Era una fiesta de verdad. Una fiesta en un cortijo jerezano, de esos donde transcurre una eternidad entre el arco de la entrada y la casa que está al fondo, al final de un largo camino de tierra y gravilla, con coches caros aparcados en la puerta, y paredes de almagre y cal con ventanas enrejadas que a Teresa le recordaron —ahí estaba el pinche parentesco, comprendió— las antiguas haciendas mejicanas. La casa era de las que fotografiaban en las revistas: muebles rústicos que la vejez ennoblecía, cuadros oscuros en las paredes, suelos de baldosa rojiza y vigas en los techos. También un centenar de invitados que bebían y charlaban en dos salones grandes y en la terraza con porche emparrado que se extendía por la parte de atrás, delimitada por un cobertizo de bar, una enorme parrilla de leña con horno de asar, y una piscina. El sol se acercaba al ocaso, y la luz ocre y polvorienta daba una consistencia casi material al aire cálido, en los horizontes de ondulaciones suaves salpicadas de cepas verdes.
—Me gusta tu casa —dijo Teresa.
—Ojalá fuera mía.
—Pero pertenece a tu familia.
—De mi familia a mí hay un trecho muy largo.
Estaban sentadas bajo las parras del porche, en butacas de madera con almohadones de lino, una copa en la mano y mirando a la gente que se movía alrededor. Todo muy acorde, decidió Teresa, con el lugar y con los autos de la puerta. Al principio había estado preocupada por sus liváis y sus zapatos de tacón y su blusa sencilla, en especial cuando al llegar algunos la miraron raro; pero Pati O'Farrell —un vestido de algodón malva, lindas sandalias de cuero repujado, el pelo rubio tan corto como de costumbre— la tranquilizó. Aquí cada cual viste como le sale, dijo. Y así estás muy bien. Además, ese pelo recogido y tan tirante, con la raya en medio, te hace guapa. Muy racial. Nunca te habías peinado así en el talego.
—En el talego no estaba para fiestas.
—Pero alguna hicimos.
Rieron, recordando. Había tequila, comprobó, y alcohol de todas clases, y camareras uniformadas con bandejas de canapés que iban y venían entre la gente. Todo bien padre. Dos guitarristas flamencos tocaban entre un grupo de invitados. La música, alegre y melancólica al mismo tiempo, como a ráfagas, le iba bien al lugar y al paisaje. A veces se animaban con palmas, algunas mujeres jóvenes iniciaban pasos de baile, sevillanas o flamenco, medio en broma, y charlaban con sus acompañantes mientras Teresa envidiaba la desenvoltura que les permitía ir de acá para allá, saludarse, conversar, fumar distinguido como la misma Pati lo hacía, un brazo cruzado en el regazo, la mano sosteniendo un codo y el brazo en vertical, el cigarrillo humeante entre los dedos índice y corazón. Quizá no fuera la más alta sociedad, concluyó; pero resultaba fascinante observarlos, tan distintos a la gente que había conocido con el Güero Dávila en Culiacán, y a miles de años y de kilómetros de su pasado más próximo y de lo que ella era o llegaría a ser nunca. Hasta Pati se le antojaba un enlace irreal entre esos mundos dispares. Y Teresa, como si mirase desde afuera un brillante escaparate, no perdía detalle del calzado de aquellas mujeres, el maquillaje, el peinado, las joyas, el aroma de sus perfumes, la forma de sostener un vaso o de encender un cigarrillo, de echar atrás la cabeza para reír mientras apoyaban una mano en el brazo del hombre con quien platicaban. Así se hace, decidió, y ojalá pudiera aprenderlo. Así es como se está, como se habla, como se ríe o como se calla; como lo había imaginado en las novelas y no como lo fingen el cine o la televisión. Y qué bueno era poder mirar siendo tan poca cosa que nadie se preocupaba por una; observar con atención para darse cuenta de que la mayor parte de los invitados masculinos eran tipos por encima de los cuarenta, con toques informales en la indumentaria, camisas abiertas sin corbata, chaquetas oscuras, buenos zapatos y relojes, pieles bronceadas y no precisamente de trabajar en el campo. En cuanto a ellas, se daban dos tipos definidos: morras de buen aspecto y piernas largas, algunas un poco ostentosas en ropa, joyas y bisutería, y otras mejor vestidas, más sobrias, con menos adornos y maquillaje, en quienes la cirugía plástica y el dinero —la una era consecuencia de lo otro— parecían naturales. Las hermanas de Pati, que ésta le presentó al llegar, pertenecían a ese último grupo: narices operadas, pieles estiradas en quirófanos, pelo rubio con mechas, marcado acento andaluz de buena cuna, manos elegantes que no fregaron un plato jamás, vestidos de buenas marcas. Hacia los cincuenta la mayor, cuarenta y pocos la menor. Parecidas a Pati en la frente, el óvalo de la cara, una cierta forma de torcer la boca al conversar o sonreír. Habían mirado a Teresa de arriba abajo con el mismo gesto arqueado en las cejas, dobles acentos circunflejos de los que valoran y descartan en sólo segundos, antes de volver a sus ocupaciones sociales y a sus invitados. Un par de puercas, comentó Pati en cuanto volvieron la espalda, justo cuando Teresa estaba pensando: órale que puedo llegar a ser pendeja con mis trazas de fayuquera, tal vez habría debido ponerme otra ropa, las pulseras de plata y una falda en vez de los liváis y los tacones y esta vieja blusa que miraron como si fuera un harapo. La mayor, comentó Pati, está casada con un vago imbécil, aquel calvo tripón que se ríe en el grupo de allá, y la segunda chulea a mi padre como quiere. Aunque la verdad es que lo chulean las dos.
—¿Está tu padre aquí?
—Por Dios, claro que no —Pati arrugaba la nariz con elegancia, el vaso de whisky con hielo y sin agua a medio camino—. El viejo cabrón vive atrincherado en su piso de Jerez… El campo le produce alergia —rió, malvada—. El polen y todo eso.
—¿Por qué me has invitado?
Sin mirarla, Pati terminó de llevarse el vaso a los labios.
—Pensé —dijo, la boca húmeda— que te gustaría tomar una copa.
—Hay bares para tomar copas. Y éste no es mi ambiente.
Pati puso el vaso en la mesa y encendió un cigarrillo. El anterior seguía encendido, consumiéndose en el cenicero.
—Tampoco el mío. O al menos no del todo —paseó la mirada alrededor, despectiva—. Mis hermanas son absolutamente idiotas: organizar una fiesta es lo que entienden por reinserción social. En vez de esconderme, me enseñan, ¿comprendes? Así demuestran que no las avergüenza la oveja descarriada… Esta noche se irán a dormir con el coño frío y la conciencia tranquila, como suelen.
—A lo mejor eres injusta con ellas. Quizá se alegran de verdad.
—¿Injusta?… ¿Aquí? —se mordió el labio inferior con una sonrisa desagradable—. ¿Podrás creer que nadie me ha preguntado todavía qué tal lo pasé en el talego?… Tema tabú. Sólo hola, bonita. Muá, muá. Te veo espléndida. Como si me hubiese ido de vacaciones al Caribe.
Su tono es más ligero que en El Puerto, pensó Teresa. Más frívolo y locuaz. Dice las mismas cosas y de la misma forma, pero hay algo diferente: como si aquí se viera obligada a darme explicaciones que en nuestra vida anterior resultaban innecesarias. La había observado desde el primer momento, cuando se apartó de unos amigos para recibirla y luego la dejó sola un par de veces, yendo y viniendo entre los invitados. Tardó en reconocerla. En atribuirle realmente aquellas sonrisas que le espiaba de lejos, los gestos de complicidad con gente para ella extraña, los cigarrillos que aceptaba inclinando la cabeza para que le diesen fuego mientras echaba de vez en cuando una mirada a Teresa, que seguía fuera de lugar, sin acercarse a nadie porque no sabía qué decir, y sin que nadie le dirigiese la palabra. Al fin Pati volvió con ella y fueron a sentarse en las butacas del porche, y entonces sí empezó a reconocerla poquito a poco. Y era verdad que ahora explicaba demasiado las cosas, justificándolas como si no estuviera segura de que Teresa las entendiese, o de que —se le ocurrió de pronto— las aprobara. Semejante posibilidad le dio qué pensar. Quizás ocurre, aventuró tras mucho darle vueltas, que las leyendas personales que funcionan tras las rejas no sirven afuera, y una vez en libertad es preciso establecer de nuevo cada personaje. Confirmarlo a la luz de la calle. Por ese camino, pensó, puede que la Teniente O'Farrell aquí no sea nadie, o no sea lo que realmente quiere o le interesa ser. Y puede ocurrir, también, que tema comprobar que me doy cuenta. En cuanto a mí, la ventaja es que nunca supe lo que fui cuando estaba dentro, y tal vez por eso no me preocupa lo que soy fuera. Nada tengo que explicar a nadie. Nada sobre lo que convencer. Nada que demostrar.
—Sigues sin decirme qué hago aquí —dijo.
Pati encogió los hombros. El sol bajaba más en el horizonte, inflamando el aire de luz rojiza. Su pelo corto y rubio parecía contagiado de aquella luz.
—Cada cosa tiene su momento —entornaba los párpados mirando lejos—. Limítate a disfrutar, y ya me contarás qué te parece.
A lo mejor era algo muy sencillo, pensaba Teresa. La autoridad, quizá. Una teniente sin tropa a su mando, un general jubilado cuyo prestigio desconocen todos. Tal vez me ha hecho venir porque me necesita, decidió. Porque yo la respeto y conozco el último año y medio de su vida, y éstos no. Para ellos es sólo una niña fresita y envilecida; una oveja negra a la que se tolera y se acoge porque es de la misma casta, y hay camadas y familias que nunca reniegan en público de los suyos, aunque los odien o los desprecien. A lo mejor por eso le urge una compañía. Una testigo. Alguien que sepa y mire, aunque calle. En el fondo, la vida es requetesimple: se divide en gente con la que te ves obligada a hablar mientras tomas una copa, y gente con la que puedes beber durante horas en silencio, como hacía el Güero Dávila en aquella cantina de Culiacán. Gente que sabe, o que intuye lo suficiente para que sobren las palabras, y que está contigo sin estar del todo. Sólo ahí, nomás. Y a lo mejor éste es el caso, aunque ignoro a qué sitio nos lleva eso. A qué nueva variante de la palabra soledad.
—A tu salud, Teniente.
—A la tuya, Mejicana.
Chocaron las copas. Teresa miró alrededor, disfrutando del aroma del tequila. En uno de los grupos que charlaban junto a la piscina vio a un hombre joven, tan alto que destacaba entre los que le rodeaban. Era esbelto, el pelo muy negro, peinado hacia atrás con fijador, largo y rizado en la nuca. Vestía un traje oscuro, camisa blanca sin corbata, zapatos negros y relucientes. La mandíbula pronunciada y la nariz grande, curva, le daban un interesante perfil de águila flaca. Un tipo con clase, pensó. Como aquellos españolazos que una imaginaba de antes, aristócratas e hidalgos y demás —por algo tuvo que apendejarse la Malinche, a fin de cuentas— y que seguramente no existieron casi nunca.
—Hay gente simpática —dijo.
Pati se volvió para seguir la dirección de su mirada.
—Vaya —gruñó escéptica—. A mí me parecen todos un montón de basura.
—Son tus amigos.
—Yo no tengo amigos, colega.
La voz se le había endurecido un punto, como en los viejos tiempos. Ahora se parecía más a la que Teresa recordaba de El Puerto. La Teniente O'Farrell.
—Chíngale —retrancó Teresa, entre seria y guasona—. Creí que tú y yo lo éramos.
Pati la miró callada y tomó otro sorbo. Sus ojos parecían reír por dentro, con docenas de arruguitas alrededor. Pero acabó de beber, puso el vaso en la mesa y se llevó el cigarrillo a los labios sin decir nada.
—De cualquier manera —añadió Teresa al cabo de un instante— la música es linda y la casa bien preciosa. Merecieron el viaje.
Miraba distraída al tipo alto con cara de águila, y Pati siguió otra vez la dirección de sus ojos.
—¿Sí?… Pues espero que no vayas a conformarte con tan poco. Porque esto es ridículo comparado con lo que se puede tener.
Cantaban centenares de grillos en la oscuridad. Ascendía una luna hermosa que iluminaba las vides, plateando cada hoja, y el sendero se prolongaba como blanco y ondulado ante sus pasos. A lo lejos brillaban las luces del cortijo. Hacía rato que todo estaba recogido y silencioso en el enorme caserón. Los últimos invitados habían dicho buenas noches, y las hermanas y el cuñado de Pati iban de regreso a Jerez después de una charla de circunstancias en la terraza, todo el mundo incómodo y deseando terminar aquello, y sin que —la Teniente tuvo razón hasta el final— nadie mencionara, ni de pasada, los tres años en El Puerto de Santa María. Teresa, a quien Pati invitó a quedarse a dormir, se preguntaba qué diablos escondía aquella noche en la cabeza su antigua compañera de chabolo.
Habían bebido mucho las dos, pero no lo suficiente. Y al final caminaron más allá del porche y de la terraza, por el sendero que zigzagueaba hacia los campos del cortijo. Antes de salir, mientras unas silenciosas sirvientas eliminaban los restos de la fiesta, Pati desapareció un momento para volver, sorpresa, sorpresa, con un gramo de polvo blanco que las despejó bien despejadas, convertido muy pronto en rayas sobre el cristal de la mesa. Para no acabárselo de criminal que estaba, y que Teresa supo apreciar como se merecía, snif, snif, habida cuenta de que era su primer pericazo desde que la soltaron de El Puerto. Órale, carnalita, suspiraba. Bien chingona te salió ésta. Luego, despejadas y vivas como si el día acabara de empezar, echaron a andar en dirección a los campos oscuros del cortijo, sin prisas. Sin dirigirse a ninguna parte. Te quiero bien lúcida para lo que voy a decirte, apuntó una Pati a la que era posible reconocer de nuevo. Estoy requetelúcida, dijo Teresa. Se dispuso a escuchar. Había vaciado otro vaso de tequila que ya no llevaba en la mano, pues lo dejó caer en alguna parte del camino. Y aquello, pensaba sin saber qué motivos tenía para pensarlo, se parecía mucho a estar bien otra vez. A encontrarse a gusto en la piel, inesperadamente. Sin reflexiones ni recuerdos. Sólo la noche inmensa que se diría eterna, y la voz familiar que pronunciaba palabras en tono de confidencia, como si alguien pudiera espiarlas agazapado entre aquella luz extraña que plateaba los inmensos viñedos. Y también oía el canto de los grillos, el ruido de los pasos de su compañera y el roce de sus propios pies descalzos —había dejado los zapatos de tacón en el porche— sobre la tierra del sendero.
—Ésa es la historia —acabó Pati.
Pues no tengo intención de pensar ahora en tu historia, se dijo Teresa. No pienso hacerlo, ni considerar ni analizar nada esta noche mientras dure la oscuridad y haya estrellas allá arriba, y el efecto del tequila y de doña Blanca me tenga así de a gusto por primera vez después de tanto tiempo. Tampoco sé por qué esperaste hasta hoy para confiarme todo eso, ni qué pretendes. Te oí como quien oye un cuento. Y lo prefiero así, porque tomar tus palabras de otra manera me obligaría a aceptar que existe la palabra mañana y existe la palabra futuro; y esta noche, caminando por el senderito entre estos campos tuyos o de tu familia o de quien chingados sean, pero que deben de valer una feria, no le pido nada especial a la vida. Así que digamos que me contaste un lindo relato, o más bien acabaste de contarme el que me soplabas a medias cuando compartíamos chabolo. Luego me iré a dormir, y mañana, con luz en la cara, será otro día.