Nombre: Teresa
Apellidos: Mendoza Chávez (a.) La Mejicana
CARACTERÍSTICAS FÍSICAS: Ojos negros. Cabello negro. Sin marcas ni cicatrices. Complexión delgada. Estatura 1,65.
HISTORIA CRIMINAL: Nacida en Culiacán, Sinaloa (México). Hija de padre español y madre mejicana. Convivió con Raimundo Dávila Parra, (a.) El Güero Dávila, piloto de aviación relacionado con el cártel de Juárez. Viaja a España. Melilla. Relacionada con Dris Larbi, propietario de clubs nocturnos. Algeciras. Gibraltar. Relacionada con Santiago López Fisterra, piloto de planeadoras. Tráfico de tabaco y estupefacientes. Detenida por el Servicio de Vigilancia Aduanera. Prisión de El Puerto de Santa María.
Arturo Pérez-Reverte
La Reina del Sur
ePUB v2.0
GONZALEZ & ivicgto07.06.12
La Reina del Sur
Arturo Pérez-Reverte, septiembre de 2002.
Diseño/retoque portada: Saganita / Enric Satué / Proforma
Editor original: GONZALEZ (v1.0 a v1.1)
Segundo editor: ivicgto (v1.2 a v2.0)
Corrección de erratas: ivicgto
ePub base v2.0
A Élmer Mendoza, Julio Bernal
y César
Batman
Güemes
.
Por la amistad. Por el corrido.
Sonó el teléfono y supo que la iban a matar. Lo supo con tanta certeza que se quedó inmóvil, la cuchilla en alto, el cabello pegado a la cara entre el vapor del agua caliente que goteaba en los azulejos. Bip-bip. Se quedó muy quieta, conteniendo el aliento como si la inmovilidad o el silencio pudieran cambiar el curso de lo que ya había ocurrido. Bip-bip. Estaba en la bañera, depilándose la pierna derecha, el agua jabonosa por la cintura, y su piel desnuda se erizó igual que si acabara de reventar el grifo del agua fría. Bip-bip. En el estéreo del dormitorio, los Tigres del Norte cantaban historias de Camelia la Tejana. La traición y el contrabando, decían, son cosas incompartidas. Siempre temió que tales canciones fueran presagios, y de pronto eran realidad oscura y amenaza. El Güero se había burlado de eso; pero aquel sonido le daba la razón a ella y se la quitaba al Güero. Le quitaba la razón y varias cosas más. Bip-bip. Soltó la rasuradora, salió despacio de la bañera, y fue dejando rastros de agua hasta el dormitorio. El teléfono estaba sobre la colcha, pequeño, negro y siniestro. Lo miró sin tocarlo. Bip-bip. Aterrada. Bip-bip. Su zumbido iba mezclándose con las palabras de la canción, como si formase parte de ella. Porque los contrabandistas, seguían diciendo los Tigres, ésos no perdonan nada. El Güero había usado las mismas palabras, riendo como solía hacerlo, mientras le acariciaba la nuca y le tiraba el teléfono encima de la falda. Si alguna vez suena, es que me habré muerto. Entonces, corre. Cuanto puedas, prietita. Corre y no pares, porque ya no estaré allí para ayudarte. Y si llegas viva a donde sea, échate un tequila en mi memoria. Por los buenos ratos, mi chula. Por los buenos ratos. Así de irresponsable y valiente era el Güero Dávila. El virtuoso de la Cessna. El rey de la pista corta, lo llamaban los amigos y también don Epifanio Vargas: capaz de levantar avionetas en trescientos metros, con sus pacas de perico y de borrego sin garrapatas, y volar a ras del agua en noches negras, frontera arriba y frontera abajo, eludiendo los radares de la Federal y a los buitres de la DEA. Capaz también de vivir en el filo de la navaja, jugando sus propias cartas a espaldas de los jefes. Y capaz de perder.
El agua que le caía del cuerpo formaba un charco a sus pies. Seguía sonando el teléfono, y supo que no era necesario responder a la llamada y confirmar que al Güero se le había acabado la suerte. Aquello bastaba para seguir sus instrucciones y salir corriendo; pero no es fácil aceptar que un simple Bip-bip cambie de golpe el rumbo de una vida. Así que al fin agarró el teléfono y oprimió el botón, escuchando.
—
«Quebraron al Güero, Teresa.»
No reconoció la voz. El Güero tenía amigos y algunos eran fieles, obligados por el código de los tiempos en que pasaban mota y paquetes de la fina en llantas de coches por El Paso, camino de la Unión Americana. Podía ser cualquiera de ellos: tal vez el Neto Rosas, o Ramiro Vázquez. No reconoció al que llamaba ni pinche falta que le hacía, porque el mensaje estaba claro. Quebraron al Güero, repitió la voz. Lo bajaron, y también a su primo. Ahora le toca a la familia del primo, y a ti. Así que corre cuanto puedas. Corre y no pares de correr. Luego se cortó la comunicación, y ella miró sus pies húmedos sobre el suelo y se dio cuenta de que temblaba de frío y de miedo, y pensó que, quien fuera el comunicante, había repetido las mismas palabras del Güero. Lo imaginó asintiendo atento entre el humo de cigarros y los vasos de una cantina, el Güero enfrente, quemando mota y cruzadas las piernas bajo la mesa como solía ponerse, las botas cowboy de serpiente acabadas en punta, la mascada al cuello de la camisa, la chamarra de piloto en el respaldo de la silla, el pelo rubio al rape, la sonrisa afilada y segura. Harás eso por mí, carnal, si me rompen la madre. Le dirás que corra y no pare de correr, porque también se la querrán chingar a ella.
El pánico vino de improviso, muy distinto al terror frío que había sentido antes. Ahora fue un estallido de desconcierto y de locura que la hizo gritar, breve, seca, llevándose las manos a la cabeza. Sus piernas eran incapaces de sostenerla, así que fue a caer sentada sobre la cama. Miró alrededor: las molduras blancas y doradas del cabezal, los cuadros de las paredes con paisajes bien chilos y parejas que paseaban en puestas de sol, las porcelanitas que había ido coleccionando para alinear en la repisa, con la intención de que el de ellos fuera un hogar lindo y confortable. Supo que ya no era un hogar, y que en pocos minutos sería una trampa. Se vio en el gran espejo del armario: desnuda, mojada, el pelo oscuro pegado a la cara, y entre sus mechas los ojos negros muy abiertos, desorbitados de horror. Corre y no pares, habían dicho el Güero y la voz que repetía las palabras del Güero. Entonces empezó a correr.
Siempre creí que los narcocorridos mejicanos eran sólo canciones, y que
El conde de Montecristo
era sólo una novela. Se lo comenté a Teresa Mendoza el último día, cuando accedió a recibirme rodeada de guardaespaldas y policías en la casa donde se alojaba en la colonia Chapultepec, Culiacán, estado de Sinaloa. Mencioné a Edmundo Dantés, preguntándole si había leído el libro, y ella me dirigió una mirada silenciosa, tan larga que temí que nuestra conversación acabara allí. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales, y no sé si fue una sombra de la luz gris de afuera o una sonrisa absorta lo que dibujó en su boca un trazo extraño y cruel.
—No leo libros —dijo.
Supe que mentía, como sin duda había hecho infinidad de veces en los últimos doce años. Pero no quise parecer inoportuno, de modo que cambié de tema. Su largo camino de ida y vuelta contenía episodios que me interesaban mucho más que las lecturas de la mujer que al fin tenía frente a mí, tras haber seguido sus huellas por tres continentes durante los últimos ocho meses. Decir que estaba decepcionado sería inexacto. La realidad suele quedar por debajo de las leyendas; pero, en mi oficio, la palabra decepción siempre es relativa: realidad y leyenda son simple material de trabajo. El problema reside en que resulta imposible vivir durante semanas y meses obsesionado técnicamente con alguien sin hacerte una idea propia, definida y por supuesto inexacta, del sujeto en cuestión. Una idea que se instala en tu cabeza con tanta fuerza y verosimilitud que luego resulta difícil, y hasta innecesario, alterarla en lo básico. Además, los escritores tenemos el privilegio de que quienes nos leen asuman con sorprendente facilidad nuestro punto de vista. Por eso aquella mañana de lluvia, en Culiacán, yo sabía que la mujer que estaba delante de mí ya nunca sería la verdadera Teresa Mendoza, sino otra que la suplantaba, en parte creada por mí: aquella cuya historia había reconstruido tras rescatarla pieza a pieza, incompleta y contradictoria, de entre quienes la conocieron, odiaron o quisieron.
—¿Por qué está aquí? —preguntó.
—Me falta un episodio de su vida. El más importante.
—Vaya. Un episodio, dice.
—Eso es.
Había tomado un paquete de Faros de la mesa y le aplicaba a un cigarrillo la llama de un encendedor de plástico barato, tras hacer un gesto para detener al hombre sentado al otro extremo de la habitación, que se incorporaba solícito con la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta: un tipo maduro, ancho, más bien gordo, pelo muy negro y frondoso mostacho mejicano.
—¿El más importante?
Puso el tabaco y el encendedor sobre la mesa, en perfecta simetría, sin ofrecerme. Lo que me dio igual, porque no fumo. Allí había otros dos paquetes más, un cenicero y una pistola.
—Debe de serlo de veras —añadió—, si hoy se atreve a venir aquí.
Miré la pistola. Una Sig Sauer. Suiza. Quince balas del 9 parabellum por cargador, al tresbolillo. Y tres cargadores llenos. Las puntas doradas de los proyectiles eran gruesas como bellotas.
—Sí —respondí con suavidad—. Hace doce años. Sinaloa.
Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de mí, pues en su mundo eso podía conseguirse con dinero. Y, además, tres semanas antes le había hecho llegar una copia de mi texto inacabado. Era el cebo. La carta de presentación para completarlo todo.
—¿Por qué habría de contárselo?
—Porque me he tomado mucho trabajo en usted.
Estuvo mirándome entre el humo del cigarrillo, un poco entornados los ojos, como las máscaras indias del Templo Mayor. Después se levantó y fue hasta el mueble bar para volver con una botella de Herradura Reposado y dos vasos pequeños y estrechos, de esos que los mejicanos llaman caballitos. Vestía un cómodo pantalón de lino oscuro, blusa negra y sandalias, y comprobé que no llevaba joyas, ni collar, ni reloj; sólo un semanario de plata en la muñeca derecha. Dos años antes —los recortes de prensa estaban en mi habitación del hotel San Marcos—, la revista
¡Hola!
la había incluido entre las veinte mujeres más elegantes de España, por las mismas fechas en que
El Mundo
informaba de la última investigación judicial sobre sus negocios en la Costa del Sol y sus vinculaciones con el narcotráfico. En la fotografía publicada en primera página se la adivinaba tras el cristal de un automóvil, protegida de los reporteros por varios guardaespaldas con gafas oscuras. Uno de ellos era el gordo bigotudo que ahora estaba sentado al otro extremo de la habitación, mirándome de lejos como si no me mirara.
—Mucho trabajo —repitió pensativa, poniendo tequila en los vasos.
Así es.
Bebió un corto sorbo, de pie, sin dejar de observarme. Era más baja de lo que parecía en las fotos o en la televisión, pero sus movimientos seguían siendo tranquilos y seguros: como si cada gesto fuera encadenado al siguiente de forma natural, descartada cualquier improvisación o duda. Tal vez ya no dude nunca, pensé de pronto. Confirmé que a los treinta y cinco años era vagamente atractiva. Menos, quizás, que en las fotografías recientes y en las que yo había visto por aquí y por allá, conservadas por quienes la conocieron al otro lado del Atlántico. Eso incluía su frente y su perfil en blanco y negro sobre una vieja ficha policial de la comisaría de Algeciras. También cintas de vídeo, imágenes imprecisas que siempre terminaban con rudos gorilas entrando en cuadro para apartar con violencia el objetivo. Y en todas, ella, con su distinguida apariencia actual, casi siempre vestida de oscuro y con gafas negras, subía o bajaba de automóviles caros, se asomaba desdibujada por el grano del teleobjetivo a una terraza de Marbella, o tomaba el sol en la cubierta de un yate grande y blanco como la nieve: la Reina del Sur y su leyenda. La que aparecía en las páginas de sociedad al mismo tiempo que en las de sucesos. Pero había otra foto cuya existencia yo ignoraba; y antes de que saliera de aquella casa, dos horas más tarde, Teresa Mendoza decidió mostrármela inesperadamente: una foto muy ajada y recompuesta por detrás con cinta adhesiva, que acabó poniendo sobre la mesa, entre el cenicero repleto y la botella de tequila de la que ella sola había vaciado dos tercios, y la Sig Sauer con tres cargadores que estaba allí como un augurio —de hecho era una fatalista aceptación— de lo que iba a ocurrir esa misma noche. En cuanto a la última foto, en realidad se trataba de la más antigua y sólo era media foto, porque faltaba todo el lado izquierdo: de él podía verse el brazo de un hombre, enfundado en la manga de una cazadora de piloto, sobre los hombros de una joven morena, delgada, de abundante cabello negro y ojos grandes. La joven debía de tener veintipocos años: vestía pantalones muy ceñidos y fea chamarra tejana con cuello de borrego, y miraba a la cámara con mueca indecisa, a medio camino hacia una sonrisa o quizá de vuelta de ella. Observé que, pese al maquillaje vulgar, excesivo, las pupilas oscuras tenían una mirada inocente, o vulnerable; y eso acentuaba la juventud del rostro ovalado, los ojos ligeramente rematados en puntas de almendra, la boca muy precisa, las antiguas y rebajadas gotas de sangre indígena manifestándose en la nariz, el tono mate de la piel, la arrogancia del mentón erguido. Esa joven no era hermosa pero era singular, pensé. Poseía una belleza incompleta o lejana, como si ésta hubiera ido diluyéndose durante generaciones hasta dejar sólo rastros aislados de un antiguo esplendor. Y aquella fragilidad quizá serena, o confiada. De no estar familiarizado con el personaje, esa fragilidad me habría enternecido. Supongo.