Y Pati O'Farrell tenía. Presidía el festejo en honor de Teresa un poquito aparte, observándola todo el rato entre el humo, con una sonrisa en la boca y en los ojos, el aire golfo, distante como si nada fuese con ella, igual que una mamacita que llevara a su nena a una fiesta de cumpleaños con hamburguesas y amiguitos y payasos, mientras Vicente Fernández cantaba sobre mujeres y traiciones, la voz rota de Chavela regaba alcohol entre balazos en suelos de cantinas, y Paquita la del Barrio bramaba aquello de como un perro / sin un reproche / siempre tirada a tus pies / de día y de noche. Teresa se sentía acunada por la nostalgia de la música y los acentos de su tierra, que sólo faltaban chirrines y unas medias Pacífico para que fuese completa, aturdida por el hachís que le ardía entre los dedos, pásalo nomás pa' andar iguales, carnalita, peores los he fumado yo, que de bajar al moro sé un rato. Por tus veinticinco brejes, chinorrilla, brindaba la gitana Carmela. Y cuando en el casete Paquita empezó lo de tres veces te engañé, y llegó al estribillo, todas corearon, ya muy tomadas, eso de la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer —tres veces te engañé, hijoputa, matizaba a grito pelado Pepa Trueno, sin duda en honor de su difunto—. Siguieron así hasta que una de las boquis vino malhumorada a decirles que se terminaba la fiesta; pero la fiesta continuó por los mismos rumbos más tarde, ya chapadas rejas y puertas, solas las dos y casi a oscuras en el chabolo, el flexo puesto en el suelo junto al lavabo, las imágenes entre sombras de los recortes de revistas —actores de cine, cantantes, paisajes, un mapa turístico de México— decorando la pared pintada de verde y el ventanuco con visillos que les había cosido Charito la piquera, que tenía muy buenas manos, cuando Pati sacó una segunda botella de tequila y una bolsita de debajo del catre y dijo éstas para nosotras, Mejicana, que quien bien reparte se queda la mejor parte. Y con Vicente Fernández cantando muy a lo charro y por enésima vez
Mujeres divinas
, y con Chavela tomadísima advirtiendo no me amenaces, no me amenaces, se fueron pasando a morro la botella e hicieron culebritas blancas sobre las tapas de un libro que se llamaba
El Gatopardo
; y después Teresa, empolvada la nariz por el último pericazo, dijo está criminal y gracias por este cumpleaños, mi Teniente, en mi vida había, etcétera. Pati negó quitándole importancia, y como si estuviera pensando en otra cosa dijo ahora voy a masturbarme un poco si no te importa, Mejicanita, y se tumbó boca arriba en el catre quitándose las zapatillas y la falda que llevaba, una falda ancha y oscura muy bonita que le sentaba bien, dejándose sólo la blusa. Y Teresa se quedo un poco cortada con la botella de Don Julio en la mano, sin saber qué hacer ni adónde mirar, hasta que la otra dijo podrías ayudarme, niña, que estas cosas funcionan mejor entre dos. Entonces Teresa movió dulcemente la cabeza: Chale. Sabes que esas cosas no me van, murmuró. Y aunque Pati no insistió, ella se levantó despacio tras un ratito corto, sin soltar la botella, y fue a sentarse en el borde del catre de su compañera, que tenía los muslos abiertos y una mano entre ellos, moviéndola lenta y suave, y hacía todo eso sin dejar de mirarla a los ojos en la penumbra verdosa del chabolo. Teresa le pasó la botella, y la otra bebió con la mano libre y le devolvió el tequila observándola todo el rato. Luego Teresa sonrió y dijo otra vez gracias por el cumpleaños, Pati, y por el libro, y por la fiesta. Y Pati no apartaba la vista de ella mientras movía los dedos hábiles entre los muslos desnudos. Entonces Teresa se inclinó hacia su amiga, repitió «gracias» muy bajito, y la besó suavemente en los labios, sólo eso y no más, apenas unos segundos. Y sintió cómo Pati retenía la respiración estremeciéndose varias veces bajo su boca con un gemido, los ojos de pronto muy abiertos, y después se quedaba inmóvil, sin dejar de mirarla.
La despertó su voz antes del alba.
—Está muerto, Mejicana.
Apenas habían hablado de él. De ellos. Teresa no era de las que hacían demasiadas confidencias. Sólo comentarios aquí y allá, casuales. Una vez tal, en cierta ocasión cual. En realidad evitaba hablar de Santiago, o del Güero Dávila. Incluso pensar mucho rato en uno o en otro. Ni siquiera tenía fotos —las pocas con el gallego quedaron a saber dónde—, excepto la de ella y el Güero partida por la mitad: la morrita del narco, que parecía haberse ido muy lejos hacía siglos. A veces los dos hombres se le fundían en uno solo en el pensamiento, y eso no le gustaba. Era como ser infiel a los dos al mismo tiempo.
—No se trata de eso —respondió.
Estaban a oscuras, y el amanecer todavía no empezaba a agrisar afuera. Faltaban dos o tres horas para que golpeasen en las puertas las llaves de la boqui de turno, despertando a las reclusas para el primer recuento, y para que se asearan antes de lavar la ropa interior, las bragas y las camisetas y los calcetines, para colgarlo todo a secar en los palos de escoba que tenían encajados en la pared a modo de perchas. Teresa oyó cómo su compañera se removía en el catre. Al rato también ella cambió de postura, intentando dormir. Muy lejos, tras la puerta metálica y en el largo pasillo del módulo, resonó una voz de mujer. Te quiero, Manolo, gritaba. Que digo que te quiero. Otra respondió más cerca, con una procacidad. Yo también lo quiero, se sumó guasona una tercera voz. Después se oyeron los pasos de una funcionaria, y de nuevo el silencio. Teresa estaba boca arriba, en camisón, los ojos abiertos en la oscuridad, esperando el miedo que llegaría inexorable, puntual a su cita, cuando la primera claridad despuntara tras el ventanuco del chabolo y los visillos cosidos por Charito la piquera.
—Hay algo que me gustaría contarte —dijo Pati.
Luego enmudeció como si eso fuera todo, o como si no estuviera segura de que debía contarlo, o tal vez esperaba algún comentario por parte de Teresa. Pero ésta no dijo nada; ni cuéntame, ni no. Permanecía inmóvil, mirando la noche.
—Tengo un tesoro escondido, afuera —añadió Pati por fin.
Teresa escuchó su propia risa antes de pensar que se estaba riendo.
—Híjole —comentó—. Como el abate Faria.
—Eso mismo —ahora Pati también se reía—. Pero yo no tengo intención de morirme aquí… La verdad es que no tengo intención de morir en ninguna parte.
—¿Qué clase de tesoro? —quiso saber Teresa.
—Algo que se perdió y todos buscaron, y nadie encontró porque quienes lo escondieron están muertos… Se parece a las películas, ¿verdad?
—No creo que se parezca a las películas. Se parece a la vida.
Las dos se quedaron calladas otro rato. No estoy segura, pensaba Teresa. No estoy del todo convencida de querer tus confidencias, Teniente. Tal vez porque eres superior, a mí en conocimientos y en inteligencia y en años y en todo, y te sorprendo mirándome siempre de esa manera como me miras; o a lo mejor porque no me tranquiliza que te vengas —que te corras, decís aquí— cuando te beso. Si una está cansada, hay cosas que es mejor ignorar. Y esta noche estoy muy cansada, tal vez porque tomé y fumé y periqueé demasiado, y ahora no duermo. Este año estoy muy cansada, también. Y esta vida, lo mismo. De momento, la palabra mañana no existe. Mi abogado sólo vino a verme una vez. Desde entonces sólo he recibido de él una carta en la que dice que invirtió la lana en cuadros de artistas, que se han devaluado mucho y no queda ni para pagarme un ataúd si reviento. Pero la neta que no me importa. Lo único bueno de estar aquí es que no hay más de lo que hay, y eso evita pensar en lo que dejaste afuera. O en lo que aguarda afuera.
—Esos tesoros son peligrosos —comentó.
—Claro que lo son —Pati hablaba como si pensara cada palabra, despacio, en voz muy baja—. Yo misma he pagado un precio alto… Me pegaron unos tiros, ya sabes. Pum, pum. Y, aquí me tienes.
—¿Y qué pasa con ese pinche tesoro, Teniente Pati O'Faria?
Rieron otra vez las dos en la oscuridad. Después hubo un resplandor en la cabecera del catre de Pati, que acababa de encender un cigarrillo.
—Igual voy a buscarlo —dijo— cuando salga de aquí.
—Pero tú no necesitas eso. Tienes lana.
—No la suficiente. Lo que gasto aquí no es mío, sino de mi familia —su tono se había vuelto irónico al pronunciar la palabra familia—… Y ese tesoro del que hablo es dinero de verdad. Mucho. Del que a su vez produce todavía más, y más, y mucho más, como en el bolero.
—¿De verdad sabes dónde está?
—Por supuesto.
—¿Y tiene dueño?… Quiero decir otro dueño aparte de ti.
La brasa del cigarrillo brilló un instante. Silencio.
—Ésa es una buena pregunta —dijo Pati.
—Chale. Ésa es
la
pregunta.
Se quedaron calladas de nuevo. Porque tú sabrás muchas más cosas que yo, pensaba Teresa. Tienes educación, y clase, y un abogado que viene a verte de vez en cuando, y una buena feria en el banco aunque sea de tu familia. Pero de eso que me hablas sé, y hasta es posible que por una vez sepa algo más de lo que sabes tú. Aunque luzcas dos cicatrices como estrellitas y un novio en el panteón y un tesoro esperándote a la salida, todo lo viste desde arriba. Yo, sin embargo, miraba desde abajo. Por eso conozco cosas que tú no has visto. Te quedaban lejos de a madre, con tu pelo tan güero y tu piel tan blanca y tus modales fresitas de colonia Chapultepec. He visto el barro en mis pies desnudos cuando plebita, en Las Siete Gotas, donde los borrachos llamaban a la puerta de mi mamá de madrugada, y yo la oía abrirles. También he visto la sonrisa del Gato Fierros. Y la piedra de León. He tirado tesoros al mar a cincuenta nudos, con las Hachejotas pegadas al culo. Así que no mames.
—Esa pregunta es difícil de responder —comentó al cabo Pati—. Hay gente que estuvo buscando, claro. Creían tener ciertos derechos… Pero de eso hace tiempo. Ahora nadie sabe que yo estoy al corriente.
—¿Y a qué viene contármelo?
La brasa del cigarrillo intensificó un par de veces su brillo rojizo antes de que llegara la respuesta.
—No lo sé. O tal vez sí lo sé.
—No te imaginé tan bocona. Podría volverme madrina, e ir por ahí cotorreando la historia.
—No. Llevamos tiempo juntas y te observo. No eres de ésas.
Otro silencio. Esta vez fue más largo que los anteriores.
—Eres callada y leal.
—Tú también —respondió Teresa.
—No. Yo soy otras cosas.
Teresa vio apagarse la brasa del cigarrillo. Sentía curiosidad, pero también el deseo de que terminara aquella conversación. Lo mismo ya acabó y lo deja, pensó. No quiero que mañana lamente haber dicho cosas que no debía. Cosas que me quedan lejos, donde no puedo seguirla. En cambio, si se duerme ahora, siempre podremos callar sobre esto, echándole la culpa a los pericazos y al fandango y al tequila.
—Puede que un día te proponga recuperar ese tesoro —concluyó de pronto Pati—. Tú y yo, juntas.
Teresa contuvo el aliento. Ni modo, se dijo. Ya nunca podremos considerar esta conversación como no habida. Lo que decimos nos aprisiona mucho más que lo que hacemos, o lo que callamos. El peor mal del ser humano fue inventar la palabra. Mira si no los perros. Así de leales son porque no hablan.
—¿Y por qué yo?
No podía callar. No podía decir sí o no. Hacía falta una respuesta, y aquella pregunta era la única respuesta posible. Oyó a Pati volverse en el catre hacia la pared antes de responder.
—Te lo diré cuando llegue el momento. Si es que llega.
—Hay personas cuya buena suerte se hace a base de infortunios —concluyó Eddie Álvarez—. Y ése fue el caso de Teresa Mendoza.
Los cristales de las gafas le empequeñecían los ojos cautos. Me había costado tiempo y algún intermediario tenerlo sentado frente a mí; pero allí estaba, metiendo y sacando todo el rato sus manos de los bolsillos de la chaqueta, después de saludarme sólo con la punta de los dedos. Charlábamos en la terraza del hotel Rock de Gibraltar, con el sol filtrándose entre la hiedra, las palmeras y los helechos del jardín colgado en la ladera del Peñón. Abajo, al otro lado de la balaustrada blanca, estaba la bahía de Algeciras, luminosa y desdibujada en la calima azul de la tarde: ferrys blancos al extremo de rectas estelas, la costa de África insinuándose más allá del Estrecho, los barcos fondeados apuntando sus proas hacia levante.
—Pues tengo entendido que al principio la ayudó en eso —dije—. Me refiero a facilitarle infortunios.
El abogado parpadeó dos veces, hizo girar su vaso sobre la mesa y volvió a mirarme de nuevo.
—No hable de lo que no sabe —sonaba a reproche, y a consejo—. Yo hacía mi trabajo. Vivo de esto. Y en aquella época, ella no era nadie. Imposible imaginar…
Modulaba un par de muecas como para sus adentros, sin ganas, igual que si alguien le hubiera contado un chiste malo, de esos que tardas en comprender.
—Era imposible —repitió.
—Quizá se equivocó usted.
—Nos equivocamos muchos —parecía consolarse con el plural—. Aunque en esa cadena de errores yo era lo de menos.
Se pasó una mano por el pelo rizado, escaso, que llevaba demasiado largo y le daba un aire ruin. Luego tocó de nuevo el vaso ancho que tenía sobre la mesa: licor de whisky cuyo aspecto achocolatado no era nada apetitoso.
—En esta vida todo se paga —dijo tras pensarlo un momento—. Lo que pasa es que algunos pagan antes, otros durante y otros después… En el caso de la Mejicana, ella había pagado antes… No le quedaba nada que perder, y todo estaba por ganar. Eso fue lo que hizo.
—Cuentan que usted la abandonó en la cárcel. Sin un céntimo.
Parecía de veras ofendido. Aunque en un fulano con sus antecedentes —me había ocupado de averiguarlos— eso no significara absolutamente nada.
—No sé qué le habrán contado, pero es inexacto. Yo puedo ser tan práctico como cualquiera, ¿entiende?.., Resulta normal en mi oficio. Pero no se trata de eso. No la abandoné.
Establecido aquello, expuso una serie de justificaciones más o menos razonables. Teresa Mendoza y Santiago Fisterra le habían, en efecto, confiado algún dinero. Nada extraordinario: ciertos fondos que él procuraba lavar discretamente. El problema fue que casi todo lo invirtió en cuadros: paisajes, marinas y cosas así. Un par de retratos de buena factura. Sí. Casualmente lo hizo justo después de la muerte del gallego. Y los pintores no eran muy conocidos. De hecho no los conocía ni su padre; por eso invirtió en ellos. La revalorización, ya sabe. Pero vino la crisis. Hubo que malvender hasta el último lienzo, y también una pequeña participación en un bar de Main Street y algunas cosas más. De todo eso él dedujo sus honorarios —había atrasos y cosas pendientes—, y el dinero restante lo destinó a la defensa de Teresa. Eso supuso muchos gastos, claro. Un huevo y la yema del otro. Después de todo, ella sólo pasó un año en prisión.