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Authors: Clive Cussler,Jack du Brul

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

La selva (37 page)

BOOK: La selva
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—¿Y el hundimiento? —inquirió Bahar—. ¿Ha ido todo según lo previsto?

—Tuvimos que darnos prisa, pero tuvo lugar a solo unas pocas millas de la zona acordada y nadie nos vio regresar a Brunei en los botes salvavidas del
Hercules
. Nuestro topo americano nos informó de que el barco que utilizan era mucho más rápido de lo que nos habían hecho creer. No tardará en llamarme para contarme cómo ha ido todo, pero creo que destruimos todo rastro del Oráculo antes de que ellos llegaran.

—Muy bien. Resulta que el Oráculo tenía razón sobre la amenaza potencial que entrañaba la Corporación. Lograron escapar de la prisión de Insein, una hazaña que no creo que hayan conseguido muchos. Abdul recordó su encuentro con Cabrillo en Singapur. Entonces tuvo la sensación de que ese hombre era peligroso. Aquello le trajo a la memoria que había otro cabo suelto del que tenían que ocuparse.

—¿Qué hay de Pramana?

—Ahora vamos a verle. Esa es la razón de que nos entretengamos aquí en Yakarta. Sabía que después de su fracaso en Singapur querrías hablar con él. Gracias a tu agilidad mental evitamos que se convirtiera en un error fatal. En cuanto termines la charla, pondremos rumbo a Europa con los cristales. ¿Y qué pasa con Croissard?

—Le pusimos un lastre y lo arrojamos en el estrecho de Malaca. Media hora después, la reluciente limusina Mercedes entró en el aparcamiento de un destartalado almacén a las afueras de la ciudad, que tenía una población estimada de diez millones de habitantes. El lugar estaba lleno de grietas y cubierto de maleza, y el edificio parecía no haber recibido una mano de pintura desde que los holandeses reconocieran la independencia de Indonesia.

—No puedo creer que el imbécil de Pramana no ejerza un mayor control sobre su gente —repuso Mohammad, que comenzaba a cabrearse. Algunos de los esbirros que contrataba procedían del grupo islamista Jemaah Islamiyah. De hecho, Pramana le había acompañado a Inglaterra y se había ocupado de la tortura de William Cantor.

Lo que Abdul no sabía era que los dos tipos que Pramana envió a la reunión de Singapur como refuerzo por si acaso algo salía mal habían llevado chalecos bomba en el jet privado con la intención de matar a los hombres con quienes Abdul iba a encontrarse. No conocía los motivos y tampoco le importaban. Suponía que se trataba de vengar a los musulmanes que la Corporación había matado en Pakistán. Abdul les había advertido en todo momento lo buenos que eran esos agentes, de modo que tal vez decidieron convertirse en mártires a fin de liquidar a tan formidables enemigos. Eso ya daba igual.

Lo que sí importaba era que Pramana los había traicionado de forma deliberada o no, al no ser capaz de controlar a sus hombres, y que había estado a punto de echarlo todo a perder. Si Mohammad no se hubiera percatado de la situación y no hubiese improvisado rápidamente otro dispositivo explosivo con pólvora de su pistola y agentes químicos que encontró en el carrito de la doncella, estaba seguro de que Cabrillo se habría dado cuenta de que la reunión había sido una trampa y no habría aceptado el contrato. La tercera explosión en el casino había bastado para convencer a los dos agentes de la Corporación de que se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.

—Si no te importa —dijo Bahar cuando Abdul abrió la puerta del coche— me quedaré aquí.

—Por supuesto. Mohammad salió al húmedo aire y desenfundó el cuchillo que llevaba sujeto al antebrazo.

18

Washington D. C. Tres semanas después
.

La secretaria del presidente había estado a su lado desde el principio, cuando decidió aprovechar su historia de superación personal y su don para la oratoria y dedicarse a la política. Dejó su carrera de abogado, se presentó a alcalde de Detroit y ganó por arrolladora mayoría cuando su oponente se retiró de la carrera para «pasar más tiempo con su familia».

La verdad era que la esposa de su contrincante había descubierto que su marido la engañaba y estaba preparando los trámites del divorcio. Estuvo dos legislaturas en la alcaldía y otra en el Senado antes de presentarse a presidente. Eunice Wosniak le había seguido diligentemente desde que ejercía la abogacía hasta el despacho del alcalde, y de ahí a Washington, y ahora hasta el cargo más poderoso del mundo. Había protegido a su jefe casi con la misma ferocidad que el jefe de gabinete, Lester Jackson.

Este era un tipo influyente de Washington, que se había aferrado a las faldas del presidente y que nunca se había soltado. A pesar de disponer de un equipo de apoyo de varias docenas de personas, una de las tareas que Eunice insistía en realizar personalmente era darle al presidente su café cuando él atravesaba su despacho del camino al suyo. Acababa de añadir la leche —la primera dama insistía en que solo tuviera un dos por ciento de materia grasa, pero en realidad era leche entera vertida en un envase de leche con el dos por ciento de materia grasa— cuando sonó el fax. Aquello no era extraño, aunque los faxes eran algo un tanto arcaico en el mundo moderno, por lo que la máquina solía permanecer en silencio durante semanas.

Cuando soltó una única página en la bandeja, Eunice revisó el contenido; el desconcierto se fue transformando en sincera preocupación a medida que leía. Tenía que ser una broma, pensó. Pero, entonces, ¿cómo había conseguido aquel número el remitente? No figuraba en el directorio de la Casa Blanca debido a todas las bromas que enviaban al presidente por fax, por carta o por correo electrónico. ¿Y si no se trataba de una broma? La sola idea le revolvió el estómago. Se sentó pesadamente sin apenas notar el café caliente que se había derramado sobre el regazo. Les Jackson entró justo en ese momento. El cabello le había encanecido en las sienes y daba la impresión de que las bolsas y las arrugas comenzaban a tragarse sus ojos, pero seguía moviéndose como un hombre mucho más joven, como si el estrés y la tensión de su trabajo le llenaran de energía en lugar de dejarle agotado.

—¿Estás bien? —preguntó—. Parece que hayas visto un fantasma. Eunice sostuvo el fax en alto sin articular palabra, obligando a Jackson a alargar el brazo por encima de la mesa para cogerlo. Era célebre por su rapidez para leer y terminó la página en cuestión de segundos.

—Esto es una falacia —opinó—. Nadie puede conseguir esa información. Y el resto no son más que las típicas sandeces
yihadistas
. ¿De dónde viene? Dejó que el trozo de papel se deslizara suavemente hasta la mesa.

—Acabo de recibirlo por fax, señor Jackson. Pese a conocerle desde hacía años, insistía en ceñirse a las formalidades con sus superiores. Jackson no hizo nada por disuadirla de que prescindiera de aquel hábito en concreto. Consideró aquello durante un instante y luego le restó importancia.

—Algún pirado tiene tu número de fax. Era inevitable que sucediera.

—¿Le están enviado faxes obscenos, Eunice? —preguntó el presidente con una risita cómplice. Los dos años transcurridos de su primera legislatura no le habían pasado demasiada factura. Era un hombre alto, de hombros anchos y con una voz tan cautivadora que aún seguía fascinando al público a pesar de que no estuviera de acuerdo con su política. Eunice Wosniak se puso en pie.

—No, señor presidente. No es nada de eso. Yo... eh... —Su voz se fue apagando. El presidente cogió el fax, sacó unas gafas de leer del bolsillo de su traje de los Hermanos Brooks, y se las colocó sobre su nariz aquilina. Lo leyó casi tan rápido como su jefe de gabinete. A diferencia de Jackson, el presidente se puso lívido y abrió los ojos como platos.

Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de plástico del tamaño de una tarjeta de crédito. Un mensajero de la Agencia de Seguridad Nacional la había cambiado por otra similar en cuanto dejó el apartamento presidencial. Era una rutina matutina que nunca cambiaba. Rompió el sello y comparó los números impresos en el interior de la tarjeta con los que había escritos en el fax. Las manos comenzaron a temblarle.

—¿Señor presidente? —dijo Jackson con considerable preocupación. La tarjeta, apodada «biscuit», se le entregaba al presidente cada día desde poco después de que tuviera lugar la crisis cubana de los misiles y contenía unas series de números generadas al azar por un ordenador seguro de la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade, Maryland. Se trataba del código de autenticación presidencial para lanzar misiles nucleares. Sin la menor duda, aquellos números eran el secreto mejor guardado de Estados Unidos. Y alguien acababa de pasar el código por fax al despacho oval.

—Les, reúne al Consejo de Seguridad Nacional. Los quiero a todos aquí tan rápido como sea humanamente posible. Si bien era imposible que alguien en posesión de los códigos pudiera lanzar un arma nuclear, la sola idea de que los códigos «biscuit» ya no fueran secretos era el fallo de seguridad más grave en la historia de Estados Unidos. Aquello ponía en tela de juicio el nivel de protección del resto de áreas de la defensa nacional. Fueron necesarias algo más de dos horas para tener reunida a la NSC en la sala de crisis, un búnker subterráneo sin ventanas situado debajo de la Casa Blanca.

A causa de los planes de viaje, las únicas personas en la reunión eran el vicepresidente, el jefe del Estado Mayor, el secretario de Defensa, la secretaria de Estado y, por invitación expresa, el director de la NSA y de la CIA.

—Damas y caballeros —comenzó el presidente—, tenemos una crisis entre manos a la que la nación jamás se ha enfrentado antes. Repartió copias de la carta mientras continuaba hablando:

—Eunice Wosniak, mi secretaria personal, recibió este fax hace poco más de dos horas. El código de autentificación es correcto. Tendremos que esperar y ver si la amenaza también es auténtica. En cuanto a las demandas, son algo que podríamos vernos forzados a discutir.

—Aguarde un minuto —repuso el director general de la NSA—. Esto es imposible.

—Lo sé —respondió el presidente—. Y sin embargo aquí estamos. El código procede de un generador de números al azar y todo el personal que maneja la «biscuit» ha pasado por una exhaustiva investigación, ¿cierto?

—Sí, señor. Es totalmente seguro. Y nadie, aparte de usted, ve jamás los números. Comprobaré el estado del mensajero. ¿Estaba roto el sello?

—Intacto.

—Es imposible —reiteró el general.

—Este psicópata dice que al mediodía dejará sin electricidad a la ciudad de Troy en Nueva York durante un minuto. ¿Deberíamos avisar a alguien? Y ¿por qué Troy?

—Porque está lo bastante cerca de Nueva York para llamar nuestra atención, pero es lo bastante pequeña como para que si desvía toda esa electricidad, la red no se sobrecargue y no provoque un apagón masivo como el de 2003 —puntualizó Les Jackson, que había sido miembro de una organización de carácter público que aglutinaba a varios grupos—. Y si los avisamos querrán saber cómo lo sabemos. Si la amenaza se cumple, ¿quiere que la administración se enfrente a esa clase de preguntas?

—Ah, claro.

—El vicepresidente había sido invitado para equilibrar la balanza y no por su agudo intelecto.

—No estamos hablando de un simple pirata informático —apuntó Fiona Katamora, la secretaria de Estado. Había sido asesora de Seguridad Nacional con la administración anterior y la habían reclutado para ese cargo más público porque era una de las personas más dotadas del planeta—. La lista de demandas parece la carta a Papá Noel de Osama bin Laden.

Y leyó en voz alta: Estados Unidos anunciará de inmediato el cese de toda ayuda militar y civil al Estado de Israel, y en lo sucesivo proporcionará el mismo capital a las autoridades palestinas y a los líderes de Hamás en la franja de Gaza. Todos los prisioneros de Guantánamo serán liberados en el acto. Las tropas de Estados Unidos y la OTAN deben abandonar Irak a finales de junio próximo y haber salido de Afganistán antes de que acabe el año. Toda la asistencia militar a Pakistán cesará de inmediato.

Las bases militares estadounidenses en Kuwait y en Qatar deberán haber sido desmanteladas para finales de año. El presidente condenará de manera oficial la formación de colonias judías en la Ribera Occidental y la prohibición de que las mujeres musulmanas lleven el pañuelo en la cabeza en Francia y en cualquier otro país europeo que promulgue dicha ley.

Se retirará la clasificación de grupo terrorista a todos los grupos musulmanes que actualmente figuran como tal. No se impondrán más sanciones a Irán, y las que pesan sobre dicha nación serán levantadas para finales de año.

—Lo que nos está diciendo es que cedamos a la guerra del terror. Me resulta muy revelador que mencione a Irán.

—¿Por qué?

—Los sunnitas y los chiitas no se llevan bien, y lo único en lo que la mayoría de países árabes están de acuerdo es en que tener controlado a Irán, y a su etnia chiita, es beneficioso. Pero este tipo quiere que nos desentendamos de todo, parece que nos esté diciendo que las diferencias que existen entre los dos grupos es un asunto interno del que se encargarán ellos mismos.

—Es evidente que no podemos hacer nada de lo que pide —declaró el vicepresidente de manera contundente.

—Lo que me llama la atención es el detalle con que explica los plazos de tiempo —prosiguió Fiona Katamora como si él no hubiera hablado—. No se trata de la perorata de algún
yihadista
chiflado que vive en una cueva en Waziristán. Es algo bien estudiado. Cada plazo es factible desde una perspectiva práctica y también viable, aunque a nivel político no lo sea.

—No podemos retirar la ayuda a Israel —intervino el director de la CIA.

—Podemos —replicó Fiona, sin levantar la voz como había hecho su homólogo—. Optamos por continuar dándoles ayuda económica porque nos interesa. Si eso dejara de ser así, podríamos cerrarles el grifo en cuanto quisiéramos.

—Pero...

—Escuchen, si esto va en serio, el juego ha cambiado por completo. Ya no tenemos el control. Hay algún grupo que parece tener acceso ilimitado a nuestros secretos mejor guardados. Con solo apretar un botón pueden cortar todo el suministro eléctrico. Piensen en ello. Piensen en un apagón general en toda la nación que dure semanas o meses. O en un sistema de control aéreo en el que ya no podamos confiar. Todos los aviones del país se quedarían en tierra de forma indefinida. ¿Podría esta persona superar los protocolos de seguridad de las plantas nucleares y provocar una fusión masiva? Creo que para eso hay un protocolo de seguridad a nivel físico... Pero me parece que ya captan la idea.

BOOK: La selva
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