podrían merodear por ahí vestidos con ropa de combate y armados hasta los dientes ni siquiera en un barrio tan ruinoso como aquel. Linc aparcó el coche a varias calles de la casa cuando faltaba poco para la una de la madrugada y abrió el capó.

Cualquier coche patrulla que pasara vería que era un vehículo estropeado y que el conductor lo había dejado allí hasta el día siguiente. Un agente curioso podría comprobar la matrícula, ver que era de alquiler y dar por supuesto que se trataba de un pariente que se había desplazado a Houston tras el paso del Katrina, como habían hecho muchos, y que volvía de visita a casa. Todos vestían vaqueros y camisetas de manga larga de color negro, y llevaban el equipo metido en petates.

La temperatura era notablemente más baja, si bien la humedad seguía siendo alta. Caminaron con normalidad por la acera llena de grietas, como si no tuvieran una sola preocupación en la vida. No había tráfico y solo se escuchaban los ladridos de un perro que se encontraba a varias manzanas. Al llegar al solar de detrás de la casa, los hombres desaparecieron entre la vegetación que lo cubría sin dejar rastro. Nadie que pasara se percataría de su presencia. Abrieron las bolsas, comprobaron el equipo tres veces y a continuación se adentraron entre el follaje.

La mayoría de las plantas tenían espinas y púas afiladas, aunque ninguno dio señales de notar nada. Salieron a campo abierto después de avanzar lentamente a través de la maleza durante cinco minutos. Una valla de madera, a la que le faltaban algunos postes, rodeaba el patio y bloqueaba casi por completo la vista. Cabrillo sacó un visor térmico de la bolsa que llevaba al costado y, sin inmutarse, se subió a un montón de hormigón que quedaba de la casa que en otro tiempo se erigía sobre aquella parcela. El escáner comparaba las emisiones de calor y tenía una sensibilidad extraordinaria.

Básicamente le permitía ver a través de las paredes como si tuviera visión de rayos X. Era tan efectivo que muchos grupos pro derechos civiles luchaban contra su uso por parte de las fuerzas de la ley alegando que vulneraba el derecho a la intimidad. Los militares tenían grandes esperanzas para los dispositivos en Irak y Afganistán, aunque a menudo las paredes de adobe de las chozas eran demasiado gruesas para conseguir lecturas exactas.

Pero en aquella casa, tan vieja que carecía incluso del aislamiento básico, el escáner estaba en su elemento. Cabrillo pudo ver cuatro fuentes de calor diferenciadas, de un brillante color blanco, y un rectángulo achaparrado en negro, que podía ser el agua fría almacenada en la cisterna del retrete del único baño. Había otros tres puntos que desprendían calor. Uno era cilíndrico y debía de corresponder al depósito del agua caliente. Otro, mucho más pequeño, era el compresor de la nevera. No había piloto de luz, así que la cocina era eléctrica.

De esa forma no solo era capaz de ver a los ocupantes, sino que también podía dilucidar la distribución de la vivienda. Había tres personas en posición de reposo, sus cuerpos parecían flotar a centímetros del suelo debido a que el escáner no registraba las camas en las que estaban tumbados. La cuarta figura estaba sentada en una silla, y tenía una bombilla encendida encima. Se concentró en la persona sentada durante quince minutos, y en todo ese tiempo la figura no se movió ni una sola vez.

En opinión de Juan, el tipo estaba dormido como un tronco. A continuación se desplazó unos dieciocho metros a la derecha entre la hierba hasta que se topó con el tronco de un árbol. Estaba lo bastante cerca para echar un vistazo por encima de la valla. Examinó la casa por segunda vez.

Vio los mismos objetos desde un ángulo diferente gracias a que había cambiado de posición y pudo confirmar que su imagen mental de la distribución era acertada. Una vez que se reunió con su equipo, volvieron a internarse en la vegetación.

—Hay tres objetivos, uno en la parte frontal de la casa, dormido en una silla.

—La voz de Cabrillo era apenas poco más que un susurro—. El segundo, solo en el dormitorio de atrás. Y el tercero, en el dormitorio contiguo, con la hija de MacD.

—Sintió que Lawless se ponía tenso a su lado—. Antes de que lo preguntes, están en camas separadas. Distinguió la silueta de la niña de la de los demás debido a su baja estatura. Habían determinado que la casa, pese a ser pequeña en comparación con otras de alrededor, era demasiado grande para poder utilizar las granadas de gas anestésico que habían empleado para «rescatar» a Setiawan Bahar.

Tendrían que entrar sin hacer ruido y sin vacilar lo más mínimo. Las fuentes de calor eran demasiado nítidas como para que alguno de los secuestradores llevase puesto un voluminoso chaleco bomba, pero eso no significaba que no los tuvieran a mano. Durante las dos horas siguientes se turnaron para vigilar la casa con el visor térmico. En un momento dado, el guardia de la habitación de delante se levantó para ir al baño, y cuando regresó el escáner lo mostró tumbado, presumiblemente en un sofá.

Lo más probable era que volviera a quedarse dormido. Cuando el minutero del reloj de Juan marcó las tres en punto, salieron de su escondite, avanzaron agazapados y saltaron la valla como si fueran fantasmas. Se movían con tanto sigilo que los grillos no dejaron de cantar. Había una única puerta que conducía al patio de atrás desde la cocina. Juan y MacD se pusieron las gafas de visión nocturna. Linc abrió la cerradura en menos de cincuenta segundos, guiándose tan solo por el tacto.

A pesar del enorme tamaño de sus manos, poseía la destreza de un cirujano, pero había tardado más de lo normal para hacer el menor ruido posible. Mientras Linc se afanaba, Cabrillo roció las bisagras con aceite de una pequeña lata y lo extendió con los dedos en los huecos. La cerradura ya estaba descorrida, pero Linc mantuvo la puerta cerrada, ya que de lo contrario la ligera brisa que de pronto sopló a sus espaldas se habría colado en la casa. Llevaban unas sencillas pistolas de calibre 22, y los silenciadores enroscados al cañón tenían el tamaño de una lata de refresco, haciendo que fueran difíciles de manejar.

Esas armas tenían un único fin. Eran herramientas utilizadas por asesinos. La munición tenía la punta de mercurio, pero llevaba menos pólvora de lo normal para encontrar el equilibrio entre la potencia y el sigilo. Aunque si se colocaba el silenciador contra la cabeza de un blanco, la pólvora extra resultaba innecesaria. La brisa cesó y Cabrillo dio la señal con la cabeza. Igual que si fuera una pantera negra, Linc abrió un poco la puerta y deslizó su cuerpo por ella, seguido por Cabrillo y Lawless.

La luz que llegaba desde la sala de estar bastaba para conseguir que en la sucia y maloliente cocina pareciera mediodía. Había un cubo de basura del tamaño de un barril lleno a rebosar de comida podrida y platos de papel, y sartenes amontonadas en el fregadero cubiertas de grasa solidificada; hogar sin duda de una colonia de grandes cucarachas. Una sencilla entrada con arco daba al comedor mientras que otra se abría a un pasillo donde se encontraban los dormitorios y el cuarto de baño. Cabrillo se movió de forma que sus pies apenas se elevaron del suelo de parqué sin barrer y atravesó la segunda entrada con MacD pisándole los talones.

Las puertas de los dormitorios estaban cerradas. Tras una se escuchaba solo silencio; tras la otra, profundos y fuertes ronquidos. Pauline Lawless se encontraba con el tipo que roncaba; otra tortura más que la pobre niña tenía que soportar. Como habían acordado, atacaron treinta segundos después de separarse en la cocina para que cada uno tuviera tiempo de colocarse en posición. Juan llevó la cuenta con la precisión de un cronógrafo suizo. En el instante preciso, escuchó dos toses amortiguadas desde la parte delantera de la casa.

El tipo de Linc estaba muerto. Juan abrió la barata puerta de madera prensada y vio a su objetivo despatarrado en una sencilla cama de metal. Junto a él había una mesilla de noche, sobre la que descansaba una pistola y un libro. Había un montón de ropa y otras prendas, cuya finalidad no era la de proteger a quien las llevaba de los elementos.

Vio los bultos de los explosivos plásticos y el circuito de cables por todo el chaleco. Sin pensárselo dos veces, cruzó la habitación, colocó el cañón a un par de centímetros de la cabeza del secuestrador y le metió dos balazos en el cráneo. El cuerpo se sacudió con el primer impacto, pero quedó inmóvil con el segundo. No sintió nada. Ni remordimiento por matar a otro ser humano ni euforia por liquidar a un terrorista. En su balance general de moralidad, la acción de esa noche era una limpieza.

No le causaría ni placer ni culpa, pero enterraría ese recuerdo lo más profundo que le fuera humanamente posible. Matar a un hombre dormido, por mucho que lo mereciera, no era el estilo del director. Cuando salió al pasillo, MacD estaba allí con una niñita rubia dormida en brazos. Cabrillo llevaba en los suyos el chaleco bomba desactivado.

—Despejado —dijo Juan, y se quitó las gafas de visión nocturna y a continuación le quitó las suyas a MacD.

—Despejado —repitió Linc, que llegó al pasillo llevando también un chaleco bomba en la mano—. ¿Qué quieres que hagamos con esto?

—Nos los llevaremos y los arrojaremos al lago Pontchartrain. La siguiente parte del plan serviría para desorientar a la policía. Cabrillo no quería que sospecharan que aquel incidente guardaba alguna relación con el terrorismo.

Linc había cargado con una mochilla cantimplora a la espalda, que en lugar de agua contenía gasolina. Mientras él rociaba cada objeto inflamable de la casa, sobretodo los cadáveres, Cabrillo esparcía viales vacíos usados normalmente por los traficantes de crack, velas y cucharas para calentar heroína, así como jeringuillas. Sabía que los polis analizarían la parafernalia y que no obtendrían nada, pero esperaba que dejaran pasar aquella incongruencia sin más y se limitaran a dar gracias por que tres traficantes estuvieran muertos. También dejó una pequeña balanza mecánica y algunos billetes de cien dólares dentro de una caja de puros metálica debajo de una de las camas.

La balanza y la caja procedían de Walmart; la pasta, de su alijo de dinero fuera de circulación de la casa franca. La escena estaba preparada: un asunto de drogas que había salido mal. Fin de la historia. MacD esperó fuera, con su hija dormida, inconsciente aún de que su calvario había terminado. Juan fue el último en salir, y cerró la puerta trasera después de arrojar una cerilla a un charco de gasolina. Cuando cruzaron el pequeño bosque de atrás, la casa era una pira; las llamas se alzaban por entre las vigas del techo. Niños boquiabiertos y sus familias se apostaron a la entrada de sus casas mientras los ajetreados bomberos combatían un incendio que no podían extinguir.

La casa estaba perdida, y cuando por fin se derrumbó, en el fondo del lago Pontchartrain había una bolsa cargada de armas imposibles de rastrear y dos chalecos bomba cargados de explosivos; Lawless, sus padres y su hijita se dirigían hacia la costa; y un coche de alquiler estaba a medio camino de Houston. MacD se uniría a la tripulación del
Oregon
después de pasar un par de días con su familia.

20

Habían pasado veinticuatro horas desde que se recibió el primer fax en la Casa Blanca. Más de ocho mil hombres y mujeres se afanaban por descubrir quién estaba detrás de aquello y cómo lo había logrado. Se movilizaron agentes de todos los departamentos del país, a pesar de que a algunos se les ocultó la naturaleza exacta de su búsqueda porque el incidente había sido clasificado como alto secreto.

La indecisión dominaba el despacho oval. La demostración de poder del enemigo había sido convincente, pero iba demasiado lejos en sus exigencias. El presidente no podía cumplir ninguna de ellas si quería mantener la seguridad nacional y, tal vez, incluso su cargo. Lo último era lo que menos le importaba, cosa que le honraba. Había recibido todo tipo de consejos y de especulaciones: el responsable era al-Qaeda; eran los iraníes; deberían ceder a sus demandas; deberían ignorarlas. La decisión final era suya, y daba igual cómo lo mirase, no veía ninguna salida viable al ultimátum.

Había intentado ponerse en contacto con el primer ministro israelí para plantearle la idea de anunciar que Estados Unidos suspendería la ayuda económica a corto plazo, pero la llamada se había cortado misteriosamente en cuanto fue evidente que Estados Unidos continuaría apoyando de forma clandestina al estado judío. No sabía cómo, pero la línea telefónica más segura del mundo podía ser conectada y desconectada a voluntad. Un técnico de la NSA le había explicado que eso era imposible, pero tenía la evidencia sobre su mesa. Intentó realizar la llamada desde otro teléfono ajeno a la centralita de la Casa Blanca y también cortaron la comunicación antes de que pudieran decir nada de peso. La única opción que le quedaba, aunque engorrosa y lenta, era enviar una valija diplomática a Jerusalén para informar al primer ministro de lo que pretendía hacer Estados Unidos.

Estaba sentado a su mesa, mirando a la nada, cuando Lester Jackson llamó y entró sin esperar a que le diera permiso. Las puertas del despacho oval eran demasiado gruesas para que se filtrara algún ruido del exterior, de modo que el presidente no había escuchado el sonido del fax detrás del escritorio de Eunice Wosniak.

—Señor presidente, esto acaba de llegar.

—Jackson sujetaba un fax en la mano como si se tratara de una rata en descomposición.

—¿Qué dice? —preguntó, cansado. Ya había decidido que, si lograban superar aquella crisis, ese sería su primer y último mandato. Se sentía como si hubiera envejecido cien años desde la mañana del día anterior.

—Lo único que dices es: «Dijimos que de inmediato. Tiene las manos manchadas con su sangre».

—¿La sangre de quién? —No lo sé. De acuerdo con las cadenas más importantes, no ha sucedido gran cosa en el país. Señor, puede que esto no sea más que un elaborado farol. Es posible que tengan a alguien infiltrado en Troy, y que este desconectara la electricidad. Además existen potentes programas informáticos que podrían piratear nuestro sistema telefónico.

—¿Crees que no lo sé? —espetó—. Pero ¿y si no lo es? ¿Y si lanzan otro ataque? ¿Un ataque letal? Ya he desperdiciado demasiado tiempo. Herido en sus sentimientos, Jackson adoptó un tono de voz formal.

BOOK: La selva
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