—Dicen —apunté— que fue gracias a Patricia O'Farrell, cuyos abogados le hicieron el papeleo.
Vi que iniciaba el gesto de llevarse una mano al corazón, de nuevo ofendido. Dejó el gesto a la mitad.
—Se dice cualquier cosa. Lo cierto es que hubo un momento en que, bueno —me miraba cual testigo de Jehová llamando al timbre—… Yo tenía otras ocupaciones. Lo de la Mejicana estaba en punto muerto.
—Quiere decir que se había acabado el dinero.
—El poco que tuvo, sí. Se acabó.
—Y entonces dejó de ocuparse de ella.
—Oiga —me mostraba las palmas de las manos levantándolas un poco, como si aquel gesto lo avalara—. Yo vivo de esto. No podía perder el tiempo. Para algo están los abogados de oficio. Además, le repito que era imposible saber…
—Comprendo. ¿Ella no le pidió cuentas más tarde?
Se abstrajo en la contemplación de su vaso sobre el cristal de la mesa. Aquella pregunta no parecía traerle recuerdos gratos. Finalmente encogió los hombros a modo de respuesta, y se me quedó mirando.
—Pero después —insistí— volvió a trabajar para ella.
Metió y sacó otra vez las manos de los bolsillos de la chaqueta. Un sorbo al vaso y de nuevo el trajín de las manos. Quizá lo hice, admitió al fin. Por un corto período de tiempo, y hace mucho. Después me negué a seguir. Estoy limpio.
Mis noticias eran otras, pero no lo dije. Al salir de la cárcel la Mejicana lo agarró por las pelotas, me habían contado. Lo exprimió y lo echó cuando dejó de ser útil. Eran palabras del comisario jefe de Torremolinos, Pepe Cabrera. A ese hijo de puta la Mendoza le hizo cagar las plumas. Hasta la última. Y a Eddie Álvarez aquella frase le iba como un guante. Te lo imaginabas perfectamente cagando plumas o lo que hiciera falta. Dile que vas de parte, fue la recomendación de Cabrera mientras comíamos en el puerto deportivo de Benalmádena. Ese mierda me debe muchas, y no podrá negarse. Aquel asunto del contenedor de Londres y el inglés del robo de Heathrovy; por ejemplo. Sólo dile eso y te comerá en la mano. Lo que le saques ya es cosa tuya.
—No era rencorosa, entonces —concluí.
Me miró con precaución profesional. Por qué dice eso, preguntó.
—Punta Castor.
Supuse que calculaba hasta qué extremo conocía yo lo ocurrido. No quise defraudarlo.
—La famosa trampa —dije.
La palabra pareció hacerle el efecto de un laxante.
—No me fastidie —se removía inquieto en la silla de caña y mimbre, haciéndola crujir—. ¿Qué sabe usted de trampas?… Esa palabra es excesiva.
—Para eso estoy aquí. Para que me lo cuente.
—A estas alturas da lo mismo —respondió, cogiendo el vaso—. En lo de Punta Castor, Teresa sabia que yo nada tuve que ver con lo que tramaban Cañabota y aquel sargento de la Guardia Civil. Después ella se tomó su tiempo y sus molestias para averiguarlo todo. Y cuando me llegó el turno… Bueno. Demostré que yo sólo pasaba por allí. Prueba de que la convencí es que sigo vivo.
Se quedó pensativo, haciendo tintinear el hielo en el vaso. Bebió.
—A pesar del dinero de los cuadros, de Punta Castor y de todo lo demás —insistió, y parecía sorprendido—, sigo vivo.
Bebió de nuevo. Dos veces. Por lo visto, recordar le daba sed. En realidad, dijo, nadie fue nunca expresamente a por Santiago Fisterra. Nadie. Cañabota y aquellos para quienes trabajaba sólo querían un señuelo; alguien para distraer la atención mientras el auténtico cargamento se alijaba en otro sitio. Ésa era práctica habitual: le tocó al gallego como pudo tocarle a otro. Cuestión de mala suerte. No era de los que hablaban si los trincaban. Además era de fuera, iba a su aire y no tenía amigos ni simpatías en la zona… Sobre todo, aquel guardia civil lo llevaba entre ceja y ceja. De manera que se lo endosaron a él.
—Y a ella.
Hizo crujir otra vez el asiento mirando la escalera de la terraza como si Teresa Mendoza estuviese a punto de aparecer allí. Un silencio. Otro tiento a la copa. Luego se ajustó las gafas y dijo: lamentablemente. Se calló de nuevo. Otro sorbo. Lamentablemente, nadie podía imaginar que la Mejicana llegaría hasta donde llegó.
—Pero insisto en que no tuve nada que ver. La prueba es… Joder. Ya lo he dicho.
—Que sigue vivo.
—Sí —me miraba desafiante—. Eso prueba mi buena fe.
—¿Y qué pasó con ellos, después?… Con Cañabota y el sargento Velasco.
El desafío duró tres segundos. Se replegó. Lo sabes tan bien como yo, decían sus ojos, desconfiados. Cualquiera que haya leído periódicos lo sabe. Pero si crees que soy yo quien va a explicártelo, vas listo.
—De eso no sé nada.
Hizo el gesto de cerrarse los labios con una cremallera, mientras adoptaba una expresión malvada y satisfecha: la de quien dura en posición vertical más tiempo que otros a quienes conoció. Pedí café para mí y otro licor achocolatado para él. De la ciudad y el puerto llegaban los sonidos amortiguados por la distancia. Un automóvil ascendió por la carretera bajo la terraza, con mucho ruido del tubo de escape, en dirección a lo alto del Peñón. Me pareció ver a una mujer rubia al volante, y a un hombre con chaqueta de marino.
—De cualquier manera —prosiguió Eddie Álvarez tras pensarlo un rato—, todo eso fue después, cuando las cosas cambiaron y ella tuvo ocasión de pasar factura… Y oiga, estoy seguro de que cuando salió de El Puerto de Santa María, lo que tenía en la cabeza era desaparecer del mundo. Creo que nunca fue ambiciosa, ni soñadora… Le apuesto a que ni siquiera era vengativa. Se limitaba a seguir viva, y nada más. Lo que pasa es que a veces la suerte, de tanto jugar malas pasadas, termina poniéndote un piso.
Un grupo de gibraltareños ocupó una mesa vecina. Eddie Álvarez los conocía, y fue a saludarlos. Eso me dio oportunidad de estudiarlo de lejos: su forma obsequiosa de sonreír, de dar la mano, de escuchar como quien aguarda claves sobre lo que ha de decir, o la forma de comportarse. Un superviviente, confirmé. La clase de hijoputa que sobrevive, lo había descrito otro Eddie, en este caso apellidado Campello, también gibraltareño, viejo amigo mío y editor del semanario local Vox. Ni cojones para traicionar tenía el amigacho, dijo Campello cuando pregunté por la relación del abogado con Teresa Mendoza. Lo de Punta Castor fueron Cañabota y el guardia. Álvarez se limitó a quedarse con el dinero del gallego. Pero a esa mujer el dinero le importaba una mierda. La prueba es que después rescató a ese tío y lo hizo trabajar otra vez para ella.
—Y fíjese —Eddie Álvarez ya estaba de regreso a nuestra mesa—. Diría que la Mejicana sigue sin ser vengativa. Lo suyo es más bien… No sé. A lo mejor una cuestión práctica, ¿comprende?… En su mundo no se dejan cabos sueltos.
Entonces me contó algo curioso. Cuando la metieron en El Puerto, dijo, fui a la casa que tenían ella y el gallego en Palmones, para liquidarlo todo y cerrarla. ¿Y sabe qué? Ella había salido al mar como tantas otras veces, ignorando que se trataba de la última. Sin embargo lo tenía todo ordenado en cajones, cada cosa en su sitio. Hasta dentro de los armarios las cosas estaban para pasar revista.
—Más que cálculo despiadado, ambición o sentido de la venganza —Eddie Álvarez asentía con la cabeza, mirándome como si los cajones y los armarios lo explicaran todo—, yo creo que lo de Teresa Mendoza siempre fue sentido de la simetría.
Terminó de barrer la pasarela de madera, se puso medio vaso con tequila y el otro medio con zumo de naranja, y fue a fumar un cigarrillo sentada al extremo, descalza, los pies medio enterrados en la arena tibia. El sol todavía se encontraba bajo, y sus rayos diagonales llenaban la playa de sombras en cada huella, asemejándola a un paisaje lunar. Entre el chiringuito y la orilla todo estaba limpio y ordenado, esperando a los bañistas que empezarían a llegar a media mañana: dos tumbonas bajo cada sombrilla, cuidadosamente alineadas por Teresa, con sus colchonetas de rayas blancas y azules bien sacudidas y puestas en su sitio. Había calma, el mar estaba tranquilo, silenciosa el agua en la orilla, y el sol levante reverberaba con resplandor anaranjado y metálico entre las siluetas en contraluz de los escasos paseantes: jubilados en su andar matutino, una pareja joven con un perro, un hombre solitario que miraba el mar junto a una caña clavada en la arena. Y al final de la playa y del resplandor, Marbella tras los pinos y las palmeras y los magnolios, con los tejados de sus villas y sus torres de cemento y cristal alargándose en la calima dorada, hacia el este.
Disfrutó del cigarrillo, deshecho y vuelto a liar, como de costumbre, con un poco de hachís. A Tony, el encargado del chiringuito, no le gustaba que ella fumara otra cosa que tabaco cuando él andaba por allí; pero a esas horas Tony no había llegado y los bañistas tardarían un poco en ocupar la playa —eran los primeros días de la temporada—, así que podía fumar tranquila. Y aquel tequila acompañando la naranjada, o viceversa, sentaba de a madre. Llevaba desde las ocho de la mañana —café solo sin azúcar, pan con aceite de oliva, un donut— ordenando tumbonas, barriendo el chiringuito, colocando sillas y mesas, y tenía por delante una jornada de trabajo idéntica a la del día anterior y a la del siguiente: vasos sucios detrás del mostrador, y en la barra y las mesas limón granizado, horchata, café con hielo, cubalibres, agua mineral, hecha un bombo la cabeza y la camiseta empapada de sudor, bajo el techo de palma por el que se colaban los rayos de sol: un sofoco húmedo que le recordaba el de Altata en verano, pero con más gente y más olor a crema bronceadora. Atenta, además, a la impertinencia de los clientes: lo pedí sin hielo, oiga, oye, lo pedí con limón y con hielo, no me digas que no tienes Fanta, me puso usted con gas y yo pedí sin gas. Chíngale. Aquellos veraneantes gachupines o gringos con sus calzones floreados y sus pieles enrojecidas y grasientas, sus gafas de sol, sus niños requetegritones y sus carnes rebosándoles bañadores, camisetas y pareos, resultaban peores, más egoístas y desconsiderados, que quienes frecuentaban los puticlubs de Dris Larbi. Y Teresa pasaba entre ellos doce horas al día, de acá para allá, sin tiempo para sentarse diez minutos, la vieja fractura del brazo resintiéndose del peso de la bandeja con bebidas, el pelo en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente para que no le cayeran las gotas de sudor en los ojos. Siempre con la mirada suspicaz de Tony clavada en la nuca.
Pero no se estaba mal del todo, allí. Aquel rato por la mañana, cuando terminaba de ordenar el chiringuito y las tumbonas y se quedaba tranquila ante la playa y el mar, esperando en paz. O cuando de noche paseaba por la orilla camino de su modesta pensión en la parte vieja de Marbella, lo mismo que en otro tiempo —siglos atrás hacía en Melilla, al cerrar el Yamila. A lo que más le había costado acostumbrarse cuando dejó El Puerto de Santa María era a la agitación de la vida afuera, los ruidos, el tráfico, la gente agolpada en las playas, la música atronadora de bares y discotecas, el gentío que atestaba la costa de Torremolinos a Sotogrande. Después de año y medio de rutina y orden estricto, Teresa arrastraba hábitos que, al cabo de tres meses de libertad, aún la hacían sentirse más incómoda allí que tras las rejas. En la cárcel contaban historias sobre presos con largas condenas que, al salir, intentaban regresar a lo que para ellos era ya el único hogar posible. Teresa nunca creyó en eso hasta que un día, fumando sentada en el mismo lugar en donde estaba ahora, sintió de pronto la nostalgia del orden y la rutina y el silencio que había tras las rejas. La cárcel no es hogar más que para los desgraciados, había dicho Pati una vez. Para los que carecen de sueños. El abate Faria —Teresa había terminado
El conde de Montecristo
y también muchos otros libros, y seguía comprando novelas que se amontonaban en su cuarto de la pensión— no era de esos que consideran la cárcel un hogar. Al contrario: el viejo preso anhelaba salir para recobrar la vida que le robaron. Como Edmundo Dantés, pero demasiado tarde. Tras pensar mucho en ello, Teresa había llegado a la conclusión de que el tesoro de aquellos dos era sólo un pretexto para mantenerse vivos, soñar con la fuga, sentirse libres pese a los cerrojos y los muros del castillo de If. Y en el caso de la Teniente O'Farrell, la historia del clavo de coca perdida era también, a su modo, una forma de mantenerse libre. Quizá por eso Teresa nunca se la creyó del todo. En cuanto a lo de la cárcel como hogar para desgraciados, tal vez fuera verdad. De ahí que sintiera sus nostalgias carcelarias, cuando llegaban, demasiado vinculadas al remordimiento; como pecados de esos que, según los curas, venían cuando una daba vueltas a ciertas cosas en la cabeza. Y, sin embargo, en El Puerto todo resultaba fácil, porque las palabras libertad y mañana eran sólo algo inconcreto que aguardaba al extremo del calendario. Ahora, en cambio, vivía al fin entre aquellas hojas con fechas remotas que meses atrás no significaban más que números en la pared, y que de improviso se convertían en días de veinticuatro horas, y en amaneceres grises que continuaban encontrándola despierta.
Y entonces qué, se había preguntado al ver la calle ante sí, fuera de los muros de la prisión. La respuesta se la facilitó Pati O'Farrell, recomendándola a unos amigos que tenían chiringuitos en las playas de Marbella. No te harán preguntas ni te explotarán demasiado, dijo. Tampoco te follarán si no te dejas. Aquel trabajo hacía posible la libertad condicional de Teresa —quedaba más de un año para resolver su deuda con la justicia— con la única limitación de permanecer localizada y presentarse un día a la semana en la comisaría local. También le proporcionaba lo suficiente para pagar el cuarto de su pensión en la calle San Lázaro, los libros, la comida, alguna ropa, el tabaco y las chinas de chocolate marroquí —regalarse unos pericazos quedaba ahora lejos de su alcance— para animar los Bisonte que fumaba en momentos de calma, a veces con una copa en la mano, en la soledad de su cuarto o en la playa, como ahora.
Una gaviota bajó planeando hasta cerca de la orilla, vigilante, rozó el agua y se alejó mar adentro sin conseguir ninguna presa. Te chingas, pensó Teresa mientras aspiraba el humo, viéndola irse. Zorra con alas de la puta que te parió. Le habían gustado las gaviotas hacía tiempo; las encontraba románticas, hasta que empezó a conocerlas yendo arriba y abajo con la Phantom por el Estrecho, y sobre todo un día, al principio, cuando tuvieron una avería en mitad del mar mientras probaban el motor, y Santiago estuvo trabajando mucho rato y ella se tumbó a descansar viéndolas revolotear cerca, y él le aconsejó que se cubriera la cara, porque eran capaces, dijo, de picoteársela si se quedaba dormida. El recuerdo vino con imágenes bien precisas: el agua quieta, las gaviotas flotando sentadas en torno a la planeadora o dando vueltas por arriba, y Santiago en la popa, la carcasa negra del motor en la bañera y él lleno de grasa hasta los codos, el torso desnudo con el tatuaje del Cristo de su apellido en un brazo, y en el otro hombro aquellas iniciales que ella nunca llegó a saber de quién eran.