Calló, atenta a los ojos de Yasikov, tensos los músculos de la espalda y contraído el estómago hasta el dolor, a causa del miedo. Pero había sido capaz de plantearlo en el tono más seco y neto posible, como si en vez de poner su vida y la de Pati sobre la mesa estuviera proponiendo una rutinaria operación comercial sin consecuencias. El ganga estudiaba a Teresa, y ésta sentía también fijos en ella los ojos de Pati; mas por nada del mundo habría devuelto esa segunda mirada. No me mires, rogaba mentalmente a su compañera. Ni parpadees siquiera, carnalita, o la regamos. Sigue existiendo la posibilidad de que este bato quiera ganar seis millones de dólares más. Porque él sabe, como yo lo sé, que siempre se habla. Cuando te sacan la sopa siempre se habla. Y éstos vaya si la sacan.
—Me temo… —empezó a decir Yasikov.
Hasta aquí llegamos, adelantó Teresa para sí. Bastaba mirarle la cara al ruso y entender que ni madres. La conciencia de eso le llegó como un rayo. Hemos sido chavitas ingenuas: Pati es una irresponsable, y yo otra. El miedo se le enroscaba en las tripas. Lo veo requetecabrón.
—Hay algo más —improvisó—. Hachís.
—¿Qué pasa con el hachís?
—Conozco esa chamba. Y ustedes no tienen hachís.
Yasikov parecía un poco desconcertado.
—Claro que tenemos.
Teresa movió la cabeza, negando con aplomo. Mientras Pati no abra la boca y nos reviente, rogó. En su interior el camino se ordenaba con extraña claridad. Una puerta abierta de pronto, y aquella mujer silenciosa, la otra que a veces se parecía a ella, observándola desde el umbral.
—Hace año y medio —opuso— poquiteaban aquí y allá, y dudo que ahora sea diferente. Estoy segura de que siguen en manos de proveedores marroquíes, transportistas gibraltareños e intermediarios españoles… Como todo el mundo.
El ganga levantó la mano izquierda, la de la alianza, para tocarse la cara. Dispongo de treinta segundos para convencerlo, pensó Teresa, antes de ponernos en pie, salir de aquí y echar a correr para que nos atrapen dentro de un par de días. Y no mames. Tendría muy poca gracia pelarse de los de Sinaloa y llegar así de lejos para que termine dándome picarrón un pinche ruso.
—Queremos proponerle algo —precisó—. Un negocio. De esos seis millones de dólares fraccionados en dos pagos, el segundo lo retendría usted como asociado, a cambio de proporcionar los medios oportunos.
Un silencio largo. El ruso no le quitaba la vista de encima. Y soy una máscara india, pensaba ella. Soy una máscara impasible jugando al póker como Raúl Estrada Contreras, un tahúr profesional, lo respetaba la gente porque jugaba legal, etcétera, o al menos eso dice el corrido, y este chingue a su madre no va a sacarme ni un latido del párpado, porque me rifo el cuero. Así que ya puede mirarme. Como si me mira las chichotas.
—¿Qué medios?
Te tengo, se dijo Teresa. Te voy a tener.
—Pues no sé decirle ahora. O sí sé. Lanchas. Motores fuera borda. Locales de acogida. Pago de los primeros contactos e intermediarios.
Yasikov seguía tocándose la cara.
—¿Usted entiende de eso?
—No me chingue. Estoy barajando mi vida y la de mi amiga… ¿Me cree en situación de venir a cantarle rancheras?
Y fue así, confirmó Saturnino G. Juárez, como Teresa Mendoza y Patricia O'Farrell se asociaron con la mafia rusa de la Costa del Sol. La propuesta que la Mejicana hizo a Yasikov en ese primer encuentro inclinó la balanza. Y en efecto: aparte de aquella media tonelada de cocaína, la Babushka de Solntsevo necesitaba hachís marroquí para no depender en exclusiva de los traficantes turcos y libaneses. Hasta entonces se había visto obligada a recurrir a las mafias tradicionales del Estrecho, mal organizadas, costosas y poco fiables. Y la idea de una conexión directa resultaba seductora. La media tonelada cambió de manos a cambio de tres millones de dólares puestos en un banco de Gibraltar, y de otros tres destinados a financiar una infraestructura cuya fachada legal se llamó Transer Naga S. L., con sede social en el Peñón y un discreto negocio tapadera en Marbella. De ahí, Yasikov y su gente obtuvieron, según el acuerdo al que éste llegó con las dos mujeres, el cincuenta por ciento de los beneficios del primer año y el veinticinco por ciento del segundo; de modo que al tercero se consideró amortizada la deuda. En cuanto a Transer Naga, era una empresa de servicios: transportes clandestinos cuya responsabilidad empezaba en el momento en que se cargaba la droga en la costa marroquí y terminaba cuando alguien se hacía cargo de ella en una playa española o en alta mar. Con el tiempo, por conversaciones telefónicas intervenidas y otras investigaciones, pudo establecerse que la norma de no participar en la propiedad de la droga fue impuesta por Teresa Mendoza. Basándose en su experiencia anterior, sostenía que todo era más limpio si el transportista no se implicaba; eso garantizaba discreción, y también la ausencia de nombres y pruebas que conectaran entre sí a productores, exportadores, intermediarios, receptores y propietarios. El método era simple: un cliente planteaba sus necesidades, y Transer Naga lo asesoraba sobre la forma de transporte mas eficaz, aportando la profesionalidad y los medios. Del punto A al punto C, y nosotros ponemos B. Con el tiempo, apuntó Saturnino Juárez mientras yo pagaba la cuenta del restaurante, sólo les faltó anunciarse en las páginas amarillas. Y ésa fue la estrategia que Teresa Mendoza impuso y mantuvo siempre, sin caer en la tentación de aceptar parte del pago en droga, como acostumbraban otros transportistas. Ni siquiera cuando Transer Naga convirtió el Estrecho de Gibraltar en la gran puerta de entrada de cocaína para el sur de Europa, y el polvo colombiano empezó a entrar por toneladas.
Llevaban casi una hora revolviendo ropa. Era la quinta tienda en la que entraban aquella mañana. El sol iluminaba la calle Larios al otro lado del escaparate: terrazas con mesas, automóviles, paseantes con vestimenta ligera. Málaga en invierno. Y hoy toca exploración operativa, había dicho Pati. Estoy harta de dejarte cosas mías, o de que te vistas como una asistenta; así que límpiate la grasa de las uñas y arréglate un poco, que nos vamos. De caza. A sacarle un poco más de brillo a tu nivel social. ¿Te fías o no te fías? Y allí estaban. Desayunaron una primera vez antes de salir de Marbella, y otra en la terraza del café Central, viendo pasar a la gente. Ahora se dedicaban a gastar dinero. Demasiado, a juicio de Teresa. Los precios eran estremecedores. Y qué pasa, era la respuesta. Tú lo tienes y yo lo tengo. Además, puedes considerarlo una inversión. Con rentabilidad calculada, que eso te va mucho. Ya llenarás el calcetín otro día, con tus lanchas y tu logística y todo ese parque acuático que estás organizando, Mejicana. Que no todo en la vida son motores fuera borda y hélices levógiras, o como se llamen. Ya es hora de que te pongas a tono con la vida que llevas. O que vas a llevar.
—¿Qué te parece esto? —Pati se movía con desenvoltura por la tienda, sacando ropa de los colgadores y dejando la que descartaba en manos de una dependienta que las seguía, solícita—… El traje de chaqueta con pantalón nunca pasa de moda. Y a los tíos los impresiona, sobre todo en tu, en mi, en nuestro ambiente —le ponía delante a Teresa la ropa con las perchas, acercándosela al cuerpo para comprobar el efecto—… Los vaqueros están muy bien, no tienes por qué dejarlos. Pero combínalos con chaquetas oscuras. Azul marino son perfectas.
Teresa tenía otras cosas en la cabeza, más complejas que el color de una chaqueta para llevar con los tejanos. Demasiada gente y demasiados intereses. Horas reflexionando ante un cuaderno lleno de cifras, nombres, lugares. Largas conversaciones con desconocidos a quienes escuchaba atenta y cauta, procurando adivinar, dispuesta a aprender de todo y de todos. Muchas cosas dependían ahora de ella, y se preguntaba si de veras estaba preparada para asumir responsabilidades que antes ni le pasaban por el pensamiento. Pati sabía todo eso, pero no le importaba, o no parecía importarle. Cada cosa a su tiempo, decía. Hoy toca ropa. Hoy toca descansar. Hoy toca salir de marcha. Además, llevar el negocio es más bien asunto tuyo. Tú eres la gerente, y yo miro.
—¿Ves?… Con vaqueros, lo que mejor te sienta es calzado bajo, tipo mocasín, y esos bolsos: Ubrique, Valverde del Camino. Los bolsos artesanos andaluces te van bien. Para diario.
Había tres bolsos de aquellos en los paquetes que llenaban ya el maletero del coche aparcado en el estacionamiento subterráneo de la plaza de la Marina. De hoy no pasa, insistía Pati. Ni un día más sin que llenes un armario con lo que necesitas. Y vas a hacerme caso. Yo mando y tú obedeces. ¿Vale?… Además, vestir es menos cuestión de moda que de sentido común. Vete haciendo a idea: poco pero bueno es mejor que mucho y malo. El truco es hacerse un fondo de armario. Y luego, partiendo de ahí, ampliar. ¿Me sigues?
Pocas veces estaba tan locuaz, la Teniente O'Farrell. Teresa la seguía, en efecto, interesada por aquella nueva forma de ver la ropa y de verse a sí misma. Hasta entonces, vestir de un modo u otro respondía a dos objetivos claros: gustar a los hombres —a sus hombres— o ir cómoda. La indumentaria como herramienta de trabajo, según había dicho Pati arrancándole una carcajada, constituía una novedad. Vestirse no era sólo comodidad o seducción. Ni siquiera elegancia, o status, sino sutilezas dentro del status. ¿Sigues siguiéndome?… La ropa puede ser estado de ánimo, carácter, poder. Una viste como lo que es o como lo que quiere ser, y justo en eso está la diferencia. Las cosas se aprenden, claro. Como los modales, comer y conversar. Se adquieren cuando eres inteligente y sabes mirar. Y tú sabes, Mejicana. No he visto a nadie que mire como tú. Perra india. Como si leyeras libros en la gente. Los libros ya los conoces, y es hora de que también conozcas el resto. ¿Por qué? Porque eres mi socia y eres mi amiga. Porque vamos a pasar mucho tiempo juntas, espero, y a hacer grandes cosas. Y porque ya va siendo hora de que cambiemos de conversación.
—En cuanto a vestirte de verdad —salían del probador, después de que Teresa se viera en el espejo con un suéter de cachemira de cuello vuelto— nadie dice que vistas aburrido. Lo que pasa es que para llevar ciertas cosas hay que saber moverse. Y estar. No vale todo para todas. Esto, por ejemplo. Versace ni se te ocurra. Con ropa de Versace, parecerías una puta.
—Pues bien que tú la usas, a veces.
Pati se rió. Tenía entre los dedos un Marlboro pese al cartel de prohibido fumar y a las miradas censoras de la dependienta. Una mano en un bolsillo de la chaqueta de punto, sobre la falda gris oscura. El cigarrillo en la otra. En seguida lo apago, querida, había dicho al encender el primero. Era el tercero que fumaba allí.
—Yo tuve otro adiestramiento, Mejicana. Sé cuándo debo parecer una puta y cuándo no. En cuanto a ti, recuerda que a la gente con la que tratamos les impresionan las damas con clase. Las señoras.
—No mames. Yo no soy una señora.
—Qué sabrás tú. Lo de ser, y lo de parecer, y lo de llegar a ser o no ser nunca nada, todo eso tiene matices muy delicados. Mira, echa un vistazo… Una señora, te digo. Yves Saint-Laurent, cosas de Chanel y Armani para los momentos serios; las locuras como esto de Galiano déjaselas a otras… O para más tarde.
Teresa miraba alrededor. No le importaba mostrar su ignorancia, ni que la dependienta oyera la conversación. Era Pati la que hablaba en voz baja.
—No siempre sé lo que es adecuado… Combinar es difícil.
—Pues atente a una regla que no falla: mitad y mitad. Si de cintura para abajo vas provocativa o sexy, de cintura para arriba debes ir discreta. Y viceversa.
Salieron con las bolsas y caminaron calle Larios arriba. Pati la hacía detenerse frente a cada escaparate.
—Para diario y sport —prosiguió—, lo ideal es que uses ropa de transición; y si te basas en una firma, procura que tenga un poco de todo —señalaba un traje de chaqueta oscuro y ligero, de cuello redondo que a Teresa le pareció muy bonito—. Como Calvin Klein, por ejemplo. ¿Ves?… Lo mismo un jersey o una cazadora de cuero que un vestido para cenar.
Entraron en aquella tienda. Era un comercio muy elegante, y las empleadas vestían uniformadas con faldas cortas y medias negras. Parecían ejecutivas de película gringa, pensó Teresa. Todas altas y guapas, muy maquilladas, con aspecto de modelos o azafatas. Amabilísimas. Nunca me habrían dado trabajo aquí, concluyó. Chale. La pinche lana.
—Lo ideal —dijo Pati— es venir a tiendas como ésta, que tienen ropa buena y de varias firmas. Frecuentarla y adquirir confianza. La relación con las dependientas es importante: te conocen, saben lo que te gusta y lo que te va. Te dicen ha llegado esto. Te miman.
Había complementos en la planta alta: piel italiana y española. Cinturones. Bolsos. Zapatos maravillosos de hermosos diseños. Aquello, pensó Teresa, era mejor que el Sercha's de Culiacán, donde las esposas y las morras de los narcos acudían cotorreando como locas, con sus joyas, sus melenas teñidas y sus fajos de dólares dos veces al año, al término de cada cosecha en la sierra. Ella misma compraba allí, cuando el Güero Dávila, cosas que ahora la hacían sentirse insegura. Quizá porque no era cierto que fuese ella misma: había viajado lejos y era otra la que se encontraba en aquellos espejos de tiendas caras, de otro tiempo y de otro mundo. Requetelejos. Y los zapatos son fundamentales, opinó en ésas Pati. Más que los bolsos. Recuerda que, por muy vestida que vayas, unos malos zapatos te hunden en la miseria. A los hombres se les perdonan, incluso, esas cochinadas sin calcetines que puso de moda julio Iglesias. En nuestro caso todo es más dramático. Más irreparable.
Luego anduvieron de perfumes y maquillajes, oliendo y probándolo todo sobre la piel de Teresa antes de irse a comer carabineros y conchas finas al Tintero, en la playa de El Palo. Las latinoamericanas, sostenía Pati, tenéis querencia por los perfumes fuertes. Así que intenta suavizarlos. Y el maquillaje, igual. Cuando una es joven, el maquillaje envejece; y cuando se es vieja, envejece mucho más… Tú tienes ojos negros grandes y bonitos, y cuando te peinas con raya en medio y el pelo tirante, a lo mejicana, estás perfecta.
Lo decía mirándola a los ojos, sin desviar la vista un segundo, mientras los camareros pasaban entre las mesas puestas al sol con huevas a la plancha, platos de sardinas, chopitos, patatas con alioli. No había en su tono superioridad ni desprecio. Era como cuando, recién llegada a El Puerto de Santa María, la había puesto al corriente de las costumbres locales. Esto y lo otro. Pero ahora Teresa advertía algo distinto: un apunte irónico en un rincón de su boca, en los pliegues que se le agolpaban en torno a los párpados al entrecerrarlos en la sonrisa. Sabes lo que me pregunto, pensaba Teresa. Casi puedes oírlo. Por qué yo, si aquí afuera no te doy lo que de veras querrías tener. Sólo escucho, y estoy. Me dejé engañar con lo del dinero, Teniente O'Farrell. No era eso lo que buscabas. Lo mío es simple: soy leal porque te debo mucho y porque debo serlo. Porque son las reglas del extraño juego que llevamos las dos. Sencillo. Pero tú no eres de ésas. Tú puedes mentir y traicionar y olvidar si es necesario. La cuestión es por qué a mí no. O por qué no, todavía.